Primeros capítulos de Terrakalank
Primeros capítulos de Terrakalank
Fecha de publicación: 6 de febrero de 2017
Autor: Chris H.
Categoría: Novelas
Etiquetas: Terrakalank
Fecha de publicación: 6 de febrero de 2017
Autor: Chris H.
Categoría: Novelas
Etiquetas: Terrakalank

A continuación podéis leer de forma gratuita los nueve primeros capítulos de Terrakalank, una novela con alta dosis filosófica, que trata temas tan delicados, y a menudo relacionados, como son la religión y el terrorismo. El protagonista, heredero de una nación ficticia llamada Terras, es un chico de ideas firmes, contrarias al régimen actual, quien, además, no se siente nada atraído por las enseñanzas de los maestros religiosos. Con él como principal sucesor, la dinastía de Terras se tambalea. Y eso es algo que no todo el mundo está dispuesto a tolerar.

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1

  Por unos instantes, desaparecieron los colores. Se disiparon los sonidos. Se desvanecieron los olores. Todos sus sentidos se mezclaron, o quizá se suprimieron. Fueron apenas unos segundos; un puñado de segundos excepcionalmente largos y desconcertantes. La chispa del cambio. El principio del fin. Y todo ello resultaba, de algún modo, tranquilizador. Una melodía relajante en medio del caos.
  —¡Sehzade!
  Mitranash abrió los ojos, mareado, como si acabara de regresar a su cuerpo tras una especie de viaje astral. Su vista se clavó en el escaso fragmento de cielo azul que se filtraba a través del denso humo. La música de su cabeza dejó de sonar. Se transformó en una alarma, cuyos coros estaban formados por los gritos de decenas de personas.
  Uno de sus guardaespaldas lo ayudó a ponerse en pie, mientras su mente todavía trataba de asimilar lo que acababa de ocurrir. Desde luego, no terminó tumbado en el suelo por iniciativa propia.
  —Estoy bien —dijo Mitranash para tranquilizarlo.
  Le dolía la espalda, toda ella, y se había raspado el antebrazo derecho. Heridas superficiales.
  —Sácalo de aquí —indicó el segundo guardaespaldas.
  Pese a hallarse al aire libre, apenas podían respirar. Avanzaban agachados, cubriéndose la nariz y la boca con una mano. El suelo estaba plagado de trozos de metal, ceniza, tela, sangre y otras cosas imposibles de identificar con tan poca visibilidad. La situación era más grave de lo que parecía en un primer momento.
  Los ladridos de un perro sobresaltaron a Mitranash. Debía de estar cerca, aunque no podía verlo. Se hacía difícil localizar una fuente de sonido en medio de todo aquel ruido.
  —¡Sehzade, por aquí!
  Mitranash siguió avanzando detrás de sus guardaespaldas, sin cuestionarse nada, sin oponerse, como si unas cadenas invisibles estuviesen tirando de él. Hasta que un segundo ladrido se encargó de romper esas cadenas. En cuanto Mitranash recuperó el control de sí mismo, se dio la vuelta y comenzó a deshacer sus pasos en busca de aquel animal.
  El perro, de pelaje blanco y naranja, no parecía tener ninguna prisa por escapar del humo. Mitranash temía que estuviese atrapado, de ahí sus furiosos ladridos. Pero nada más lejos de la realidad. Por algún motivo, permanecía estático y de pie junto a una valla derribada. No fue hasta que se aproximó a él con intención de cogerlo en brazos cuando, al fin, pudo ver la pierna que asomaba bajo la valla. Lo primero que pensó es que se trataba de una extremidad cercenada por la explosión. Por suerte, enseguida comprobó que se equivocaba. Bajo la valla, aún unido a aquella pierna, había todo un cuerpo. En concreto, el de un niño de poco más de diez años. Mitranash ni siquiera comprobó su respiración; se limitó a levantar la valla con el brazo dañado mientras cargaba al niño con el contrario. Si aún podía ser salvado, debía actuar con rapidez.
  El perro dejó de ladrar al comprender las intenciones de aquel chico. Ahora, él también se mostraba ansioso por dejar atrás el humo. Mitranash, desorientado, siguió al animal sin saber adónde lo estaba conduciendo. Sus pasos los llevaron hasta otros dos cuerpos. El primero, una mujer aparentemente joven, aunque irreconocible por la sangre, no había sobrevivido. Mitranash se detuvo ante el segundo, un hombre de mediana edad. Pese a permanecer tumbado y con los ojos cerrados, el chico creyó ver movimiento en una de sus piernas. Seguía con vida.
  Mitranash miró a su alrededor, en busca de sus dos guardaespaldas. No había rastro de ellos. Había sido muy descuidado al alejarse sin avisarlos.
  —¡Luzio! ¡Darko!
  El ruido y los gritos de otras personas amortiguaron la petición de auxilio de Mitranash. Y ese no era más que el menor de sus problemas. El peso del niño sobre su hombro dolorido, la tos cada vez más incesante y el calor infernal eran tres rivales imposibles de vencer. Debía salir de allí cuanto antes.
  Mitranash titubeó. ¿Qué debía hacer? ¿Ignorar al hombre de mediana edad, aún vivo, a cambio de poner a salvo a un niño que podía estar ya muerto? Aunque, ¿acaso podía cargar con el adulto en tales condiciones? ¿Podría soportar la idea de haber dejado a un niño a su suerte sin antes verificar su defunción? Si tan solo tuviese unos segundos para analizar la situación…
  Pero no los tenía. Si dudaba, serían tres, y no dos, los cadáveres. Cuatro, contando el de aquella pobre muchacha. Al menos, que Mitranash hubiese visto. ¿Cuántas otras víctimas permanecían ocultas por el humo y los escombros?
  —¡Sehzade!
  Mitranash corrió hacia la voz. Había perdido de vista al perro. De hecho, apenas podía ver nada más allá de sus propios pies. Sentía ardor en los ojos, la nariz y la boca.
  —¡Estoy a…!
  Antes de poder terminar la frase, Mitranash tropezó con algo y cayó hacia delante. Proteger la cabeza del niño, un acto casi instintivo, no hizo más que empeorar el dolor que recorría toda su espalda. Ambos quedaron tendidos en el suelo, esperando una ayuda que no parecía llegar nunca. Excepto porque sí lo hizo. Los dos guardaespaldas localizaron a Mitranash apenas unos segundos después. Uno de ellos, Darko, lo ayudó a levantarse.
  —No se aleje de mí, por favor.
  Más que una petición, era un reproche. Uno no carente de razón.
  —Luzio, el niño —indicó Mitranash al otro guardaespaldas.
  Tras un último esfuerzo, los cinco, incluyendo al perro, lograron ponerse fuera de peligro. Aunque hubieran parecido kilómetros y horas, todo había sucedido en un margen de pocos metros y segundos. Mitranash no podía dejar de toser, como si uno de sus órganos luchase por salir del cuerpo. El niño seguía sin dar señales de vida.
  ¿Por qué?
  ¿Por qué estaba sucediendo aquello?
  ¿Por qué, lo que prometía ser un día alegre, festivo, de celebración para los habitantes de Badee-Chattaan, de toda Terras, se había convertido en una pesadilla?



2

  La montaña que acogía la ciudad de Badee-Chattaan, conocida como «Elevación de Terragar», o, para quienes se negaban a dejar morir la lengua antigua, «Terragar Parvat», no destacaba por ser el punto más elevado del continente. Tampoco era considerado el paisaje de más belleza, ni el más rico en vegetación o biodiversidad. Pese a ello, cualquiera lo señalaría como el lugar más importante de toda la nación de Terras. Para muchos, en realidad, del mundo entero.
  La Elevación de Terragar actuaba como protección física y espiritual de todos los habitantes de Terras. De forma más o menos frecuente, los terrasíes acudían al templo de Terragar («Protector de Terras»), el dios que creó aquella montaña en la que ahora habitaba, para agradecer su bendición y rogarle que siguiera cuidando de ellos. Por lo tanto, aquel también era el elemento más sagrado para la Terragarvadl, o «Adoración de Terragar», única religión permitida entre sus fronteras.
