El dilema de Pip
La salida del sol marcaba la hora límite. Nadie debía volver a la colonia bajo la luz diurna, pues se arriesgaba a atraer a las criaturas. Si uno de esos monstruos sanguinarios, llegados de otro planeta, localizaba la colonia subterránea, sus habitantes tenían dos opciones: huir o morir. A veces, ni siquiera tenían tiempo de elegir. Las instrucciones eran claras: salir solo de noche. Eso conllevaba una segunda regla implícita: regresar antes del amanecer. Si alguien se desorientaba y tardaba en localizar el camino de vuelta a casa, debía, por su honor, alejarse todo lo posible de la colonia antes de ser descubierto. Con suerte, nunca lo sería. Con menos suerte, al menos, sus familiares y amigos no pagarían los platos rotos. Excepto, claro está, por la parte emocional.
Hacía catorce días que Pip no salía de la colonia, nombre con que denominaban a los pocos asentamientos subterráneos que sobrevivieron a la invasión alienígena. Tras casi tres siglos de ocupación, todo cuanto quedaba de las grandes ciudades de la superficie se había reducido a ruinas cubiertas por la vegetación. Los alienígenas establecieron sus propios hogares, cerca de lo que ellos consideraban puntos estratégicos. Y, después, comenzaron a multiplicarse y expandirse.
Pip era un superviviente involuntario. Una víctima de las circunstancias. Nació en la colonia subterránea, como sus padres, sus abuelos y muchos otros predecesores antes que él. Allí había pasado sus diez años de vida. Se limitaba a obedecer, pues lo contrario significaba la muerte. Lo sabía bien. En tan solo diez años, había visto desaparecer a tanta gente…
Pero no podían quedarse ocultos bajo tierra. Necesitaban comer. Necesitaban recolectar plantas y cazar pequeños animales. Necesitaban madera de los árboles y minerales de las viejas minas. Por lo tanto, todos debían arrimar el hombro. No todos podían hacer las mismas tareas, pero había tareas que todos podían hacer. Y, así, mínimo una vez a la semana, los habitantes de aquella colonia subterránea se aventuraban al mundo exterior. Siempre bajo el manto nocturno, siempre alejados de los campamentos alienígenas. Algunos terminaban en apenas un par de horas; otros, necesitaban días. No era de extrañar que aquellos que emprendían viajes largos pudiesen no regresar jamás.
La tarea de Pip no era tan arriesgada, siempre y cuando tuviese presente en todo momento los límites que no debía sobrepasar. Límites geográficos, sí, pero también de ambición. Siempre era mejor volver con las manos vacías que no volver.
La tarea de Pip, insisto, no era peligrosa. Su grupo debía dirigirse a la floresta del oeste en busca de piñas secas. En condiciones normales, una batida sería suficiente. Si no perdían el tiempo, podían estar de vuelta en casa en poco más de dos horas, dos horas y media como mucho. De ser necesario, aunque rara vez lo era, podían realizar una segunda batida, solo con los caminantes más veloces.
Esta era una de esas ocasiones especiales. La semana anterior, Pip estuvo enfermo. Nadie lo obligaría a trabajar en semejantes condiciones, por supuesto. A cambio, eso sí, se esperaba de él un esfuerzo extra que compensara su necesario y merecido descanso. Lo cual, dada su misión posterior, implicaba participar en la mencionada segunda batida opcional. No lo haría solo, pues Merli se hallaba en su misma situación. Pasaban tanto tiempo juntos, que era de esperar que también compartieran enfermedad.
Los dos jóvenes emprendieron el animado camino a la floresta, en lo que, para ellos, estaba más cerca de ser un momento de ocio que un trabajo. Salir al exterior, en las condiciones adecuadas, suponía un respiro dentro de la agobiante monotonía subterránea. De la normalidad de la colonia. Una resignación que nunca debió ser tal cosa, de no haber sido por la llegada de las criaturas del espacio.
De vez en cuando, en su travesía por la floresta, se cruzaban con alguna seta comestible o alguna flor con propiedades curativas. Aunque no fuera su cometido principal, no serían tan descuidados de mirar para otro lado. Siempre había espacio para cualquier aportación adicional a la comunidad. El espíritu colectivo ardía en sus corazones por encima de la individualidad. Así habían sido educados, más por necesidad que por cuestión de valores.
Por eso, cuando se toparon con el cantor de pico dorado, se olvidaron de las piñas por un instante. Era un ave de tamaño medio, no muy sabrosa, aunque sí nutritiva. El cantor de pico dorado era especialmente valorado por la tonalidad de sus plumas, cuyo color parecía cambiar dependiendo del ángulo en que se contemplasen. Eso lo convertía en el rey de los ornamentos; un título del que jamás podrían sentirse orgullosos, pues ninguno de ellos vivía lo suficiente como para apreciarlo.
