Testigos
Igor se obligó a controlar la respiración antes de que el corazón se le saliese del pecho. Había recorrido el camino que separaba el instituto de su casa en tiempo récord. Pese a no tardar más de diez minutos, se sentía como si acabase de completar una maratón. El miedo y la culpabilidad eran dos pesadas losas extremadamente complicadas de sostener sobre sus fatigados hombros. Pero lo había hecho. No se había derrumbado… aún. ¿Lo haría tras ver el vídeo? El cable USB y la cámara serían testigos de ello. El ordenador haría las funciones de sala de juicio. El juez, cómo no, sería él mismo.
Nadie lo había visto salir corriendo. O eso quería creer. Primero y principal, porque se había asegurado de no acelerar el paso más de lo necesario. Eso lo habría hecho parecer más sospechoso. Y segundo, porque a esas horas, en el último tramo de la tarde, apenas había personal en el instituto. Siendo un lugar tan tranquilo y, hasta ahora, pacífico, tampoco contaba con un sistema de vigilancia que hubiese podido captar su imagen. La única cámara del recinto era la suya.
Igor sopesó eliminar el archivo de vídeo tras su visualización. Todos cuantos tuviese almacenados, incluso. No podía arriesgarse. Necesitaba cortar todos los hilos que lo relacionasen con la escena del crimen.
En cuanto a la víctima…
Olga no era la mejor de las estudiantes, ni en rendimiento ni en comportamiento, pero eso distaba de considerarse un motivo justificado para hacerla merecedora de sufrir aquel apuñalamiento traicionero. La herida fue mortal de necesidad. La joven atleta, apasionada del baloncesto, jamás sospechó que terminaría sus días tirada en el vestuario femenino del instituto, con su sangre filtrándose por el sumidero de las duchas.
A Igor también le gustaba el baloncesto. Y el fútbol. Y el voleibol. Pero, sobre todo, lo que más le gustaba eran las deportistas. De entre todas ellas, Olga no era su favorita, aunque no negaría haberla examinado de arriba abajo en más de una ocasión, desde las sombras, con la confianza de quien sabe que no puede ser descubierto.
Ahora, esa confianza se había esfumado de golpe.
Igor pudo contemplar el cuerpo desnudo de Olga una última vez. Pero no fue excitación lo que sintió, sino terror. Pánico. Asco. Aquello ya no era un ser humano, sino poco más que un montón de carne. Y, desde un punto de vista egoísta, era también el billete que podía llevarlo de viaje sin retorno a la cárcel.
Nadie podía saber que él estuvo allí. Necesitaba mantenerse fuera de toda sospecha, tal y como hizo las veces anteriores. Para Igor, ya era algo habitual. El premio final compensaba el riesgo y la tensión. Transgredir la ley tenía su recompensa, aunque nadie pudiera entenderlo. Ah, pero claro que habría muchos otros que lo comprenderían, e incluso harían lo mismo si pudieran. Otra cosa era que se atrevieran a hacerlo o confesarlo. Igor, en definitiva, apelaba a su humanidad para enterrar su culpabilidad. Los instintos primarios son más poderosos que la razón.
¿Por qué había sido Olga la última del equipo en ducharse? ¿Por qué había tenido que hacerlo sola, después de que sus compañeras abandonasen las instalaciones? Esas eran preguntas para las que Igor no tenía respuesta. La chica de dieciséis años fue una víctima fácil ante la ausencia de testigos. Era un plan perfectamente orquestado. Excepto por un detalle. Un detalle del todo inesperado, imposible de predecir: la cámara.
Igor compró aquella diminuta cámara de vídeo por internet, en una tienda china. Su autonomía de diez horas, la gran capacidad de almacenamiento, la calidad de imagen y el diseño fácil de camuflar bien valían el precio que pedían por ella. Lo pagó con gusto. Después de la primera sesión, ya le parecía que estaba más que amortizada.