  La capital de Terras, Badee-Chattaan, estaba situada en la parte baja de la ladera de la Elevación de Terragar. Dada su localización, basaban la mayor parte de su economía en la extracción de minerales. Casi una cuarta parte de la población adulta trabajadora vivía directamente de la minería, si bien es cierto que no había nadie que no se beneficiara de ella, ya que un gran porcentaje de las ganancias iba destinado al mantenimiento de la ciudad.
  La capital estaba dividida en cuatro niveles, unidos no solo mediante cuestas y escalones, sino también por uno de los mayores orgullos del gobierno de Badee-Chattaan: el tranvía. De uso gratuito, permanecía activo durante casi todo el día. Un medio de transporte que complementaba al tren, este sí, operativo día y noche, que unía la ciudad principal de Terras con todas las demás localizaciones del país. Un avance imposible sin la minería y el comercio internacional.
  En la parte superior, o cuarto nivel, de la ciudad de Badee-Chattaan, se hallaban los edificios que formaban el centro de gobierno y seguridad de Terras, junto con la mansión de su líder hereditario: el Badishah Narash.
  El tercer nivel acogía a las familias más longevas de la ciudad, quienes, por lo general, también eran las más adineradas. Un edificio destacaba entre el resto por su modernidad: el recién inaugurado nuevo colegio. Debido al aumento de población, se vieron obligados a construir un segundo centro educativo, donde, a diferencia del primero, era necesario abonar una generosa tasa de ingreso. El resultado fue una clara diferenciación entre los estudiantes de familias pudientes y aquellos más humildes. Pero, dado que la separación no provocó un descenso en la calidad del colegio antiguo, sino que, gracias a la disminución del número de alumnos por clase, sufrió el efecto contrario, nadie se quejó de la división.
  En el segundo nivel vivía alrededor de la mitad de la población total de Badee-Chattaan. Era allí donde se encontraban la mayoría de los comercios, además del hospital, el teatro o el colegio antiguo. En cierto modo, era el centro de la ciudad, la zona con más vida, donde solían juntarse los habitantes de los cuatro niveles. Desde el extremo occidental se podía acceder al templo de Terragar, lugar de peregrinación tanto de locales como de foráneos.
  Si el segundo nivel era el más poblado, el que lo precedía ocupaba el siguiente lugar en la escala demográfica. El primer nivel, además de servir de puerta de entrada a Badee-Chattaan, era el único punto de acceso a la galería de minas que daba soporte a la economía de Terras.
  Todos los niveles poseían una calle de salida propia, que convergían al este de la ciudad, y que comunicaban con la carretera interurbana. El uso de turismos había descendido en picado tras la inauguración del tren nacional; no así el de vehículos de mercancías, mucho más habituales. Entre la carretera y la capital había una zona dedicada exclusivamente a aparcamientos, lo que permitió peatonalizar la totalidad de Badee-Chattaan. El paso de vehículos seguía estando permitido, pero muy restringido.
  El tren interurbano, la mejor aportación del actual Badishah a la nación que juró (por escrito, además) amar y proteger, apenas llevaba en funcionamiento cinco años. Pocos se atrevían a cuestionar aquella enorme inversión de tiempo, dinero y esfuerzo. Lo más aplaudido, más allá de lo conveniente que resultaba unir entre sí los puntos más remotos de Terras, era la gratuidad de los viajes. Tanto el tren como el tranvía podían ser utilizados por cualquier persona, sin importar su oficio, edad o procedencia, tantas veces como consideraran oportunas, y sin el más mínimo coste. Todo ello, financiado por el dinero extraído de las minas. Sin duda, el gobierno sabía cómo ganarse a su pueblo.
  Aunque el título de Badishah era hereditario, y este nombraba libremente a todo su equipo de gobierno, la dinastía de Terras siempre había contado con la aprobación de la inmensa mayoría de la población. Los que se oponían, en cualquier caso, no solían hacer mucho ruido. No por miedo a las represalias, sino porque eran conscientes de la futilidad de sus protestas.
  Sin embargo, por primera vez en más tiempo del que cualquiera de los actuales habitantes de Terras podía recordar, la dinastía se enfrentaba a una amenaza latente que ponía en riesgo su continuidad. Y todo por culpa de una única persona; un chico de veinticuatro años destinado a suceder al Badishah Narash: su hijo mayor, el Sehzade Mitranash.
  Horas antes del suceso que lo cambiaría todo, el heredero al trono de Terras, ajeno a la serie de acontecimientos que estaba a punto de desatarse, compartía mesa, despreocupado (en extremo, de hecho), con su madre, la Haseki Umakshi, y sus dos hermanos menores, la Sultanzade Gensha y el Sehzade Kalki.
  —¿Estás nervioso? —preguntó Umakshi para tratar de romper el hielo.
  —¿Por qué iba a estarlo? —respondió Mitranash sin apartar la vista de su plato.
  —¡Es un día muy importante para todos!
  —Para todos vosotros —puntualizó el mayor de los tres hijos.
  Umakshi estaba acostumbrada a la frialdad de Mitranash, en especial cada vez que surgía el tema de la sucesión. Pero era su obligación como madre, o así lo consideraba ella, insistir. Al fin y al cabo, tarde o temprano, Mitranash tendría el futuro del país en sus manos. Por eso, y porque la historia de la dinastía la apoyaba, Umakshi confiaba en que Mitranash cambiase de opinión más pronto que tarde. Así nació aquella idea. Si ni su propia madre y hermanos conseguían llegarle al corazón, tal vez una mujer joven, bella e inteligente, que se comprometiera a estar siempre a su lado, pudiese obrar el milagro.
  —También es importante para ti —respondió Gensha, la mediana, sin ocultar su disconformidad—. Esta decisión marcará todo tu futuro.
  —Mi futuro no va a cambiar por lo que pase hoy —replicó Mitranash—. Lo único que tengo que elegir es quién deberá sufrirlo conmigo.
  —¿Cómo te atreves a decir eso? —protestó la Sultanzade—. Todas las doncellas de Terras matarían por ser la futura Haseki, del mismo modo que todos los hombres han soñado alguna vez con convertirse en Badishah. Eres un desagradecido.
  —Gensha… —Mitranash, poco dado a las discusiones vacuas, prefirió no cruzar la vista con su hermana—. No pagues conmigo tu frustración.
  De no ser por la oportuna interrupción de Umakshi, la conversación solo podría haber ido a peor.
  —¡No discutáis! Hoy, más que nunca, es un día para mostrarnos unidos. Mitra, cariño, dentro de unos años agradecerás esto. Harás muy feliz a la mujer que elijas, y ella te hará feliz a ti. Después, tendréis hijos, y…
  —Mamá —la interrumpió Kalki—, así no ayudas.
  —Ay, perdón…
  Ambos rieron, sacando a Mitranash la única sonrisa sincera de aquella mañana. Gensha permanecía seria, mordiéndose la lengua, una técnica que había dominado en sus continuos debates con su hermano mayor.
  Narash, ataviado con su uniforme de gala, se unió a la reunión familiar en el comedor de la mansión, aunque no para sentarse a la mesa, sino para apremiar a su hijo mayor.
  —¿Qué haces aún así?
  —Todavía queda mucho para el… encuentro, o como queráis llamarlo.
  —Tienes que prepararte —insistió el Badishah—, y hablar con el Maestro Vadin.
  —¿Para qué?
  —¿Cómo que «para qué»? —Narash dejó escapar un resoplido de incredulidad—. Para ver si consigue meter un poco de sentido común en esa piedra que tienes por cabeza.
  Mitranash, resignado, se puso en pie sin tan siquiera mirar a su padre.
  —A sus órdenes, Badishah.
  El chico abandonó el comedor en medio de un silencio incómodo.
