Relato: Elixir de la eterna juventud
Relato: Elixir de la eterna juventud
Fecha de publicación: 2 de abril de 2023
Autor: Chris H.
Categoría: Relatos
Etiquetas: Relatos
Fecha de publicación: 2 de abril de 2023
Autor: Chris H.
Categoría: Relatos
Etiquetas: Relatos

Elixir de la eterna juventud

  No hay mayor error que confiar ciegamente en nosotros mismos, ni mayor traición que la procedente de nuestras propias mentes. Incluso la gente que asegura no confiar en nadie, suele cometer el error de otorgar demasiado valor a sus propias creencias. A su visión sesgada de la realidad. A su capacidad de errar.
  Nadie se traiciona a sí mismo a propósito, mas nadie está libre de dicha traición.
  El supuesto don de la inmortalidad, para muchos, sería más bien una maldición. En este debate hipotético, nadie debería buscar llevar la razón, sino aportar su visión personal. Lo que es bueno para unos, no tiene por qué serlo para otros. Como en todo debate, cada uno de los participantes está condicionado de múltiples maneras. La realidad, hasta cierto punto, es subjetiva.
  Alí siempre fue un chico de acción. Jamás habría participado en una discusión de este estilo, ya que habría preferido dedicar el tiempo a obtener respuestas o soluciones. Mientras otros malgastaban horas y horas divagando entre sueños y anhelos, él los convertía en realidad. Decidido, valiente y, por qué no decirlo, imprudente. No siempre pensaba antes de actuar, pues era rápido en el arte de «pensar actuando».
  Todos los niños conocían los relatos del elixir de la eterna juventud. Un supuesto cuento de hadas al que ningún adulto prestaba ya atención. Quizá por hallarse sobre la fina línea que separa ambas etapas de la vida, Alí podía considerarse en una posición ventajosa. Tenía la ilusión de un niño y la libertad de un adulto. Una libertad que, como la inmortalidad, alguno también podría considerar más una maldición que un don. A sus dieciocho años, Alí era huérfano y vivía en la calle. Robaba comida y ropa por necesidad. Nunca empleaba la violencia, pero tampoco mostraba intención alguna de cambiar su condición. O eso creían los demás. En realidad, Alí tenía un plan. Uno que jamás compartió con nadie, pues no habría sido tomado en serio.
  Alí quería convertirse en un ser inmortal.
  Según las leyendas, el elixir de la eterna juventud se hallaba en un templo semienterrado, en mitad del desierto. Su localización estaba bien documentada, aunque no eran muchos los que se habían atrevido a viajar hasta allí, y menos aún quienes volvieron con vida… y las manos vacías. Casi todos se rendían ante el mayor de los obstáculos: el miedo.
  Alí, a diferencia de ellos, no tenía nada que perder. Pero no sería el primero en atravesar el umbral de la cobardía (baluarte de la supervivencia), y probablemente tampoco el último. Impulsados por la necesidad o el ansia de poder, hubo otros que optaron por internarse en las profundidades del templo, para nunca volver a ser vistos. Al menos, así es como solían terminar los cuentos que los padres contaban a sus hijos, para convencerlos de que, por muy emocionantes que fuesen las aventuras de esos relatos, jamás debían osar imitarlas.
  Pero Alí no tenía padres que lo detuvieran.
  Para llegar al templo, el chico se hizo con un camello. A cambio, tuvo que pagar el precio exacto que uno quiera otorgar al riesgo de ser atrapado robando. Aunque su ciudad era la más próxima a aquel lugar remoto y abandonado, por delante le esperaban dos semanas de viaje. Mucho tiempo para quien lucha por sobrevivir; apenas un suspiro para quien aspira a la inmortalidad.
  «¿Por qué alguien erguiría un templo en mitad de la nada?», se preguntaba Alí. No había a su alrededor ninguna ruina que atestiguara la presencia de una civilización antigua. Cualquier experto coincidiría en que la respuesta debía de hallarse bajo el manto de arena, un lugar al que, desde siglos atrás, ni el sol ni los viajeros podían llegar.
  Con, quizá, una única excepción: la entrada del templo.
  Alí no titubeó antes de poner un pie dentro de los pasillos de piedra amarillenta. Cualquier rastro de duda fue exterminado antes de iniciar el viaje. De lo contrario, jamás se habría aventurado a atravesar el desierto con tan poca preparación. La travesía hizo mella en su estado físico, aunque no tanta en su mente. El sueño de la inmortalidad era el motor que movía sus piernas y, con la inestimable colaboración del corazón, bombeaba sangre por todo su cuerpo.
