Relato: La ira de Kwame
Relato: La ira de Kwame
Fecha de publicación: 5 de marzo de 2021
Autor: Chris H.
Categoría: Relatos
Etiquetas: Relatos
Fecha de publicación: 5 de marzo de 2021
Autor: Chris H.
Categoría: Relatos
Etiquetas: Relatos

La ira de Kwame

– PRIMER ACTO –

  A Kwame no le llevó más de un par de días localizar el escondrijo de los bandidos, y menos de diez minutos vaciarlo de escoria criminal. Cayó sobre ellos en mitad de la noche, como un halcón abalanzándose sobre conejos indefensos. Los pocos que pudieron alcanzar sus armas murieron con ellas entre los brazos. Eso, al menos, quienes tuvieron la suerte de conservarlos unidos al cuerpo.
  Los esbirros de Domai llevaban más de un año aterrorizando los pueblos del valle, siempre alejados de la capital, para evitar conflictos con los Caballeros Reales. Sabían lo que se hacían, no cabía duda. Asaltaban los emplazamientos menos defendidos y se marchaban antes de que la ayuda tan siquiera estuviese de camino. Pobre del soldado que se topase con ellos por casualidad, pues no volvería a prestar servicio en esta vida; quién sabe si en alguna otra.
  Durante meses, los malhechores robaron, asesinaron y violaron con total impunidad. El rey ignoró las súplicas de todos aquellos afectados que acudieron a la capital en busca de justicia, así como las de quienes temían convertirse en las siguientes víctimas. Los pocos soldados que envió a investigar jamás volvieron a ser encontrados. Se rumoreaba que Domai, el líder de la banda y supuesto conjurador de artes oscuras, alimentaba con sus cadáveres a demonios traídos del mismo infierno.
  No había en todo el reino más que seis personas capaces de plantar cara a Domai y los suyos. Seis guerreros que se habían ganado su puesto en la élite por méritos propios. Eran los Caballeros Reales, admirados y respetados por todos aquellos a quienes protegían. Sin embargo, de poco les servirían tales habilidades para solucionar este entuerto, mientras el rey mantuviera la prohibición de abandonar los muros de la ciudad. Sabía que dejarlos marchar sería arriesgarse a que el índice de criminalidad de la capital pudiera llegar a multiplicarse. No, no pensaba renunciar ni a uno solo de ellos.
  Los bandidos, guiados por un líder tan poderoso e inteligente como lo era aquel hechicero, supieron aprovecharse de la cobardía del monarca. Pasado un tiempo, llegaron a atreverse, incluso, a atacar los poblados próximos a la capital.
  Fue ahí donde cometieron el error que les costaría la vida.