  —Papá —dijo Gensha, indignada—, ¿por qué le consientes que te hable así?
  —Mientras cumpla con su deber, que diga lo que quiera. —Narash se encogió de hombros—. Kalki, ¿te importaría acompañarlo?
  El menor de sus tres hijos le hizo un gesto afirmativo con la mano mientras se apresuraba a terminar el desayuno. A él no había que convencerlo, insistirle o repetirle las instrucciones dos veces. Pese a tener seis años menos que Mitranash, Kalki parecía más comprometido con el papel que le correspondía interpretar en la sociedad; tanto en la luz como en la sombra. La suya era una posición complicada. Como segundo Sehzade, lo que también implicaba ser el segundo en la línea de sucesión, Kalki debía estar tan preparado como Mitranash para gobernar, al mismo tiempo que se preparaba para no hacerlo. Un dilema que desaparecería tan pronto como el mayor de los tres hermanos tuviese un hijo varón.
  Un rato después del tenso desayuno, Mitranash y Kalki iban camino del templo de Terragar, en el segundo nivel de Badee-Chattaan. Pese a ser hijos del Badishah, no todo el mundo reconocía sus rostros; y, quienes lo hacían, no le daban mayor importancia. Como mucho, tendrían que soportar miradas curiosas y murmullos puntuales. Nada que los pusiera en peligro, por lo que, la mayor parte del tiempo, podían prescindir de la compañía de guardaespaldas.
  —¿Tienes alguna preferencia? —preguntó Kalki, decidido a amenizar el trayecto.
  —No sé ni cómo se llaman… —reconoció su hermano.
  —¿Quieres que me informe?
  —No es necesario —dijo Mitranash de forma tajante—. Conocer a sus familias solo serviría para condicionarme.
  Era evidente, y no solo porque lo hubiese expresado de forma explícita y reiterada, que todo aquello no ilusionaba ni lo más mínimo al heredero al trono.
  —Mitra, sé cuánto odias pasar por este trámite, pero es algo necesario, por el bien de Terras.
  —¿Te ha pedido Narash que me convenzas?
  —Claro que no. —Kalki rió—. Te lo digo porque yo también lo pienso. Míralo por el lado positivo: se han encargado de buscar las tres candidatas, la parte más difícil. Lo único que tienes que hacer es elegir.
  —«Elegir» —repitió Mitranash, poco convencido—. ¿Elegir según qué factores?
  —Buena pregunta. —Kalki se detuvo unos instantes, pensativo—. Las tres deben de ser auténticas bellezas, así que podrás centrarte en lo que realmente importa: cuál de ellas consideras más inteligente, apta para ser la futura Haseki.
  —¿Y si no me lo parece ninguna?
  —¿Y si te lo parece más de una? —dijo Kalki con una gran sonrisa… que su hermano no le devolvió—. ¡Eso sí que sería un problema!
  —Siempre podrá elegirlo Narash por mí —concluyó Mitranash—. Como todo.
  Kalki suspiró, armado de paciencia. Y no porque considerase que su hermano estuviese errado.
  —Al paso que llevas, puede ser lo mejor —sentenció el segundo Sehzade—. Mitra, papá no espera que te enamores de una de las tres candidatas nada más verla, que mañana tengas un hijo, y que pasado seas el perfecto heredero. Pero sabes tan bien como nadie que, tarde o temprano, tendrás que ocupar ese puesto.
  —No necesariamente —insistió Mitranash—. Estás a tiempo de relevarme.
  —Eso no me corresponde a mí. —Kalki hizo un gesto mostrándole las palmas de las manos para dar a entender que era algo incuestionable—. Todos mis esfuerzos están centrados en obtener el título de Lector de Terragarvadl. ¿O es que eres tú quien quiere ocupar mi lugar?
  —Si mi única alternativa a convertirme en Badishah pasase por formar parte de la Terragarvadl, no elegiría a una única candidata, sino a las tres.
  —¡Ja, ja, ja! ¿Ves? Cada uno tenemos nuestro lugar.
  El templo estaba construido dentro de la propia montaña. La fachada tallada en piedra era uno de los emplazamientos más bellos de la ciudad, si no el que más. Dentro los esperaba el Maestro Vadin, quien ya había sido advertido de la inminente llegada del heredero al trono de Terras.
  —Os dejo a solas —dijo Kalki—. Estaré en el altar, meditando.
  A Mitranash no le producía ninguna satisfacción que su padre lo obligase a hablar con el Maestro Vadin. Sus conversaciones no eran lo que uno podría definir como «fructíferas». Y, si había una persona que se frustraba más que Mitranash con aquellas charlas, era el propio Maestro. Lo que los diferenciaba, no obstante, era que Vadin jamás perdía la esperanza.
  —Aquí está de nuevo, Sehzade —dijo con una sonrisa—. ¿Esta vez escuchará?
  —Que ignore las tonterías no significa que no las escuche.
  Su primera frase no invitaba al optimismo. Aun así, el Maestro Vadin no se dejó afectar. Ambos ocuparon asientos opuestos junto al escritorio del despacho de Vadin, en una de las salas interiores del templo.
  —Hoy es un día de suma importancia para Terras, Sehzade.
  —Todo el mundo me dice lo mismo. —Mitranash se encogió de hombros, indiferente—. Debe de ser verdad.
  —Y también es un día importante para Terragar —añadió el Maestro.
  —No sabía que Él estaba invitado.
  —Un dios no necesita ser invitado —explicó con paciencia—. Mi querido Sehzade, ni su escepticismo ni su insistencia en ridiculizar todo lo sagrado podrán evitar que Terragar lo vigile y proteja. ¿Cree que podrá soportarlo? —bromeó.
  Lejos de responder, Mitranash cambió de tema.
  —¿Puedo preguntarte algo?
  Vadin sospechaba que no sería una pregunta amistosa y conciliadora. Por muy predispuesto que se mostrase a debatir con cualquier persona, dialogar con Mitranash le resultaba agotador.
  —Soy todo oídos.
  —¿Qué fue antes? ¿Terras o Terragar?
  —Curiosa pregunta —reconoció el Maestro—. Aunque no acierto a ver la intención.
  —He estado pensando… —Mitranash hizo una breve pausa—. Si lo primero fue el dios, qué suerte tuvimos de que se llamara «protector de un país que aún no existe». En cambio, si lo primero fue el país, nuestra suerte sería aún mayor, pues significaría que, de la nada, surgió un dios cuyo propósito coincidía con nuestros intereses.
  —Terragar es anterior a todos nosotros —respondió Vadin—. Existe desde tiempos inmemoriales, previos al nacimiento de nuestros primeros antepasados. Su existencia se remonta a una época, si es que puede denominarse así, en la que esta gran montaña no era más que piedras y arena.
  —¿Y qué hacía antes de nuestra llegada? —insistió el chico—. Debía de aburrirse mucho, ¿no? A lo mejor nos ve como un entretenimiento.
  —Sehzade, debería dejar de pensar en Terragar como si fuera humano. ¿Qué necesidad tiene un dios de buscar una actividad ociosa? Sus pensamientos y actos quedan fuera de nuestro entendimiento.
  —Entonces, ¿qué necesidad tiene de protegernos?
  —Ninguna —reconoció el Maestro Vadin sin titubear—. No somos nada especial para Él. Somos, si acaso, un fragmento más de Terras, su tesoro. Y eso no resta importancia a nuestra veneración —se apresuró a añadir—, sino todo lo contrario. Que una deidad se rebaje a cuidar de nosotros es motivo de máxima gratitud. Podría, simplemente, ignorarnos.
  —Como hace con la gente menos favorecida —puntualizó Mitranash.
  —Permítame decirle que ahí también se equivoca —replicó sin perder el tono amable—. Terragar ve mucho más allá de nuestras preocupaciones terrenales. Es cierto que no todos gozan, o gozamos, de los mismos privilegios en carne, pero eso no nos hace diferentes en espíritu. Toda alma buena y honesta goza del abrazo de la montaña.
