Caçapava
Si aceptamos que el dinero da la felicidad, Samuel podría considerarse inmensamente feliz. Todo cuanto tuvo que hacer para obtenerlo fue nacer. Su madre, directora de la mayor empresa farmacéutica de Brasil, figuraba año tras año como poseedora de una de las mayores fortunas del país. Y su padre no se quedaba atrás, ya que era el propietario de una gran cadena televisiva paulista. Entre ambos ganaban tanto dinero que podían retirarse cuando quisieran y, aun así, mantener a varias generaciones posteriores, sin que ninguna de ellas se viese obligada a renunciar a tal vida de lujos y comodidades.
Samuel, bajo su condición de hijo único, tenía a sus diecisiete años más dinero del que jamás podría gastar. Si quería un coche, lo tenía. Si quería una casa, la tenía. Si quería joyas, las tenía. Si quería a personas, las tenía. Todo tiene un precio, y él podía alcanzar cualquiera que fuese la cifra necesaria.
Sin embargo, Samuel no era en absoluto un chico codicioso o egoísta. Había recibido una educación ejemplar, que primaba los valores morales sobre la idolatría al dinero. Pese a su juventud, disfrutaba de realizar donaciones anónimas o patrocinar a artistas que él mismo seleccionaba. Era un joven amable, sensible, concienciado. Agradecido por la vida que gozaba, pero nunca orgulloso por ello. Sabía que no era ningún mérito suyo, y que, por tanto, debía mostrarse merecedor de su posición.
Samuel residía en la mansión familiar de Caçapava, el lugar del que eran originarios sus abuelos maternos, y de gran valor sentimental para él, ahora que ambos habían fallecido. No cambiaría aquel tranquilo emplazamiento por nada del mundo. El municipio podía sentirse afortunado de contar con un donante tan generoso en su lista de contribuyentes. Nada parecía poner en riesgo “el orden y el progreso”.
De entre todos los lujos que Samuel había recibido de sus progenitores, uno destacaba por su originalidad. No se trataba de un bien material, sino de una vida. Un deber y, al mismo tiempo, una amiga. Melisa era una guacamaya jacinta que llevaba en la familia desde antes de que el pequeño Samuel viniera al mundo. Había crecido con él, siempre a su lado. Tanto era así, que Samuel la veía como si fuese su hermana. Una hermana mayor a la que, sin embargo, debía cuidar. Y lo hacía. Le proporcionaba todos los lujos a los que él mismo renunciaba. La mansión de Caçapava disponía de un enorme jardín con aspecto de bosque en miniatura, cubierto por una malla que evitaba a Melisa escapar tanto como a otros animales acceder a su interior. Era libre en cautividad.
Hasta cierto punto, Samuel se cuestionaba la decisión de sus padres al separar a la guacamaya jacinta, o arara azul, que era como la conocían ellos, de su hábitat natural. Pero ahora, tras diecisiete años conviviendo juntos, se veía incapaz de separarse de ella. Ni siquiera estaba convencido de que Melisa pudiese recuperar una vida salvaje en la selva. O quizá no fuese más que la excusa que se ponía a sí mismo para quedársela. Tres de sus abuelos habían fallecido, la cuarta se hallaba internada en una residencia y sus padres apenas pasaban por casa más que unas pocas semanas al año. De entre toda su familia, Melisa era la más cercana. Sin ella, estaría solo.
Samuel era consciente de que esta relación, como todas, no duraría para siempre. La menor esperanza de vida de los animales era una realidad que no le era desconocida. Pese a ello, no era un asunto que le preocupase en exceso. Al fin y al cabo, los guacamayos azules pueden vivir hasta medio siglo, que es más de lo que alcanzan muchos seres humanos. Parecía un suceso demasiado lejano como para prestarle atención.
Pero hay algo en lo que sí que coincidimos todos los animales, desde los guacamayos hasta los humanos. Sin importar tu edad, una enfermedad terminal puede acabar con tu vida de forma precipitada. Y eso puede suceder incluso en las familias más adineradas. Cuando el veterinario informó a Samuel de que a Melisa no le quedaban más que unos meses de vida, un año a lo sumo, toda su vida se vino abajo.
Por primera vez, el chico conoció esa desagradable sensación de desesperación que experimentas cuando la vida se te escurre entre los dedos sin que puedas agarrarla. Pasaba horas observando a su amiga, a su hermana, esa bella arara de color azul y con motas amarillas, quien, ignorante ante el devenir de su propio destino, se limitaba a posar sobre una rama, despreocupada, como si pudiese mantenerse así durante eones.