– SEGUNDO ACTO –

  Kora era una humilde joven de los barrios medios de la capital, que se ganaba el pan con aguja e hilo, confeccionando prendas de vestir y remendando la tela que llegaba al taller de costura en que vivía de acogida junto con otras tres muchachas, ninguna de ellas mayor de veintidós años.
  Aunque aún tenía mucho que aprender, Kora había demostrado ser todo un portento de la costura. Tanto era así, que el taller en el que trabajaba no tardó en distanciarse de sus competidores, hasta el punto de que sus servicios comenzaron a ser requeridos por toda clase de miembros de la nobleza. En apenas unos meses, Kora había cambiado los caminos de tierra de su lugar de nacimiento por los elegantes paseos empedrados y extensos jardines del castillo.
  Pero la joven Kora jamás olvidó sus orígenes. Casi todas las semanas realizaba una escapada a la cercana aldea de Sacro Ocre, donde la esperaban con los brazos abiertos su madre y sus dos hermanos pequeños. Ellos tres, trabajadores de la tierra, se negaban a abandonar el legado que les había dejado el padre de Kora, quien había fallecido pocos años atrás debido a una enfermedad coronaria. Se sentían en deuda con él, y ésa era su forma de pagárselo. La propia Kora se sintió tentada a quedarse con ellos, pero su madre y hermanos prácticamente la obligaron a marcharse, pues eran conscientes de sus cualidades, y deseaban para ella una vida mejor que la que Sacro Ocre podía ofrecerle.
  A veces, Kora pasaba la tarde con ellos antes de regresar a la capital. Otras, decidía esperar hasta la mañana siguiente, pues aún conservaba su antigua habitación. Esto último fue lo que sucedió la noche en que la banda de Domai asaltó Sacro Ocre.
  Durante una de sus visitas de trabajo al castillo, Kora conoció a un soldado apuesto y gentil, seis años mayor que ella. Para sorpresa de la chica, el soldado, pese a su origen menos humilde, también era un entendido en sastrería, además de todo un amante de los tapices decorativos que adornaban el castillo. Kora se sintió emocionada de encontrar a un hombre con el que poder hablar de su pasión, algo que no resultaba en absoluto habitual. Por su parte, el soldado apreciaba la naturalidad de aquella muchacha, quien lo hablaba de igual a igual, como dos amigos, no como una ciudadana dirigiéndose a una figura de autoridad. La responsabilidad de su cargo lo había condenado a una vida de soledad… hasta que apareció ella.
  Para poder volver a verla, el soldado encargó un pequeño tapiz al taller de costura, con la condición de que fuese Kora quien lo tejiese y lo entregase en persona. Ella, que de ingenua no tenía un pelo, comprendió enseguida que los sentimientos que aquel apuesto soldado despertaba en ella eran correspondidos. La chica se comprometió a hacerle un segundo tapiz en su tiempo libre, sin cobrarle otra cosa más que un beso. Él se lo pagó por adelantado, con intereses.
  Cuando, tiempo después, llegó al castillo la noticia del asalto de los bandidos a Sacro Ocre, el soldado partió de inmediato, alarmado, ignorando sus obligaciones en la capital. Para él, no podía haber en todo el mundo un asunto más apremiante que aquel.
  Sus peores temores se hicieron realidad tan pronto como puso un pie en la aldea de Sacro Ocre. Fue la propia madre de Kora quien, desolada y al borde de la histeria, le informó, de la mejor forma que pudo, de lo sucedido. La banda de Domai no sólo había secuestrado a Kora, sino que también había asesinado a sus dos hermanos cuando trataban de protegerla.
  El soldado sintió la sangre tan ardiente, que por un momento creyó que emanaría de su interior como un volcán. Domai y los suyos acababan de enfadar a la persona equivocada.
  Y es que aquel soldado, un habilidoso espadachín llamado Kwame, era el miembro más joven de los Caballeros Reales.