  —Hay abrazos que dejan sin aire —murmuró el hijo del Badishah Narash.
  —En cuanto al nombre —continuó Vadin, ignorando aquel comentario—, siento repetirme, pero vuelve a percibir a Terragar desde un prisma humano. No es una criatura que haya sido nombrada por sus padres, sino por sus hijos. Por nosotros. Como ya sabe, por mucho que insista en fingir una ignorancia de la que carece, «Terragar» no es más que el nombre que le dieron nuestros antepasados. «Protector de Terras». De alguna forma tenían que referirse a Él, ¿verdad? Es nuestra definición para referirnos a algo que, como ya le dije, escapa a nuestra entera comprensión. Una atrevida humanización de una divinidad. Un atajo para comunicarnos con Él, si prefiere verlo así. Nada cambiaría si lo llamáramos de otra forma.
  —Entonces, ¿puedo llamarlo «Señor Roquitas», por ejemplo?
  —El nombre no es importante, Sehzade, pero el respeto sí lo es.
  —¿De verdad lo consideraría una falta de respeto? Creía que estaba por encima de los banales asuntos humanos.
  Kalki se unió a ellos, para alivio del Maestro Vadin.
  —Tenemos que volver ya, Mitra. Vamos justos de tiempo.
  —¿Nos da un minuto? —le pidió Vadin—. Prometo que no será más de eso.
  —Por supuesto, Maestro —asintió Kalki—. Estaré fuera del templo.
  Mitranash esperó a que su hermano abandonase la sala antes de pronunciarse.
  —¿Queda algo más por decir?
  —Bueno —respondió Vadin—, aún no hemos hablado del motivo de su visita. Este es el día en que por fin elegirá a su futura esposa, Sehzade. Un día importante para todos, como nos hemos encargado de recordarle en reiteradas ocasiones. Un día, según percibo, mucho más importante de lo que usted piensa. Como nuestro futuro Badishah, debe elegir con sabiduría. No se precipite ni se deje llevar por adulaciones. Tal vez esté pecando de egocéntrico, pero me gustaría decir que algún día seré yo quien os una en matrimonio. No tiene por qué ser en los próximos días —se apresuró a añadir, al ver la expresión de Mitranash—. Sin embargo, debe ser pronto. En este asunto intervienen intereses superiores a nuestros propios deseos personales. Usted no es una excepción, Sehzade. Ya no es un niño, debe darse cuenta del papel que le ha sido asignado. En realidad, soy plenamente consciente de que usted es una persona muy inteligente y con una formación excelente. Sabe cómo funciona la sociedad mejor que nadie. Y, para que esta sociedad siga funcionando, debemos anteponer el bien común al propio, sin importar cuántos sacrificios personales conlleve.
  —Lo tendré en cuenta —sentenció el heredero.
  —Si me permite un último apunte —siguió Vadin—, el sacrificio que se le exige es nimio. Lo único que se le pide es que se convierta en la persona más poderosa e influyente de Terras.
  Mitranash se puso en pie, dispuesto a marcharse. Sin embargo, antes de dar la espalda al Maestro, le dedicó unas últimas palabras.
  —Dices que es «lo único que se me pide»…, pero, en realidad, no recuerdo que nunca se me haya pedido nada. Solo me queda obedecer.
  —Buena suerte, Sehzade.
  Mitranash y Kalki regresaron a la mansión familiar, en el cuarto nivel de Badee-Chattaan. Sus padres, el Badishah Narash y la Haseki Umakshi, los esperaban con impaciencia. Y aún estarían obligados a esperar un poco más, pues los dos Sehzade debían adaptar su vestuario para la ocasión, tal y como marcaba el protocolo. Otra de esas tantas convenciones sociales que Mitranash detestaba, y que nadie cuestionaba jamás. ¿Coincidencia o patrón?
  —El encuentro se producirá en la plaza del tercer nivel —informó Narash—. Iremos a pie, para que todos puedan vernos sin necesidad de amontonarse en la plaza. Una vez allí, habrá un perímetro marcado con vallas, que solo podremos atravesar nosotros, las familias de las candidatas y los miembros de seguridad.
  —¿Era necesario montar todo este circo? —refunfuñó Mitranash.
  —No, no lo era —respondió su padre—. Habría bastado con que buscaras pareja por tu cuenta. Pero, dada tu insistencia en ignorar todo consejo o indicación, no nos ha quedado más remedio que organizar este evento.
  —Este circo —repitió el Sehzade mayor.
  —Llámalo como te haga sentir más feliz, Mitranash —concluyó Narash—. Pero asegúrate de no estropearlo.
  Mitranash no creía que se pudiera estropear algo que ya nacía siendo una abominación, pero prefirió guardarse el pensamiento para sí mismo. Una decisión que todos agradecieron.
  Antes de iniciar la marcha, otras dos personas se unieron al grupo formado por Narash, Umakshi, Mitranash y Kalki. Eran Gensha y su prometido, N’darayan, hijo del Bey de Radan. La relación entre el heredero al trono de Terras y su futuro cuñado siempre había sido cordial, aunque llamarlos «amigos» sería exagerar. Al menos, Mitranash agradecía la cercanía con la que se dirigía a él. El trato formal siempre le había parecido impostado. «El respeto se demuestra con actos, no palabras», decía.
  —Me muero de ganas por conocer a la futura Haseki. —N’darayan dedicó una sonrisa a Mitranash—. Te sugeriría que elijas a la más parecida a tu hermana, pero creo que eso podría producirte sentimientos encontrados.
  —Su ingenio sería bienvenido —reconoció Mitranash—, pero no creo que pudiera soportar a una tercera madre.
  —Si fueran perfectas, ninguno seríamos dignos de ellas —sentenció N’darayan.
  La plaza acogía a mucha más gente de la que Mitranash estimaba. Eso le hacía sentirse incómodo. Alguien de su edad y posición ya estaba más que acostumbrado a las miradas. A las miradas juiciosas, incluso. Era parte de su formación. Pero una cosa era ser observado, y otra bien distinta ser observado mientras fingía ser otra persona. La figura que centraba las miradas de todos aquellos terrasíes no era Mitranash, sino un títere movido por los hilos de la historia. Una separación que muy pocos eran capaces de identificar. Para cada par de ojos que observaba con emoción desde el otro lado de las vallas, Mitranash era ese títere, palabra a palabra, gesto a gesto.
  En el centro de la plaza había tres coches aparcados, todos ellos adornados de manera ostentosa, como ostentosos eran también los vestidos de las tres bellas mujeres que aguardaban con nerviosismo la llegada de su teórico pretendiente. Mitranash no pudo evitar dejar escapar un suspiro al observar la escena.
  —Si querían impresionarme con eso, alguien las ha aconsejado mal.
  —Espero que no juzgues una vida por un instante —respondió Kalki.
  Ante eso, su hermano no tenía nada que replicar. Sabía, o quería creer, que aquellas tres chicas eran mucho más que caras bonitas. Los vehículos adornados, el maquillaje y los vestidos eran parte del mismo protocolo que él mismo se vio obligado a respetar. Tal vez, ellas tampoco se sentían cómodas con la situación.
  —Ve, Mitranash —le indicó su padre—. Acércate a ellas y salúdalas, una por una. Sé breve, deja que se presenten, diles que estás encantado de poder pasar el día con ellas para conocerlas mejor…
  —Si me has escrito un guion, deberías habérmelo pasado antes, para poder memorizarlo.
  Mitranash miró al resto de la comitiva, analizando sus expresiones. Su madre parecía más nerviosa que él, aunque sabía disimularlo lo suficientemente bien como para que casi nadie se diese cuenta. Kalki le guiñó un ojo; se estaba divirtiendo con aquella situación. Los guardaespaldas, vestidos con el uniforme oficial (algo poco habitual, ya que solían ir de paisano), permanecían a pocos metros de ellos, más por conservar las apariencias que porque su presencia allí fuese necesaria. O eso pensaban en aquel momento.