  El templo estaba vacío. No la clase de «vacío» que se alcanza con la ausencia de personas, sino con su tránsito constante y temporal. Ladrones, saqueadores y oportunistas arramblaron con todo lo que pudiera ser vendido o fundido. Si dejaron los muros intactos, fue gracias a que no pudieron llevárselos. De haber sido de oro, sin duda hubiesen encontrado el modo de transportar pieza a pieza.
  Cuando el templo perdió todo su contenido, también dejó de recibir visitas. Al menos, por un tiempo. Fue al leer un viejo pergamino rescatado del templo, del que ya no queda ni el más mínimo fragmento, cuando surgieron las primeras historias sobre la diosa Ninhursag y su capacidad de otorgar la vida eterna.
  Según aquellos que tuvieron la suerte de leer el pergamino, la civilización que adoraba a Ninhursag jamás habría osado ambicionar la inmortalidad. Esta era una condición divina, no apta para humanos. Quien considerase lo contrario estaría cometiendo blasfemia, concluyeron.
  El tiempo se encargó de enterrar la ciudad, gran parte del templo y, no menos importante, el respeto de la raza humana hacia aquellos dioses concretos. Una religión dio paso a otra, y esta a muchas otras más, cada una con sus propias figuras y peculiaridades. De no ser por aquella leyenda transmitida de generación en generación, los dioses antiguos habrían caído en el más absoluto olvido.
  Pero una divinidad es tan poderosa como lo es el fervor de su adoración recibida. Ese, y no otro, es el motivo de que la diosa Ninhursag, en su propia búsqueda de la inmortalidad, recibiese de buen grado a aquellos escasos y temerarios visitantes que deseaban alcanzar un estado cuasidivino. Ese, y no otro, fue el motivo de que Alí viese respondidas sus plegarias.
  En la sala más recóndita del templo, que la arena, milagrosamente, aún no había reclamado como suya, se alzaba un altar de piedra delicadamente tallada. Allí, con el corazón acelerado y bajo la única iluminación de un candil que portaba en su mano izquierda, Alí vio surgir una figura de entre las sombras. Aunque no podía verla, era la mujer más bella que jamás hubiese tenido el placer de admirar. Aunque no podía oírla, su voz le transmitía una calma indescriptible. Los nervios que atenazaban sus músculos se desvanecieron, como si su mente acabase de aprender a combatirlos. Por primera vez, la vida tuvo sentido. Un sentido superior, que él era incapaz de comprender. Y eso, lejos de confundirlo, lo sumió en la felicidad.
  Ninhursag pronunció multitud de palabras ininteligibles, hasta que, al fin, Alí logró entenderlas.
  —Sé a qué has venido.
  Había mucho que aquel chico quería decir. Ojalá hubiese podido transmitir sus pensamientos intactos, tan puros como los sentía. Pero sabía que debía elegir cuidadosamente las palabras, o todo aquello habría sido en vano.
  —¿Son ciertas las leyendas? —preguntó—. Sobre el elixir de la eterna juventud…
  —No es un elixir —replicó Ninhursag—, sino una decisión. ¿Deseas someterte a ella?
  —Es tarde para echarme atrás. —Alí se sorprendió ante su propia confianza.
  —No serías el primero —aseguró ella—. Muchos han sido incapaces de afrontar la decisión.
  Por algún motivo, Alí sintió celos. ¿Cuántos estuvieron en su misma situación antes que él? Quizá no fuese tan especial como creía. Quizá no fuese merecedor.
  —¿Es una decisión definitiva? —preguntó, tratando de aprender más sobre ella.
  —Todas lo son —sentenció Ninhursag—. Incluso aquellas que puedan ser rectificadas.
  El chico no estaba seguro de comprenderlo.
  —Dime qué tengo que hacer, por favor —rogó él—. Estoy preparado para la prueba.
  Ninhursag no había dicho nada sobre ninguna prueba. Así era como lo veía él.
  —Está bien. —La sonrisa de la diosa le arrebató la respiración por unos instantes—. Te daré dos opciones. Las mismas que he dado a todos aquellos que vinieron antes que tú. Y deberás elegir.
  Alí tragó saliva.
  —Te escucho. ¿Qué opciones son esas?
  —En una, morirás ahora mismo. En la otra, obtendrás la vida eterna.
  —¿Y ya está? —Alí no daba crédito—. ¿Se supone que debería tener dudas?
