Casos sin resolver
La televisión nunca se hacía eco de las muertes violentas producidas en barrios humildes. Jamás aparecían en las portadas de los periódicos, y rara vez en el interior. Nadie mostraba su consternación en redes sociales. A veces, ni siquiera los propios vecinos daban importancia a un crimen producido a pocos metros de su rellano. Algunos, incluso, culpaban a la víctima. «Se juntaba con quien no debía». «Estaba claro que ese estilo de vida le acabaría pasando factura». Justificar una muerte de tal forma que beneficie nuestra superioridad moral es tan innecesario como humano.
Para Jerry, aquellos eran los crímenes más importantes. Los que daban sentido a su trabajo. Nació y creció rodeado de más sueños que realidades, en una sociedad decidida a ignorar sus problemas, como un niño que se tapa los ojos creyendo que así estará a salvo. Jerry, por el contrario, era un niño con los ojos bien abiertos. Quizá, por eso, desarrolló una vista analítica fundamental para su cargo, años después, como detective de la policía.
Sus propios compañeros cuestionaban la insistencia de Jerry en trabajar casi exclusivamente en los barrios humildes. El peligro era mucho mayor. El reconocimiento, muy inferior. El salario, idéntico, sin extras. ¿Por qué hacer más y en peores condiciones a cambio de lo mismo? Ellos no lo entendían.
No es que Jerry fuese considerado una especie de héroe entre la gente menos afortunada, ni mucho menos. La fama y el agradecimiento no eran sus metas. Lo que hacía, lo hacía por sí mismo y por su familia. Su sueño de niño no era ser policía, sino poder resolver todos aquellos crímenes en la sombra, de otro modo rápidamente olvidados. El cargo, en todo caso, era su tarjeta de acceso. Su invitación a la fiesta. Su permiso oficial para moverse por la escena del crimen sin ser expulsado ni cuestionado. Allí, mandaba él.
Aquella noche, Jerry tendría un nuevo escenario en el que mandar. El encargado de un casino local informó a la policía de que uno de sus empleados, un tal George, no había acudido a su puesto a la hora prevista, ya entrada la noche. Era un comportamiento inusual en él, siempre puntual, siempre modélico. Tampoco respondía a las llamadas, lo que enseguida encendió todas las alarmas. El encargado se temía lo peor, pues sabía que George estaba atravesando un mal momento personal. Su mujer lo había abandonado apenas una semana atrás, llevándose a los dos hijos que tenían en común. Por lo tanto, temía que pudiese llegar al extremo de hacerse daño a sí mismo.
La escena del crimen no escatimaba en «daño», aunque no del tipo que uno sería capaz de infligirse a sí mismo; salvo que se odie mucho y durante mucho tiempo. Las marcas de tortura eran evidentes. Le habían cubierto la boca con cinta adhesiva para que no pudiese gritar, lo que podría asociarse a una intención clara de no darle una muerte rápida ni limpia.
—Si tuviese que apostar —dijo Peter, uno de los agentes encargados de fotografiar la escena—, pondría todo mi dinero en la casilla del ajuste de cuentas.
—¿Tan pronto descartas el robo? —preguntó Jerry, en tono amistoso, para ponerlo a prueba.
—Si obviamos la sangre del suelo y el antiestético cadáver, diría que esos supuestos ladrones se han tomado muchas molestias en dejar todo bien ordenado y colocado.
—Hasta la puerta.
El joven agente se giró hacia allí, confundido.
—¿Qué pasa con la puerta?
—Nada —respondió Jerry—. Está intacta, al igual que las ventanas. Lo que significa que la víctima dejó pasar a su ejecutor por propia voluntad. Si pudiera hablar, nos diría cuánto se arrepiente de ello, no me cabe duda. Pero no podría negar que lo hizo.
—Supongo que sí. —Peter se encogió de hombros—. Aun así, me temo que, sin testigos ni pistas, no hay mucho más que podamos hacer nosotros.
—No todas las pistas son obvias —replicó el detective.
—¿De verdad vais a quedaros?
—Alguien tiene que hacerlo.
—Eso no es del todo cierto —insistió Peter—, pero no seré yo quien os detenga. Buenas noches, Jerry. ¡Y buena suerte, Elaine! —añadió antes de irse.
La mujer le hizo un gesto de despedida con la mano. Estaba arrodillada junto al cuerpo sin vida de George, observándolo de arriba abajo una y otra vez, como si esperase que en cualquier momento fuese a desperezarse y levantarse tras una larga siesta. No fue hasta que su compañero y ella se quedaron a solas cuando la detective Elaine volvió a ponerse en pie.
—Detecto un olor más fuerte que el de la sangre: el de otro crimen olvidado en el tiempo.
—¿Por qué estáis hoy todos tan pesimistas? —bromeó Jerry.
—Si fuese pesimista, no estaría aquí, te lo aseguro.
El detective caminó con parsimonia alrededor del cadáver, procurando no pisar los restos de sangre. No necesitaba examinar la escena ni un segundo más, pues ya había visto todo lo que necesitaba.
—Me parece humillante que no retiren el cuerpo hasta dentro de unas horas. ¿Crees que dejarían a un ricachón pudriéndose en el suelo de su mansión toda la noche?
—Así funcionan las cosas aquí desde siempre —sentenció Elaine con indiferencia—. ¿No fue eso lo que me dijiste?
—El hábito no lo hace menos humillante. —Jerry suspiró—. Creo que tú y yo somos los únicos mínimamente interesados en este caso. ¿Esas fotografías que han hecho? Irán directas de la tarjeta de memoria de la cámara a la carpeta de un ordenador que jamás será revisada. Las etiquetarán, almacenarán y olvidarán con la misma rapidez.