  —No hagas ninguna tontería —dijo Gensha a su hermano mayor mientras le ajustaba la chaqueta.
  —No prometo nada.
  Ella resopló y apartó la mirada, resignada ante el comportamiento indiferente de Mitranash. El Sehzade comenzó a caminar hacia las tres candidatas, preguntándose a cuál debía saludar primero. ¿Se lo tomarían las otras dos como una ofensa? ¿Y qué sucedería si, tras saludarse, ambos se quedaban en silencio, sin saber qué decir? ¿O si no encontraban ningún punto en común? ¿O si les caía mal? ¿O si…?
  Todos esos pensamientos dejaron de importar cuando la onda expansiva de la explosión lo lanzó por los aires.



3

  En cuestión de minutos, el hospital se había llenado de heridos. Casi todos ellos, por suerte, en condiciones que distaban de considerarse críticas. Solo dos pacientes ofrecían un diagnóstico grave. El resto de individuos alcanzados de lleno por la explosión habían muerto al instante, o, el colmo de la mala suerte, tras un breve aunque doloroso y agónico final.
  El Badishah y su familia estaban siendo atendidos en su propia mansión, lejos de la muchedumbre. Los dolores de espalda y hombros de Mitranash comenzaban a remitir, por lo que, seguramente, no tenía nada de lo que preocuparse. Tampoco por el brazo raspado, que ya había terminado de limpiar y desinfectar. Su padre, Narash, tenía un corte poco profundo en una mano, que ni siquiera recordaba cómo se había hecho. Umakshi se había golpeado la rodilla, por lo que caminaba con una leve cojera. Quien salió peor parada fue Gensha. La mediana de los tres hermanos llevaba una venda en forma de bandana, que le cubría parte de la frente y un ojo.
  —Ha estado a punto de perderlo —le advirtió el doctor—. Un poco más abajo, y…
  Prefirió dejar la frase a medias; no había necesidad de ser desagradable. Fuera lo que fuera que impactó en su rostro, estuvo a punto de causar una tragedia mayor.
  —Terragar me ha protegido —sentenció Gensha.
  —Ya podía haber evitado la explosión —murmuró Mitranash, incapaz de contener sus pensamientos sarcásticos.
  Apenas se despidieron del doctor, otro hombre acudió a visitar al Badishah y su familia. Era Aresham, el Visir de Terras, segundo mayor cargo dentro del gobierno de la nación.
  —¿Cómo te encuentras, Narash?
  Aresham era una de las escasas personas que podían permitirse tratar a los miembros de la dinastía, Badishah incluido, por sus nombres de pila. Al menos, fuera de reuniones oficiales. Narash y Aresham llevaban siendo amigos inseparables desde su juventud. Una amistad que, con el paso de los años, acabaría favoreciendo a todos los terrasíes. Badee-Chattaan y demás ciudades de Terras no serían lo mismo sin el esfuerzo, la iniciativa y la ambición de aquellos dos hombres.
  —Es un corte de nada. —Narash le mostró el vendaje de su mano—. Mi hija ha salido peor parada.
  El Visir se giró hacia la Sultanzade, quien, sentada en uno de los extremos de la sala, observaba su reflejo en un pequeño espejo.
  —Espero que no sea nada grave, Gensha —dijo él, asegurándose de que pudiera oírlo.
  —Nada en comparación con lo que sufrirá el culpable cuando lo atrapemos —respondió ella sin apartar la vista del espejo.
  —Comprendo tu frustración, pero ni siquiera sabemos si hay un culpable. Podría tratarse de un accidente.
  Gensha clavó en él su ojo sano.
  —Los coches no explotan solos.
  —Normalmente no —reconoció Aresham—. Pero, normalmente, tampoco se producen atentados, si es lo que estás insinuando.
  La Sultanzade prefirió no insistir. Ella era la primera que sabía que no debía precipitarse. Los investigadores necesitaban tiempo para esclarecer los hechos. Hasta entonces, necesitaba reprimir sus deseos de venganza y mostrar prudencia.
  Más tarde, Mitranash y Kalki decidieron regresar a la plaza del tercer nivel, ya libre de humo, a contemplar los efectos de la explosión. La zona central estaba ennegrecida, pero las casas cercanas no parecían haber sufrido daños, más allá de algún cristal o maceta rotos. Nada que el gobierno no pudiese subsanar. Los cuerpos de las víctimas habían sido retirados; no así el montón de chatarra en que se habían transformado los ostentosos vehículos. Varios guardias recorrían la plaza en busca de cualquier mínima pista.
  —Va a ser difícil que encuentren algo —se lamentó Kalki.
  —Yo no lo descartaría —replicó su hermano—. La explosión no ha sido tan potente.
  —¿Que no? Díselo a toda esa pobre gente.
  —Ya lo sé, no soy un insensible. —Mitranash chasqueó la lengua—. Pero yo sigo vivo, ¿no? Quiero decir, no estaba tan lejos de los coches… Si la explosión hubiese sido diferente, una herida en un ojo sería el menor de nuestros problemas. O de los vuestros, porque yo ya no estaría aquí.
  —Terragar te protegió.
  —No me jodas, Kalki —espetó el Sehzade mayor—. ¿Quién es el insensible ahora? ¿Cómo puedes presumir de la protección de Terragar con toda esa gente muerta?
  —Tú mismo lo has dicho: pudo ser mucho peor. —Kalki hizo un gesto con la mano para detener la réplica de su hermano—. Sé lo que vas a decir. «¿Por qué no impidió la explosión?». Así no es como funcionan las cosas, Mitra. Terragar nos protege, no nos manipula. Y mucho menos sabotea o repara un vehículo. Ocurriera lo que ocurriera, tanto si es provocado como un accidente, la culpa es nuestra.
  —¿«Nuestra»?
  —De los humanos, quería decir.
  Mitranash examinó la plaza una vez más antes de responder.
  —Yo tengo otra teoría.
  —¿Sobre la explosión? —preguntó el pequeño, intrigado.
  —Sobre por qué sigo con vida. —Mitranash se tomó unos segundos para recordar—. Estoy seguro de los tres motores estaban apagados cuando llegué a la plaza. Como dijo Gensha, los coches no explotan solos…, y mucho menos cuando ni siquiera están en marcha.
  —Vale —asintió Kalki—, pero ¿por qué explica eso que no hayas muerto?
  —Porque yo no era el objetivo —sentenció Mitranash con firmeza—. El autor del atentado podría haber esperado hasta que me hubiese acercado a las chicas. Sin embargo, detonó la bomba antes de tiempo.
  —Esas son demasiadas suposiciones —replicó Kalki, menos predispuesto a resolver un crimen que aún no sabían si era tal cosa—. Si esto ha sido obra de una bomba, podría tratarse de un simple error de cálculo. Tal vez creyeron que te encontrabas a una distancia suficiente, o era un explosivo con temporizador, o…
  —No —lo interrumpió Mitranash—. Una persona capaz de elaborar algo tan complicado no dejaría que su misión fracasase por unos errores tan estúpidos como no controlar el radio de alcance o el tiempo exacto de la cuenta atrás.
  Kalki torció el gesto, pensativo.
  —¿Insinúas que el objetivo de la explosión eran esas pobres chicas? ¿Por qué querría alguien matarlas?
  —¿Por qué querría alguien matarme a mí?
  —No lo sé, Mitra… Pero, si tú mueres, tendré que ocupar el puesto de sucesor, así que procura mantenerte con vida, ¿vale?
  —¿Cómo? —Mitranash fingió sorpresa—. ¿Que si muero me libraré del cargo de Badishah? Si lo llego a saber antes…
  Los dos hermanos rieron, olvidando, aunque solo fuera por unos segundos, la tragedia que había acontecido pocas horas atrás en ese mismo lugar. Fue una suerte que nadie los viera, para evitar malentendidos.
  Mitranash y Kalki se sorprendieron por la llegada de los guardaespaldas del primero.
