Esta entrada es una continuación espiritual de «Hoy escribo sobre Icaria». En ella os hablaba de la búsqueda de la mejor versión de nosotros mismos. Lo cual, fuera de contexto, puede interpretarse como la típica autoayuda barata, que destaca por decirte lo que quieres oír. Esa que trata de obligarte a ser como el autor, olvidando que cada persona es un mundo. No te ayuda a conocerte mejor a ti mismo, sino a hacerte sentir cómodo, sin cargos de conciencia. La auténtica autoayuda es todo lo contrario: debe incomodarte y sacarte de tu zona de confort mental. Darte una espada para combatir tus propias ideas. De nosotros, y de nadie más, depende añadir una lupa para analizarlas y una mente lo suficientemente abierta como para asimilar el resultado y aceptar los cambios.
Una vez que estéis en la senda hacia la mejor versión de vosotros mismos; meta que nunca alcanzaréis, porque el fin es perseguirlo, no alcanzarlo; conseguiréis imprimir vuestra impronta en todo lo que escribáis. Y, entonces, llegará el momento de defenderlo ante los demás. La tarea más complicada. Si hemos escrito una obra pensando únicamente en que nos guste a nosotros, ¿cómo vamos a convencer a los demás de leerla? Lamento deciros que no tengo la respuesta a esa pregunta, porque soy la peor persona del mundo vendiendo su trabajo. No le dedico tanto esfuerzo como, según los expertos, debería. En su lugar, quiero daros mi visión sobre cómo debe defenderse una idea, en general. Y habrá quien opine distinto; pero ya os adelanto que no me importa su opinión, porque soy yo quien está hablando. Y esa, en parte, es la finalidad de esta entrada. Vamos a profundizar en ello.
La mejor novela de la historia es Alicia en el país de las maravillas. Habrá quien tuerza el gesto al leer esta frase. Quien arquee una ceja. Quien, simplemente, diga: «Eso será para ti». Hombre, pues claro. ¿No era obvio? Repito: soy yo quien está hablando.
Supongamos ahora que alguien me pregunta: «¿Cuál consideras que es la mejor novela de la historia?». Mi respuesta sería la misma: Alicia en el país de las maravillas. En este caso, habría menos quejas al respecto. Nadie desaprobaría mi aseveración, ya que entenderían que estoy hablando de la mejor novela según mi opinión, dado que va implícito en la pregunta. Pero la realidad es que nada ha cambiado con respecto al párrafo anterior. La diferencia, en todo caso, radica en la percepción del lector. Ha interpretado de dos maneras opuestas un mismo mensaje, pues no ha tenido en cuenta que se hallan en planos diferentes, que yo denomino «plano literal» y «plano metafórico».
El contexto es fundamental en cualquier comunicación. No se puede aislar, porque cambiaría el significado. Si yo digo que prefiero el calor al frío, pocos lo considerarían ofensivo. En cambio, si se lo digo a alguien que está encerrado en un edificio durante un incendio, puede que suene poco empático por mi parte. ¿Veis cómo afecta el contexto a una misma frase? Pues esto no es nada. Porque ambas frases pertenecen al plano literal, pero yo quiero poner el foco en el plano metafórico. Ese en el que podría decir, y, de hecho, digo a menudo: «Me encanta el calor. Para mí, cualquier temperatura menor a 30 grados es frío». Hay quien, al escucharlo, se ríe o lo ignora sin más. Pero también hay quien lo rebate. No se lo creen, o me dicen que estoy exagerando. Y luego están los que dicen: «Pues yo prefiero que no haga frío ni calor». Estos, perdonadme por decirlo, son los más tontos de todos los maticitos (concepto clave que analizaremos más adelante). Vamos a ver, genio: ¿quién no prefiere una temperatura templada? ¿De verdad hace falta especificarlo? No se puede analizar un mensaje del plano metafórico desde el prisma del plano literal. Son dos realidades que tienen que coexistir. Se necesitan la una a la otra, por el bien de nuestra salud mental.