Tras dedicar varias semanas a estudiar los horarios y rutinas de los equipos del instituto, Igor se decidió a actuar. El riesgo siempre estaba presente, aunque se aseguró de reducirlo al mínimo siguiendo ciertas pautas. Actuaba los jueves, el día que estimó más propicio, ya que era cuando coincidían más sesiones seguidas de entrenamiento. Al menos, de los entrenamientos que a él le interesaban. Dejaba todo listo antes de marcharse a casa, tras las clases, y regresaba a última hora, poco antes del cierre de las instalaciones. Ésta era otra de las claves de su plan. En la última hora del jueves, allí sólo quedaban los integrantes del equipo masculino de fútbol, demasiado ocupados persiguiendo un balón en el campo de hierba contiguo como para vigilar la zona interior de vestuarios. Igor se infiltraba sin ser visto, recogía su cámara y volvía a casa con la ilusión de quien acaba de recibir un preciado regalo.
En total, casi ocho horas de grabación. Tal vez no pudiese aprovechar más de media hora de contenido, pero le parecía suficiente. Suficiente para esa semana. Siete días después, volvería a actuar.
Toda esa ilusión desapareció de golpe cuando Igor encontró el cuerpo ensangrentado de Olga tirado sobre las duchas del vestuario. Ni siquiera se detuvo a comprobar que de verdad estuviese muerta. Parecía demasiado evidente como para comprometer su propia seguridad. De hecho, de haber estado viva y consciente se habría convertido en un problema para él. Nadie debía saber que Igor se dedicaba a colarse en el vestuario femenino. Nadie debía verlo ahí. Nadie, sin importar el motivo. Es por eso que no se lo pensó dos veces antes de recoger su diminuta cámara de vídeo y salir corriendo del instituto.
¿Quién sería el siguiente en encontrar el cadáver? ¿El conserje? ¿La entrenadora del equipo, alertada por los padres de Olga acerca de la desaparición de su hija? Eso a Igor ya no le quitaba el sueño. Debía preocuparse por sí mismo antes que por una chica fallecida. Él, a diferencia de ella, aún estaba en peligro. Aún podía salvarse, tanto como podía acabar condenado. Igor no tenía ninguna excusa convincente para acceder a las duchas. No, él nunca había estado allí.
Los días transcurrieron más rápido de lo previsto, como si aquella primavera tratase de inmolarse en pos de un verano, si bien no más alegre, al menos no tan triste. Nadie olvidaría jamás a Olga, pero todos los alumnos y profesores debían seguir con sus vidas de la mejor forma posible. Quienes tampoco parecían dispuestos a olvidar lo sucedido eran los policías que, tras conceder un respetuoso aunque breve tiempo de luto, iniciaron los interrogatorios en busca del culpable. Las principales sospechosas eran sus propias compañeras de equipo. Un equipo que, en realidad, ya no existía, pues ninguna se sentía con fuerzas de lanzar a canasta mientras aquella pesadilla estuviese aún tan fresca en la memoria. Y eso por no hablar del miedo que sentían ante la posibilidad de ser las próximas víctimas. Sin culpable no hay motivo conocido, y sin detenciones no hay tranquilidad.
Si alguien sabía algo o tenía sospechas, nunca se supo. Todos y todas guardaron silencio. Igor también, pese a que era el único en posesión de la verdad. Una “verdad” en formato de vídeo de alta definición. Es por eso que Igor sabía que Olga no había sido asesinada por ninguna compañera, sino por otras dos chicas de su mismo curso. Fueron ellas quienes se aseguraron de esconder las pertenencias de Olga para que tardarse más tiempo que sus amigas en ducharse. La emboscaron y la asesinaron a sangre fría, acusándola de tontear, o quizá algo más, con el novio de una de ellas. Un crimen pasional perpetrado por menores de edad.
A pesar de que Igor sabía todo esto, no podía acudir a la policía. Hacerlo sería delatarse a sí mismo. La forma en que obtuvo las imágenes era un delito gravísimo. Ni siquiera se atrevía a enviarlo de forma anónima, por miedo a que los informáticos del departamento de policía rastreasen su procedencia. Durante un tiempo, prefirió callárselo.
Sin embargo, ese mutismo no sería eterno. La afición obsesiva de Igor se vio coartada por el crimen de aquellas dos chicas, pero ahora sabía cómo sacarle provecho. Al fin y al cabo, eran dos de sus alumnas, por lo que nadie sospecharía si les pedía hablar a solas después de clase. Ésa sería una ocasión inmejorable para exigir ciertos favores a cambio de su silencio…
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