Elaine torció el gesto.
—¿Cómo puede seguir afectándote tanto a estas alturas?
—Sé que no debería —reconoció el detective—, pero… no lo puedo negar: me quema por dentro. Por Dios, es que ni siquiera se esfuerzan.
—Lo dices como si fuera evidente.
—¿Y no lo es? —Jerry abrió los brazos—. Empecemos por lo obvio: ha sido un ajuste de cuentas. Hasta alguien tan carente de motivación e intención como Peter lo sabía. ¡Bravo! —añadió en tono irónico—. Pero, viene a fotografiar la escena del crimen, y ¿ni siquiera se da cuenta de que la puerta de la casa está intacta?
—Ahora ya lo sabe —concluyó Elaine—. «La víctima conocía a los asaltantes», y todo eso.
—¿De qué le va a servir? —Jerry negó con la cabeza, resignado—. Te voy a decir exactamente lo que harán. Primero, culparán a la nueva pareja de su exmujer. Si no la tiene, la sospechosa será ella misma. Perderán el tiempo interrogándola, hasta convencerse de que aquella pobre mujer no tuvo nada que ver. Y, entonces, creerán haber estado siguiendo una pista falsa. Darán el caso por cerrado ante el menor signo de frustración. Rechazarán una premisa correcta por culpa de una conclusión errónea.
—Entiendo —asintió la detective—. Es como si pensaran que el asesino es un hombre, pero descartaran esta idea después de declarar inocente al primer hombre que interrogan.
—Es exactamente eso. —Jerry señaló hacia la puerta, molesto—. Tienen todas las pistas delante de sus perezosas narices. Que George conociese a los asaltantes, por usar tus palabras, no implica que su exmujer tenga que estar relacionada con el crimen. Del mismo modo, que su exmujer y su círculo cercano no sean los culpables, no quita que su reciente separación haya sido una condición importante. Tienen tantas ganas de olvidar el caso, que basta con un pequeño desvío en el desarrollo de una premisa para hundir todo el castillo de naipes. Y no porque sean idiotas, sino porque lo están construyendo con prisa, con cartas desiguales y con los ojos vendados.
—Ha quedado claro —lo interrumpió Elaine, sin poder contener la risa ante la obcecación de su compañero—. Pero, debo insistir: ¿de verdad te parece tan evidente?
Jerry se rascó el cuello, pensativo, antes de contestar.
—«Evidente» no es la palabra —reconoció—. Pero no les costaría nada atar un par de cabos, si de verdad se lo propusieran.
—¡Ilústrenos, oh, gran detective! —exclamó Elaine en tono teatral—. Haz como uno de esos detectives famosos de las películas, que explican a los espectadores todo lo que ha pasado antes de los créditos finales.
Jerry dejó escapar una sonrisa. Pese a su más que evidente indignación, aquello le hacía algo de gracia.
—Está bien —dijo—. Todo sea por contentar a mi audiencia. —Jerry miró a su alrededor una última vez antes de continuar—. George no ha sido una víctima aleatoria. El asesino iba a por él. Que se produjera en su vivienda, y no en la calle, implica cierta premeditación y preparación. George llevaba un tiempo siendo vigilado.
—¿Quién querría hacerle esto al pobre Georgie?
—Alguien de su pasado —sentenció Jerry—. Excepto por su exmujer, cualquiera que conozca a George sabrá que es un trabajador modélico. Así lo describió su jefe. Ni siquiera tuvo una separación violenta, más allá de lo emocional. En definitiva: llevaba años sin meterse en líos. Pero ¿qué ocurriría si investigáramos sus antecedentes? Descubriríamos que George no era ningún angelito.
—¿Podríamos decir, entonces, que le visitó un fantasma del pasado? —añadió Elaine.
—Un fantasma muy paciente —asintió Jerry—, y que no estaba dispuesto a vengarse de un padre de familia. Pero todo cambió cuando George dejó de tener familia. Por primera vez en muchos años, vivía solo, sin niños ni pareja. ¡Claro que el momento no ha sido casual! ¡Hasta el más idiota se daría cuenta!
—Olvidas algo —lo interrumpió su compañera—. ¿Por qué abriría la puerta a un fantasma del pasado? —Elaine dejó escapar un grito ahogado—. ¡Oh! ¿Habría adoptado el fantasma una nueva apariencia? Una que George considerase irresistible.
—El problema para los investigadores —prosiguió Jerry—, es que George tenía demasiados «fantasmas del pasado». Todos los que hemos crecido en esta zona de la ciudad hemos tenido que soportar las peleas, los robos, las violaciones… Todo tipo de criminales que escapaban con absoluta impunidad ante la indiferencia de la policía. Igual que ahora. Excepto por nosotros.
Jerry apretó los puños con rabia. El recuerdo de su hermana lo atormentaba. Ella, a diferencia de él, no pudo resistir. Decidió que ya era suficiente dolor. Escapó de la única forma que pudo. Y el mundo se olvidó de ella enseguida. Menos Jerry, para quien el mundo, precisamente, era su hermana.
Elaine, que sabía leer mejor que nadie los pensamientos de Jerry, se abrazó a él y le dio un beso en la mejilla.
—Podemos irnos cuando quieras, cariño.
Jerry asintió con la cabeza. La situación ya no le parecía tan divertida. El embriagador aroma de la venganza empezaba a dejarle un regusto amargo. Aunque eso, por supuesto, no le haría cambiar de opinión. Había merecido la pena, sin duda.
—Este solo ha sido el primero —dijo con determinación—. El primero de mi lista de casos sin resolver.
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