– TERCER ACTO –

  El campamento de los bandidos quedó en silencio cuando el último de sus ocupantes dejó de respirar. De la espada de Kwame goteaba sangre. De sus brazos también, aunque estaba convencido de que no era suya. No toda, al menos. El resto del cuerpo tampoco había quedado impoluto tras semejante matanza; primero sigilosa, luego… no tanto.
  Pero aquella pesadilla estaba lejos de terminar. El corazón de Kwame anhelaba justicia. Domai pagaría por sus crímenes. Y lo más importante: encontrándolo a él, descubriría el paradero de Kora. De eso también estaba convencido. No quería ni plantearse la opción de que ya fuera demasiado tarde.
  Antes de acabar con el último de los bandidos, Kwame logró sonsacarle la ubicación de su líder. Domai se refugiaba en una caverna de la montaña que rodeaba aquel campamento. El acceso no era complicado, pues los esbirros del hechicero habían despejado de piedras el sendero que ascendía por la ladera, y que, al parecer, usaban con asiduidad.
  Así pues, el caballero se plantó ante la guarida de su enemigo, espada en mano, dispuesto a llevar a cabo su propósito. Para bien o para mal, todo acabaría allí. Las opciones de que ambos hombres volvieran a ver el sol se antojaban, cuanto menos, escasas. Uno y otro habían traspasado la línea de no retorno.
  Quienes dieron la bienvenida al intruso no fueron más bandidos, sino dos bestias que sólo los más optimistas clasificarían como una raza extrañamente grande de perro. Kwame tenía la sospecha de que la magia oscura de Domai y la existencia de semejantes criaturas estaban conectadas de alguna forma que prefería no saber. En cualquier caso, el soldado comprendió enseguida que aquellos dos perritos no se dejarían acariciar sin arrancarle la mano en el proceso.
  Una de las bestias gruñó al recién llegado, mientras que la otra, menos interesada en las amenazas, se abalanzó sobre él tan pronto como lo vio acercarse a la entrada de la cueva. Kwame le pagó con su misma moneda. El cánido creyó que aquel humano trataría de esquivarlo o defenderse; jamás habría pensado que se lanzaría contra él, aprovechando su propio impulso. La espada se incrustó en la cabeza de la primera bestia con tanta fuerza que apenas quedó visible el mango de la misma.
  Y eso era un problema.
  Cuando la segunda criatura idéntica pasó al ataque, Kwame se vio indefenso y desarmado. Obligado a cambiar de estrategia, optó por esquivar las dentelladas y los zarpazos mientras buscaba un plan alternativo.
  La brutalidad y fiereza de la bestia contrastaban con su falta de inteligencia y sensatez. En su cabeza sólo tenía un propósito: matar a aquel extraño. Esa ansia de sangre no nublaba su vista, pero sí su mente. Una vez más, Kwame aprovechó el ímpetu irracional de los guardianes de la cueva para dirigirlo, de forma literal, a su perdición. El caballero, fingiendo agotamiento, se mantuvo inmóvil hasta el último segundo, antes de rodar hacia un lado. La bestia falló de nuevo…, con la diferencia de que, en esta ocasión, no había nada más allá.
  El furioso rugido retumbó en la montaña, instantes antes de que la larga caída por aquella pared escarpada lo silenciara para siempre.