«¿Por qué a ella?», se preguntaba. «¿Por qué a mí?».
¿De qué le servía tanto dinero si no podía salvar una vida? Era demasiado pequeño cuando perdió a sus abuelos, y, aun así, recordaba aquella época con gran dolor. No podía volver a pasar por algo semejante. Mejor dicho: no quería hacerlo. Pero ¿acaso podía elegir?
Tal vez sí.
Samuel, desesperado, canceló todos tus proyectos benéficos. Usó todo aquel dinero para contratar a los mejores veterinarios del país y comprar el equipo médico más puntero. Si había una forma de salvar a Melisa, la encontrarían. El propio Samuel la encontraría, si era preciso.
La idea de perder a la arara le rompía el alma. No solo por la muerte en sí del animal, sino por el significado existencial de esta pérdida. Todo el mundo le envidiaba y le decía cuán afortunado debía sentirse. Le hicieron creer que podía permitirse cuanto quisiera. Y, sin embargo, ahora se sentía el chico más desgraciado e impotente del mundo. Se sentía inútil. Si no podía cumplir su propósito principal, ¿qué valor tenían los siguientes? ¿Debía conformarse? ¿Acaso no era eso lo que hacían todos los demás: conformarse? ¿Era Samuel uno más? Entonces, ¿por qué nadie lo consideraba así?
No tenía ningún sentido. Nada lo tenía.
Si la ciencia convencional era incapaz de salvar a Melisa, la culpa no era de la ciencia sino de lo “convencional”. Debía recurrir a métodos más extremos. Veterinarios que antepusieran el conocimiento por encima de la moral. Fue así como empezaron los experimentos. Cientos de pájaros murieron por Melisa. Eran pájaros prescindibles. Pájaros que, a diferencia de ellos, “debían conformarse”. Hay clases y clases.
Pero la ciencia se topó con el mayor de sus enemigos: el tiempo. De nada servían las ideas sin tiempo para ser desarrolladas. De nada servían los inventos sin tiempo para sacarles beneficio. De nada serviría tratar de curar a un animal muerto. Melisa empeoraba a pasos agigantados, mientras que los científicos avanzaban a paso de tortuga.
Al parecer, el tiempo era también enemigo del dinero. O, si acaso, un ente inquebrantable, inmune a sus efectos. Eso no podía ser. “Algo imposible para Samuel” era un oxímoron. Nunca se había enfrentado al hecho, ni tan siquiera a la idea. Si él quería vivir con Melisa por siempre, la obligación de los demás era concedérselo. No de los demás, sino del universo. Así había sido siempre. Lo sabían todos. Se lo recordaban a menudo. ¿Le habían mentido? ¿Su vida era una farsa?
Ya era un asunto demasiado personal como para plantearse estar equivocado. No era orgullo, ni mucho menos, sino la demostración de que era quien creía ser. Samuel podía conseguirlo todo, incluso vivir para siempre junto a aquella arara azul. “Para siempre”. De nuevo, el tiempo se interponía en su camino. ¿Qué significaba “para siempre”? ¿Acaso él mismo era inmortal? No, claro que no. Eso lo sabía, no era estúpido. No pretendía negar la ciencia, sino ponerla a su servicio.
Samuel pasó los siguientes días encerrado en su habitación, tratando de buscar una solución. No: una vía de escape ante lo que parecía un único camino; el que lo separaría eternamente de su plumífera hermana.
Hasta que lo encontró.
No eran el dinero, la ciencia ni las enfermedades quienes se interponían en su camino, sino, tal y como sospechaba, el tiempo. Para cumplir su objetivo debía deshacerse de él. Descartarlo de su mente. Manipular el concepto de tiempo era la única manera de vivir “para siempre” con Melisa.
Habría quien considerase que tal proeza no era posible. Pero olvidaban algo: que no había nada imposible para Samuel. El chico de Caçapava lo logró. Melisa y él compartieron toda una vida de felicidad y se marcharon juntos de este mundo, en el mismo día, a la misma hora, e incluso en el mismo minuto. El sufrimiento de ambos llegó a su fin cuando Samuel así lo quiso, ni más ni menos. Ni antes ni después.
La gente no se equivocaba al afirmar que Samuel podía conseguir todo cuanto se propusiera. Y ni siquiera necesitó dinero para ello. Al final, su existencia tuvo sentido.
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