  —¿Qué hacéis aquí? —preguntó el hijo mayor de Narash, elevando una ceja en gesto de incredulidad.
  —Seguimos órdenes de su padre, Sehzade —explicó Luzio.
  —No es necesario —respondió, algo molesto—. Podéis marcharos.
  —Lo lamento, pero no podemos desobedecer una orden directa del Badishah.
  —¿Y una mía sí?
  Los guardaespaldas se miraron, incómodos.
  —Solo si contradice las órdenes del Badishah —concluyó Darko.
  —Venga, venga. —Kalki tomó el turno de palabra para calmar los ánimos—. Sé comprensivo, Mitra. Es cierto que no tienen alternativa. Y es comprensible que estemos todos preocupados por ti. Al menos, hasta que se confirme que ha sido un accidente, o que se demuestre esa teoría tuya de que tú no eras el objetivo de la explosión.
  Mitranash se encogió de hombros, resignado. Por mucha razón que tuviese su hermano, prefería que lo dejasen en paz. Prefería correr el riesgo. Prefería ser uno de los espectadores que, horas antes, se agolpaban al otro lado de las vallas.
  —Bueno —dijo, dándose por vencido—. Me gustaría ir al hospital, si mi padre no se opone. Y, antes de que pongáis en alerta a toda mi familia, permitidme aclarar que no busco un médico, sino a un paciente.
  Los dos hermanos y los guardaespaldas descendieron al segundo nivel mediante el tranvía, que los dejó frente al único hospital de Badee-Chattaan. Era el edificio más grande de toda la ciudad, reformado y ampliado en múltiples ocasiones, para evitar que quedase anticuado. No es que la medicina y tecnología de Terras fuesen las más avanzadas del mundo, pero servían para tratar a la mayoría de los pacientes. Por desgracia, una de las consecuencias de basar la economía en la minería, era que nunca faltaban pacientes a los que tratar.
  —Está hasta arriba —dijo Kalki, mirando con inevitable preocupación a toda la gente que caminaba de un lado para otro—. Creo que es el peor momento para hacer una visita.
  —Puede que sea el único —replicó Mitranash—. No sé su nombre, así que se me hará difícil dar con él una vez salga de aquí.
  Kalki asintió, conforme.
  —¿Estás seguro de que lo han traído al hospital?
  —Sí. Ese de ahí me lo acaba de confirmar.
  Siguiendo la mirada de su hermano, Kalki descubrió a un perro, de pelaje blanco y naranja, junto a la puerta del hospital. El hijo menor del Badishah prefirió no hacer más preguntas; ni siquiera sabía si era una broma.
  La mayoría de los afectados por la explosión habían sido dados ya de alta, por lo que la sala de espera no tardaría en vaciarse, a excepción de los amigos y familiares de aquellos menos afortunados. Mitranash se aproximó a uno de los empleados, un enfermero con aspecto cansado.
  —Estoy buscando a un niño. Tendrá… poco más de diez años. Doce, quizá. Pelo negro, delgado, con la ropa destrozada… La última vez que lo vi estaba inconsciente. Inhaló mucho humo.
  Por la expresión de asombro de aquel hombre, era evidente que había reconocido al chico que tenía delante, y también al que esperaba algo más alejado, junto a los dos guardaespaldas vestidos de paisano.
  —Creo que sé a quién se refiere. Por favor, acompáñenme.
  En ocasiones como esta, Mitranash agradecía las ventajas que le proporcionaba ser miembro de la dinastía de Terras. No podía negar la facilidad con que le abría puertas, tanto de forma literal como metafórica.
  El enfermero los condujo hasta una habitación de la segunda planta.
  —Es aquí.
  —Gracias —respondió Mitranash.
  —Y gracias también por vuestro esfuerzo —añadió Kalki—. Puedo ver que estáis haciendo un gran trabajo con los heridos.
  —Ojalá hubiésemos podido salvarlos a todos —se lamentó el empleado del hospital—. Como ya saben, este niño estuvo a punto de asfixiarse, pero sobrevivirá. Me temo que su familia no puede decir lo mismo.
  Aquella información cayó como un jarro de agua fría.
  —¿Ya lo sabe? —preguntó Kalki, con el corazón en un puño.
  El enfermero negó con la cabeza, incapaz de verbalizar tanto dolor y sufrimiento inevitables. Kalki le agradeció de nuevo su trabajo antes de internarse en la habitación junto con su hermano, mientras los dos guardaespaldas vigilaban la puerta.
  El niño, que estaba de pie, mirando por la ventana, se giró hacia ellos en cuanto los oyó entrar. La sonrisa que se había dibujado en su rostro desapareció tan rápido como llegó.
  —Supongo que no somos quienes esperabas, ¿eh? —dijo Mitranash.
  La expresión de confusión del niño se transformó de nuevo, esta vez en sorpresa.
  —¡Eres tú! ¡El Sehzade!
  —Puedes llamarme «Mitra». Este es Kalki, mi hermano.
  El segundo Sehzade lo saludó con la mano, esforzándose por mostrar una sonrisa.
  —¡Yo…, yo estaba allí! —exclamó el niño—. ¡Te estábamos esperando, y…, y…!
  Mitranash le hizo un gesto para que se tranquilizase. De lo contrario, resultaría complicado entender qué quería decir.
  —¿Estabas dentro de la plaza?
  —¡Sí! ¡Shauri es mi hermana!
  —Oh…
  Los Sehzade supusieron que Shauri era una de las tres candidatas con las que debía encontrarse Mitranash. Es decir, que era una de las víctimas de la explosión. «Una víctima». Esas palabras resonaban en la cabeza del heredero como si luchasen por salir.
  —¿Cuándo van a venir mis padres y mi hermana? —preguntó el niño de repente.
  Mitranash le sostuvo la mirada, incapaz de responder. Kalki dio un paso al frente y posó con suavidad una de sus manos sobre el hombro del niño.
  —Oye, no nos has dicho tu nombre.
  —Me llamo Zulkar. Soy de Radan.
  —¡Anda! Igual que N’darayan, el prometido de mi hermana Gensha.
  —¡Lo sé! ¡Hanik es amiga mía!
  Hanik era la hermana pequeña de N’darayan, y, por lo tanto, futura concuñada de Mitranash y Kalki. Solo la habían visto en un par de ocasiones. No sabían casi nada de ella, salvo que era un año menor que el tercer hijo del Badishah. Es decir, que sería unos cinco años mayor que aquel niño.
  —Zulkar —dijo Mitranash—, quiero preguntarte una cosa. ¿Tienes un perro de color blanco y naranja?
  —¡Sí! —respondió, ilusionado—. Se llama Zody.
  —Pues que sepas que te está esperando en la puerta del hospital.
  —¿Está solo? Tengo que…
  —No —lo interrumpió Mitranash—. No puedes salir hasta que lo digan los doctores.
  Zulkar agachó la mirada, como si lo estuviesen regañando.
  —¿Mis padres no saben que estoy aquí?
  Mitranash hizo todo lo posible por no responder a esa pregunta.
  —Si quieres, mientras tanto, puedo cuidar yo de Zody. Cuando salgas del hospital, ven a buscarlo a mi casa, ¿vale? Es una gran mansión del cuarto nivel, no tiene pérdida.
  El niño asintió con la cabeza sin mucho entusiasmo.
  —Si veis a mis padres, decidles dónde estoy, por favor.
  —Claro, colega. Nos vemos pronto.
  Los Sehzade salieron de la habitación sin mirar atrás. Mitranash se dirigió a toda prisa hacia la salida en busca del perro, mientras Kalki, unos pasos por detrás de su hermano, usaba un pañuelo de papel para enjugarse las lágrimas que ya no podía seguir conteniendo.



4

  Casi todas las tardes, al filo de la noche, o en cuanto se ponía el sol, Mitranash descendía al primer nivel de Badee-Chattaan. Sus dos lugares favoritos de la ciudad eran el gimnasio y la zona de bares. Allí nadie lo trataba con reverencia, como a un miembro de la dinastía, ni lo llamaban «Sehzade». Entre sus amigos y conocidos, Mitranash era uno más. Allí abajo, él era, simplemente, «Mitra».