– CUARTO ACTO –

  Kwame recuperó su espada y accedió a la caverna de Domai. Lejos de sentirse exhausto por todos los obstáculos que había tenido que superar para llegar hasta allí, parecía más lleno de energía que nunca. La adrenalina lo mantenía activo, en plenas facultades físicas y mentales.
  Una vez dentro de la cueva, el Caballero Real se topó con otra de aquellas criaturas infernales. Esta vez se trataba de un murciélago gigante, que no dudó en lanzarse hacia él con sus enormes alas. Mala decisión, la suya, el convertirse en el objetivo de la ira de Kwame. Éste respondió con un golpe tan potente como veloz. Pese a la penumbra en que se hallaban, fue un impacto preciso. Un tajo letal. La mitad del murciélago cayó al suelo, a la izquierda del soldado. La otra mitad, a su derecha. La sangre brotó en todas direcciones.
  Kwame escupió y se limpió los ojos antes de proseguir. Aunque iba cubierto de sangre de la cabeza a los pies, la higiene era la menor de sus preocupaciones en ese momento.
  Lo que encontró dentro de aquella guarida secreta, en las profundidades de la montaña, no era otra cosa más que un tétrico laboratorio, iluminado por varios candelabros que colgaban de los muros. Las mesas y estanterías estaban repletas de extraños cachivaches, plantas, botes con líquidos de varios colores, libros y, lo menos agradable de la escena, diversos restos de animales.
  Entre tanto cadáver, sólo había un único ser vivo a la vista: el propio Domai. No parecía asustado ante la presencia del caballero, sino, en cierto modo, interesado en conocer al intruso. Desbordaba confianza. Quizá fue por eso que no tuvo tiempo de reaccionar cuando la espada le atravesó el pecho. El hechicero, que estaba a punto de comenzar a hablar, no esperaba ser interrumpido de forma tan violenta. Y tampoco esperaba que el soldado le arrojara su arma desde lejos, cual jabalina. No era, desde luego, el comportamiento que habría predicho de un Caballero Real.
  Y es que no tuvo en cuenta un factor determinante: la ira.
  Kwame se aproximó a Domai, quien yacía en el suelo, aún asimilando lo ocurrido, con la espada clavada en el pecho. El caballero le puso un pie en el hombro, para hacer de resistencia, y tiró con fuerza del mango de la espada. Al quedar al descubierto, la herida comenzó a formar un charco de sangre en el suelo.
  —¿Dónde está Kora? —fue lo único que dijo, con voz ronca.
  El líder de los bandidos, tembloroso y asustado, señaló hacia una pequeña mesa del rincón, que más bien parecía un altar. Como agradecimiento por la información, y con el agravante de todas sus fechorías anteriores, Kwame le atravesó el cuello con la espada, con tanta fuerza que ésta quedó clavada en el suelo terroso de la cueva.
  El caballero corrió en busca de su amada. Sin embargo, al acercarse a la mesa, no halló pista alguna de su localización. No estaba sobre la mesa, ni tampoco junto a ella. No había puertas, trampillas secretas o jaulas cercanas en que pudiera estar encerrada. Lo único que llamó su atención, en todo caso, fue una hoja de pergamino que el hechicero había extendido sobre la superficie de madera.
  Según pudo leer, eran las instrucciones para llevar a cabo lo que se denominaba como un “conjuro temporal”. Kwame lo leyó con atención, tan intrigado como preocupado. Si lo que indicaban aquellas líneas era cierto, Domai pretendía invocar a Zaleria, la princesa del inframundo; un nombre que el más joven de los seis Caballeros Reales no había oído jamás. Para llevar a cabo tal conjuro, entre otros muchos requisitos, se hacía imprescindible la presencia de una mujer joven, bella y saludable. Sólo de esta manera, según aseguraba el pergamino, la princesa del inframundo aceptaría ocupar el cuerpo ofrecido como recipiente.
  ¿Acaso Kora había sido poseída por Zaleria? De ser así, debía buscarla y atraparla, asegurándose de no hacerle daño, pues, como bien indicaba el pergamino, no se trataba más que de un conjuro temporal. Kwame esperaría tanto tiempo como fuese necesario; se aseguraría de proteger a Zaleria con su vida hasta tener de vuelta a su amada Kora.
  Antes de iniciar la búsqueda, el caballero decidió buscar más datos acerca de aquella princesa infernal. Suponía, de forma acertada, que Domai se habría informado en profundidad antes de arriesgarse a invocar a tan peligrosa criatura. Kwame encontró lo que buscaba en un viejo tomo de tapas negras; una especie de enciclopedia ilustrada que pondría los pelos de punta hasta al más valiente.
  Kwame avanzó hasta las páginas finales, sin detenerse a leer más que dos o tres líneas intermedias, pues sólo uno de aquellos espantosos seres, reales o ficticios, era de su interés. Zaleria ocupaba la primera posición dentro de la lista de demonios que comenzaban con aquella inicial.
  El caballero no llegó a leer la descripción de la princesa del inframundo. Por unos segundos, su corazón dejó de latir. Lo que acababa de ver le produjo tal conmoción, tal aflicción, que el libro se escapó de sus manos y fue a parar al suelo.
  El grito de rabia y dolor de Kwame habría despertado a todos los bandidos de la región, si hubiese quedado alguno con vida.
  La ilustración que adornaba la página de Zaleria no dejaba lugar a dudas: la princesa del inframundo tenía forma de murciélago gigante.


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2 Comentarios

  1. XexuWilder

    Ha sido muy entretenido, salvaje y rápido!!

    Podías hacer más jajaja

    Responder
    • Chris H.

      Era la intención, pero el agobio que llevo encima no me permite dedicar a los relatos el tiempo que se merecen.

      ¡Intentaré no haceros esperar tanto para los siguientes!

      Responder

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  1. XexuWilder

    Ha sido muy entretenido, salvaje y rápido!!

    Podías hacer más jajaja

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    • Chris H.

      Era la intención, pero el agobio que llevo encima no me permite dedicar a los relatos el tiempo que se merecen.

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