  —No he terminado —lo interrumpió Ninhursag—. Piénsatelo bien. Una opción te condena a una vida de sufrimiento eterno, a la pérdida de todos tus seres queridos, a guerras, enfermedades, crueldad, injusticia, odio…
  —¿Acaso la muerte no es eso mismo? —replicó Alí con firmeza, convencido de sus palabras.
  —Si eliges la otra opción —siguió la diosa—, te ahorraré todo el dolor y sufrimiento de una vida humana. Todo acabará aquí y ahora. Esta es la decisión que debes tomar. Una opción sigue el curso de la naturaleza, mientras que la otra desafía el ciclo de la vida y la muerte que define vuestra existencia. Y hay algo más. Mientras que una opción te llevará a permanecer por siempre a mi lado, enterrado bajo este mismo desierto, en la otra serás abandonado en una remota isla desierta, alejada de todo rastro de civilización.
  Un matiz importante.
  —Así que esta decisión tiene trampa… —Alí asintió, pensativo—. ¿Podría morir de hambre en aquella isla lejana?
  —El hambre no volverá a ser un inconveniente, escojas lo que escojas —aseguró Ninhursag.
  Alí no se conformaría con eso.
  —¿Qué pasa si elijo la inmortalidad… y alguien me corta la cabeza? ¿Tendré que vivir decapitado por siempre jamás?
  —Nadie podría cortarte la cabeza —respondió Ninhursag—, pues ello conllevaría perder tu inmortalidad. Tómate el tiempo que necesites —añadió—. Ten en cuenta que es una decisión definitiva. No podrás retractarte después.
  Alí no necesitaba pensarlo. Comprendía que la decisión consistía en elegir el menor de dos males, pero, para él, la diferencia entre uno y otro era abismal. Aun así, quería asegurarse.
  —Antes has dicho que estaría obligado a tomar una decisión —recordó el chico—. Pero ¿qué me impide darme la vuelta y volver a casa?
  —Nada. —La respuesta tajante de Ninhursag lo sorprendió—. Rechazar ambas opciones es una opción en sí misma. Una que muchos otros tomaron antes de tu llegada. Mas hay algo que debes saber. Si optas por la tercera senda, nunca podrás regresar. Olvidarás haber estado aquí, olvidarás haberte encontrado conmigo y olvidarás tu anhelo de inmortalidad.
  ¿Debía renunciar a ello, ahora que estaba tan próximo a lograrlo? ¿Debía aferrarse a su humanidad pese a todo? ¿Seguiría siendo él mismo después de aquella decisión? Las tres opciones cambiarían su vida para siempre. Lo cambiarían a él. Alí dejaría de ser Alí. Así pues, la pregunta que debía hacerse era: ¿en qué Alí quería convertirse? ¿En uno libre de sufrimiento, en uno sometido a la angustia de la eternidad o en uno resignado a su vida anterior?
  —Deseo la inmortalidad con todo mi corazón.
  Esa fue su respuesta. Esa fue su decisión. Ese fue su error.
  —¿Estás seguro?
  —Lo estoy.
  —Así será —sentenció Ninhursag.
  Alí dejó el candil en el suelo y se preparó para… lo que sea que estuviese a punto de suceder.
  —¿Cómo llegaré a la isla desierta?
  —No es esa la opción que has tomado —replicó Ninhursag.
  Como se exponía al principio del relato, Alí acababa de ser traicionado por sí mismo. Por su mente. Por sus juicios erróneos. Una de las opciones le otorgaría la vida eterna, mientras que la otra acabaría con su vida en un instante. Una opción lo exiliaría a una isla lejana, mientras que en la otra acabaría enterrado bajo la arena.
  Pero esas opciones no se correspondían como él creía.
  Si hubiese elegido morir, su cuerpo habría sido abandonado en una isla remota. Al haber optado por aferrarse a una vida ilimitada, también eligió ser enterrado bajo el vasto manto del desierto. Pasaría toda la eternidad arrepintiéndose, incapaz de moverse, incapaz de respirar, con los pulmones llenos de arena, agobiado, dolorido, angustiado, aterrorizado, y, lo peor de todo, consciente. Lo que cualquiera hubiese definido como una de las peores muertes posibles, para él sería toda una vida, tan larga como la propia existencia del planeta.
  Y Ninhursag también se beneficiaría de ello, pues Alí jamás se olvidaría de aquella deidad, como tampoco lo harían todos los demás que compartían un destino semejante. Ninhursag no necesitaba que la idolatraran. Le bastaba con que nunca, jamás, la olvidaran. Ese era su «elixir de la eterna juventud». Ese era su secreto para la inmortalidad.


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