El plano metafórico, que no es lo mismo que las metáforas, existe para que podamos dar rienda suelta a nuestros sentimientos, en contraposición al plano literal, donde la sociedad nos insta a guardárnoslos para nosotros mismos. De lo contrario, salvo que tengas mucho dinero o belleza, te darán de lado. Pero el plano metafórico también tiene sus peligros. En él, viven unos seres incapaces de separar ambos planos…, a los que dedicaré una entrada propia, pues veo que, de lo contrario, una vez más, esta va a quedar demasiado extensa.
Nadie puede cuestionar tu forma de actuar en el plano metafórico. Podríamos decir que, mientras te muevas por ese plano, estás usando máscaras. Y esas máscaras podrán gustar más a unos que a otros. Perfecto. A quien no le guste una máscara, no tiene más que ignorarla. ¿Verdad que no se puede juzgar a la persona (literal) por la máscara (metafórica)? Pues tampoco deberíamos juzgar el mensaje del plano metafórico por el significado concreto de las palabras en el plano literal. Y no hay mejor forma de entenderlo que con un ejemplo muy básico.
Estás hablando de cine con una amiga, y esta te dice: «Hace dos años vi Memento. Me voló la cabeza. Es lo más alucinante que he visto nunca». Una semana más tarde, volvéis a hablar de cine, y suelta una frase muy parecida: «El año pasado vi Origen. Me voló la cabeza. Es lo más alucinante que he visto nunca». ¿Qué está pasando aquí? ¿Acaso ha olvidado una de las dos películas? No, no tiene por qué. ¿Estaba mintiendo? Solo si ves la frase desde el plano literal, lo cual es un error. El objetivo del mensaje es exagerar, emplear una hipérbole, para transmitir un sentimiento concreto: el de que ambas películas le causaron una gran impresión. Mientras dure esa travesía por el plano metafórico, no importa que hubiese otra película que la impresionara más aún. Y lo mismo sucedería si el sentimiento es negativo. «Es la peor película que he visto nunca». Puede serlo tanto como puede no serlo; no se necesita hacer un ejercicio de memoria, porque, de verdad, no importa. Lo único que importa es que sea mala de verdad, claro. Lo contrario sí sería mentir.
El plano metafórico solo tiene una regla: ser honesto contigo mismo. No te aproveches para dar la nota. Es tu forma de proyectar sentimientos, no de usarlo como escudo para hacer daño a otros o evitar represalias. Es tu rinconcito, pero eso no significa que no debas tenerlo limpio y ordenado. Del mismo modo, tampoco puedes invadir el plano metafórico de otro. Como mucho, unirte a él, pero siempre como invitado, no como conquistador.
¿Qué sentido tiene este plano metafórico? Enseguida lo veréis. Vamos a rehacer las mismas frases de cine, pero desde el plano literal. «Hace dos años vi Memento. Me voló la cabeza. Es una película alucinante, aunque, tal vez, no la que más me ha impresionado en toda mi vida. Quizá haya otras que lo hayan hecho más, pero necesitaría repasar todo el cine que he visto desde que nací y analizarlo desde sus respectivos contextos temporales». Ah, ahora sí. Esta frase ya es más exacta. No hay mentiras ni exageraciones. Y sucede que, además, es una frase de mierda. Ha perdido toda su intención. Se ha quedado en tierra de nadie. Tu amiga te ha hecho saber que le ha gustado mucho, pero con la misma emoción con la que te podría haber dicho que Isabel la Católica nació en 1451. La información llega intacta, pero a costa de reprimir los sentimientos; lo cual, como dije antes, es perjudicial para la salud mental. Imaginad tener que estar midiendo las palabras en cada una de nuestras frases. El horror. Se acabarían las interacciones humanas.
El plano metafórico existe para poder focalizar una emoción concreta, un sentimiento, sin tener en cuenta (que no invalidar) los demás. Creo, por si os sirve de apoyo, que está muy bien explicado en este vídeo de Ter, la Youtuber Oficial del Estado.
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