  Por desgracia para el hijo mayor de Narash y Umakshi, aquello también se vería afectado por la explosión. Aún estaba demasiado reciente, apenas habían pasado unas horas, por lo que se mantenía vigente la orden del Badishah de no dejar entrar ni salir a nadie de la mansión familiar sin su permiso expreso. Lo cual, por supuesto, incluía a los miembros de la dinastía.
  Mitranash aceptó aquella orden con resignación. Sabía que no serviría de nada discutir. Los guardias no podían desobedecer al Badishah, y Narash ni siquiera aceptaría sentarse a tratar el tema con su hijo. Sin posibilidad de acudir al gimnasio, Mitranash pidió a uno de los sirvientes que enviase un telegrama a su instructor de muay ret, para informarle de que, «debido a la complejidad de la situación», no le sería posible acudir a su clase correspondiente.
  Si Narash había sido el principal artífice de proporcionar un servicio nacional de tren y tranvía gratuitos, su padre, el anterior Badishah, también hizo mucho por mejorar la comunicación entre todos los habitantes de Terras, al ordenar la instalación del actual sistema de telegrafía. Los postes plantados a lo largo y ancho de todas las localidades y carreteras del país, proporcionaban un sistema de mensajería rápido y eficiente, gracias a un invento más o menos reciente, importado de otro país: las máquinas telegráficas.
  La línea de telégrafo llegaba a todas las casas del país, sin que sus propietarios tuvieran que pagar nada más que el propio aparato para enviar mensajes («telegramas»), junto con el bajo aunque inevitable coste eléctrico consiguiente. Enviar un telegrama resultaba tan sencillo como escribir el texto alfanumérico deseado, empezando siempre por los códigos de la ciudad y vivienda a las que se deseara dirigir el mensaje, y pulsar el botón de enviar. El telegrama viajaba por los cables hasta la oficina local de telegrafía, donde, originalmente, un empleado se encargaba de redirigir aquel mensaje hacia su destino correcto. La ostensible falta de rapidez y privacidad se vio compensada por la invención de las máquinas telegráficas, capaces de hacer el mismo trabajo que aquellas personas en menos tiempo y sin el riesgo de que los telegramas pudieran ser leídos, excepto, como es obvio, por el emisor y el receptor. O, si acaso, por los miembros de la unidad familiar. Nadie podía evitar que un hermano, padre, madre, hijo o, en el caso de esta familia concreta, sirviente, cotilleara los telegramas no borrados de los demás.
  Mitranash aguardó hasta el momento de la cena para mostrar su descontento con respecto a la prohibición de abandonar la mansión. Las discusiones familiares en torno a la mesa del comedor eran cada vez más habituales.
  —Espero que mañana podamos salir de esta cárcel —espetó nada más sentarse.
  —Esta cárcel tiene el objetivo de mantenerte con vida —replicó su padre, decidido a zanjar el tema cuanto antes.
  —Los supuestos culpables ya han cumplido su objetivo —insistió Mitranash—. No estamos en peligro.
  —¡¿Que «no estamos en peligro»?! —protestó Gensha, señalándose el vendaje de la cabeza.
  —Eso fue un daño colateral. —El primer Sehzade estaba convencido de su teoría—. Nosotros no éramos el objetivo. Si lo fuéramos, yo ya estaría muerto.
  —¿Insinúas que alguien quería matar a una de las candidatas?
  —O a las tres.
  A Gensha le parecía una hipótesis absurda. Y ese era un juego en el que ella estaba encantada de participar.
  —Ahora que lo pienso… Qué casualidad que hayan asesinado a todas las candidatas a convertirse en tu futura esposa. Casi diría que lo encuentras… conveniente.
  Kalki y Umakshi quisieron intervenir, pero Mitranash les hizo un gesto con la mano para pedirles ser él quien respondiera.
  —¿Acabas de acusarme de asesinar a más de una decena de personas por fines egoístas?
  —Sé que tú jamás harías algo así —dijo Gensha, midiendo más sus palabras—, pero no puedo evitar notar una especie de expresión de alivio en tu rostro. Cuando, por fin, papá consigue hacerte entrar en razón, y, por una vez en tu vida, aceptas hacer lo correcto…, las pobres chicas involucradas mueren.
  —¿No significa eso que parte de la culpa es vuestra?
  La contestación de Mitranash no hizo más que enfurecer aún más a su hermana.
  —¡¿Ves?! ¡Hablas del tema como si no te importase nada! ¡Ni siquiera pareces afectado por la muerte de toda esa gente!
  —Claro que no lo estoy —sentenció él sin titubear—. No soy un hipócrita. No conocía de nada a todas las personas que han muerto. Me entristece lo sucedido, por supuesto, pero no me pidas que sienta más pena por ellos que por los miles de humanos y animales que mueren a diario de forma injusta. ¿Sabes cuántos bebés mueren antes de cumplir el primer mes, Gensha? ¿Deberíamos llorar por cada uno de ellos?
  —¡¿Cómo puedes ser así?! —Gensha no daba crédito ante aquellas palabras tan frías—. ¡Vas a ser el próximo Badishah, pero no te importan Terras ni su gente!
  Umakshi se acercó a su hija para tratar de calmarla.
  —Quizá —concluyó Mitranash—, justo por ese motivo, no debería ser Badishah.
  —Pues lo serás —contestó su padre con brusquedad—. Te guste o no, es la vida que te ha tocado vivir.
  —De eso nada —replicó el chico—. Es la vida que me quieres obligar a vivir.
  Narash jamás perdía la calma en las discusiones con su hijo mayor. Aunque defendiesen posiciones opuestas, se parecían mucho más de lo que les gustaría reconocer.
  —La ley es algo superior a todos nosotros. Ya hemos hablado de esto miles de veces. Sabes que yo no puedo actuar en contra de los deseos de nuestros ancestros. Si lo hiciese, sería un tirano. Estaría insultando a toda nuestra dinastía, además de a la maravillosa gente de Terras.
  —Puede que parezca un insulto a nuestros antepasados… —reconoció Mitranash—. Pero es que tal vez se lo merezcan. —Antes de recibir una lluvia de críticas por soltar esta frase, el Sehzade se apresuró a seguir hablando—. Son esos mismos antepasados quienes crearon una sociedad en la que la mujer quedaba supeditada al hombre. Un sistema que mantenemos a día de hoy. Gensha, tú deberías entenderlo mejor que nadie. Si quisieras, podrías ser la primera Badishah mujer.
  —Esto no es cuestión de querer —replicó ella—. A diferencia de ti, conozco mi lugar, y lo mucho que puedo aportar a mi manera. Mis deseos personales palidecen en comparación con la emoción que siento al sacrificarme por nuestro pueblo. Cumpliré mi papel al lado de N’darayan, y Kalki lo hará desde el interior de la Terragarvadl. Ya es hora de que tú también madures.
  Narash sonrió a su hija, orgulloso.
  —Mitranash, tienes mucho que aprender de tu hermana.
  —¿Aprender qué? —replicó el heredero al trono—. ¿A ser una esclava acomplejada? Todas sus joyas y buenas maneras no cambian lo que realmente es.
  A Mitranash no le resultaba gratificante haber dicho eso. Pero era lo que realmente sentía.
  —Se acabó —dijo Narash—. Vete ahora mismo a tu habitación.
  —¿Es una sugerencia, una orden de padre o un mandamiento de Badishah?
  —Las tres cosas.
  —En ese caso, no puedo negarme. —Mitranash se puso en pie—. A sus órdenes, Badishah.
  El chico se marchó del comedor, dejando a su padre y hermana visiblemente enfadados, y a su madre y hermano sin saber qué decir.
  —Papá —dijo Gensha—, esto no puede seguir así. Tienes que nombrar heredero a Kalki. Mitra echará por tierra todo lo que nuestra dinastía ha construido durante siglos.