Era evidente que aquel cantor no podía volar. No podía haber en todo el mundo una presa más fácil que un pájaro incapaz de alzarse a los cielos. En tierra, era un animal lento. Aunque no lo suficiente lento como para aceptar su condición de presa. Merli cogió una piedra para convencerlo de entrar a su bolsa. Bastaría con un golpe rápido, preciso y potente. No sentiría dolor.
—Espera.
Pip se interpuso de manera tan inesperada que sintió el tacto de la piedra sobre el dorso de su mano. Por suerte, Merli se detuvo a tiempo.
—¿Quieres hacerlo tú? —preguntó, extrañado.
Pip negó con la cabeza y señaló al cantor, como si acabara de ser consciente de algo vital.
—Algo le pasa. Por eso no puede volar.
—Ya veo… ¿Y qué?
—No me parece bien atacar a un animal enfermo.
Merli no supo si reír. ¿Aquella era la idea de Pip de una broma? ¿O acaso hablaba en serio? En sus diez años de vida, nunca había dicho una tontería semejante.
—¿Qué importa que esté enfermo? —Merli quería asegurarse de que no le estuviera tomando el pelo—. No hace falta que nos lo comamos. Sus plumas están intactas. Seguro que a…
—¿Vamos a matar a un animal para quedarnos sus plumas? —lo interrumpió Pip, incómodo.
—¿No es lo que hace todo el mundo?
—Se supone que cazamos por necesidad. Para comer. Por muy bonitas que sean las plumas, ¿justifica quitar una vida?
Pues claro que no, ¿verdad?. Dicho así, cualquiera estaría de acuerdo. Cualquiera debería estarlo. En realidad, no tantos lo estaban. A la mayoría, probablemente, les daría igual.
—Pip, ¿a qué viene esto? —Merli lo miró con incredulidad, aunque algo preocupado—. Es solo un pájaro que está a punto de morir.
—¿Te parecería bien que las criaturas matasen a nuestros familiares cuando estuviesen a punto de morir? —Pip ya no titubeaba—. ¿No merecemos todos una muerte digna?
—Vale, ¿y qué propones? —Merli empezaba a mosquearse—. ¿Sobrevivir a base de flores? Porque, si hacemos eso, le estaremos robando la comida a otros animales, y morirían de hambre. ¿Nos comemos la comida de nuestra comida?
Pip rió, más por la forma en que lo dijo que por el mensaje en sí. Merli tenía razón, eso era un hecho innegable. Pero Pip no creía tener menos razón que su amigo. No había una solución buena y una mala.
Si considerar a los pájaros su comida era una justificación en sí misma para matarlos, ¿qué motivo tenían para odiar a las criaturas? Para los alienígenas, ellos eran comida. Los pájaros, comida de su comida. Las flores, comida de la comida de su comida. En definitiva, todos, excepto las propias criaturas, eran comida comiendo comida. ¿Debían resignarse a tal destino aquellos que no ocupasen la cúspide de la cadena alimenticia? ¿Qué sucedería si, en el futuro, aparecía otra raza alienígena que se alimentase de criaturas?
Pero, claro, había un detalle que lo cambiaba todo. El detalle de que una de esas especies era la suya. Eran los protagonistas. Por eso tenían justificado hacer a otras especies animales lo mismo por lo que ellos vivían aterrorizados bajo tierra. E incluso lucían con orgullo partes de esas presas, a modo de adorno. Y eso era lo que le parecía mal a Pip. Sí, había tardado diez años en darse cuenta, pero al menos lo había hecho. Se había puesto en la piel de otros. Tal y como hemos hecho todos ahora, al reflexionar sobre sus pensamientos.
Aun así, habrá quien siga pensando, y es respetable, que Pip se equivoca. Que un simple pájaro silvestre nunca puede ser considerado una forma de vida igual que la de los miembros de la sociedad civilizada de la colonia. Es cuestión de puntos de vista y empatía.
No es fácil ponerse en la piel de otros, no. Excepto, quizá, para los alienígenas, quienes, literalmente, vestían con la piel de otras especies. Ellos no solo cazaban para alimentarse. Cazaban por ocio. Exhibían los cadáveres de sus presas en las paredes, como trofeos. Descuartizaban a ciertos animales para emplear sus extremidades como «amuletos de buena fortuna». Tal vez Pip estuviese siendo un hipócrita, pero se aseguraría de no parecerse jamás a esas criaturas sanguinarias, llegadas de otro planeta, que se denominaban a sí mismos «humanos».
0 comentarios