  Kalki hizo un gesto a su hermana para pedirle que no siguiera por ahí. No le gustaba participar en discusiones acaloradas, donde la razón quedaba a un lado, y donde las posturas, más que acercarse, no hacían más que distanciarse aún más.
  —Mi futuro está en la Terragarvadl, como ya sabes. Si todo va bien, pronto conseguiré el cargo de Lector. Es todo cuanto deseo.
  —Pero serías un Badishah perfecto —insistió su hermana—. Inteligente, amable, trabajador…
  —No, Gensha. —Esta vez fue Narash quien la interrumpió—. Tú misma lo has dicho: cada uno tiene su papel en esta gran obra. Mitranash entrará en razón. Algún día, espero que dentro de muchos años, cuando yo ya no esté en condiciones de gobernar, vuestro hermano será mi sucesor. Para entonces, confío en que esté tan mentalizado y comprometido como vosotros. Y, para ello, voy a necesitar vuestra ayuda. No: él la va a necesitar. Gensha, Kalki, estoy muy orgulloso de vosotros. Mitranash no sabe la suerte que tiene de poder contar con vuestro consejo.
  —¿De qué sirve nuestro consejo, si se niega a escuchar? —replicó la Sultanzade.
  —Ya lo hará —aseguró Narash con optimismo—. Por el bien de Terras, esperemos que así sea.



5

  Zulkar no estuvo más de un día en el hospital. En cuanto le permitieron salir, se dirigió a la residencia habitual del Badishah y su familia, tal y como le dijo Mitranash. Por suerte para el niño de Radan, Kalki llegó a la mansión al mismo tiempo que él, por lo que pudo acompañarlo al interior si la intervención de los guardias. Aunque Narash había retirado la prohibición de entrada y salida, las medidas de seguridad eran más estrictas que nunca.
  Mitranash y Zody se hallaban en el patio trasero del edificio, pasando el tiempo juntos. El perro corrió al encuentro de Zulkar en cuanto lo vio llegar, momento que los dos hermanos aprovecharon para hablar a solas, asegurándose de que el niño no pudiese oírlos.
  —¿Sabe lo de su familia? —preguntó Mitranash.
  —Se lo dijeron ayer.
  —Joder…
  No había sobrevivido nadie que, en el momento de la explosión, se hallase próximo a los vehículos donde se originó. Todos los que conocían lo sucedido consideraban un milagro que Zulkar no hubiese corrido la misma suerte que las tres candidatas y sus acompañantes. Nadie sabía qué lo había protegido…, aunque, para algunos, la respuesta era evidente: Terragar.
  —Intenta ser más amable que de costumbre, por favor —pidió Kalki a su hermano.
  —¿Por quién me tomas?
  —Sé que no estás acostumbrado a tratar con niños, y este, ahora mismo, es uno muy frágil. La situación por la que está pasando… —Suspiró—. No puedo ni imaginar el dolor que sentiste cuando murió el abuelo, pero no creo que pueda compararse con la muerte de sus padres y su hermana al mismo tiempo. Toda su vida se ha venido abajo en un abrir y cerrar de ojos.
  Mitranash observó a Zulkar y Zody en silencio durante varios segundos antes de contestar.
  —¿No tiene más familia?
  —Supongo que sí —respondió Kalki—. Ya nos hemos puesto en contacto con el gobierno de Radan, y estamos esperando su respuesta. Hasta entonces, se quedará en la residencia de estudiantes de la Terragarvadl.
  —Buena idea —asintió Mitranash—. ¿Dejarán que se quede el perro?
  —No veo motivo para no hacer una excepción. —Kalki se encogió de hombros—. ¿Te importa cuidarlos mientras hago la solicitud?
  —¿Qué? —El Sehzade mayor torció el gesto—. Me comprometí a cuidar de Zody, no a hacer de niñero.
  —Venga, Mitra —insistió su hermano—. Zulkar necesita estar con alguien, y yo, a diferencia de ti, tengo cosas que hacer. Además, creo que tú también puedes beneficiarte de esta… experiencia.
  Kalki se marchó sin dar tiempo a Mitranash para replicar; cosa que, sin duda, habría hecho una y mil veces. Cuidar a un niño de doce años no era difícil. En cambio, tratar con un niño que acababa de perder a su hermana y padres… ¿Qué podía decir? ¿Qué podía hacer para evitar que rompiera a llorar? Y, dado el caso, ¿cómo podría consolarlo?
  —Oye, Mitranash… —Fue Zulkar quien se aproximó a él, seguido de cerca por Zody.
  —¿Qué pasa? —preguntó, quizá de forma un poco brusca, sorprendido por lo repentino de la situación.
  El niño se tomó su tiempo para seguir hablando, como si, de repente, se hubiese visto invadido por una timidez que hasta entonces mantenía oculta.
  —Me han dicho que fuiste tú quien me salvó de… Bueno, de lo que pasó. Y… quería decirte que… gracias.
  —Te equivocas —replicó el Sehzade, ahora sí, en un tono más amable—. A quien debes agradecer tu rescate no es a mí, sino a ese otro que te acompaña.
  Zulkar tardó un par de segundos en comprender que se refería al perro, Zody.
  —¿Él? —Zulkar miró a su amigo, extrañado.
  —De no ser por sus ladridos, nunca te habría encontrado.
  —Ah… —Zulkar no terminaba de estar convencido—. Pero… tú me sacaste del humo, ¿no? Eso me dijeron —añadió, confirmando su propia versión—. Eres como uno de esos héroes de los libros, que se juegan la vida por gente a la que ni conocen.
  Mitranash rió por dentro. La realidad no era, ni de lejos, tan simple. ¿Seguiría pensando Zulkar que Mitranash era un héroe si supiera que, a cambio de salvar su vida, y sin la certeza de que aún estuviera vivo cuando lo sacó de la plaza llena de humo, dejó morir a otro hombre que aún respiraba y se movía? Un hombre que podría tratarse de alguno de los familiares del niño, quizá su padre, y al que Mitranash dio la espalda, temiendo por su propia vida.
  Prefirió guardarse esos pensamientos para sí mismo y cambiar de tema, en un intento de quitarse al niño de encima.
  —¿Te gusta leer? Tenemos un montón de libros en la biblioteca de la mansión.
  —¡Sí! —respondió, emocionado—. En la librería de Radan también hay muchos libros. Mis favoritos son los de héroes y los de historia antigua.
  —¿Historia de Terras?
  —No. De… mucho antes.
  Era poco habitual que un niño se interesase por la historia de la nación, y menos aún que lo hiciese por la vida y obra de sus supuestos predecesores.
  —He leído algún que otro libro sobre civilizaciones antiguas —dijo Mitranash—. Cuesta creer gran parte de lo que cuentan, la verdad.
  —¡Pues yo creo que es verdad! —replicó Zulkar—. ¿Te imaginas lo genial que sería poder hablar con gente de todas las partes del mundo? ¡Y no solo hablar! —añadió—. ¡También ver imágenes en movimiento!
  —Ah, sí, la «televisión», ¿no?
  —¡Es como viajar, pero sin salir de casa! ¡Podríamos ver todas las obras de teatro del mundo! ¡Y…, no sé, muchas cosas!
  —Realidad o ficción, es una tecnología que se perdió hace mucho tiempo.
  No es que Mitranash disfrutase destrozando la ilusión de un niño, pero consideraba necesario marcar una línea psicológica entre lo que uno es capaz de alcanzar, y lo que no, al estirar el brazo. Y no para restar importancia o tachar de «sueño irrealizable» a lo que queda más allá, sino para evitar perder la perspectiva con respecto a todo aquello en lo que sí pudieran influir de manera directa. Era, en cierto modo, un mecanismo de seguridad para evitar decepciones.
  —¿Por qué crees que desaparecieron esos inventos? —preguntó Zulkar.
  —Quizá hubo una guerra. —Mitranash se encogió de hombros—. O quizá nunca existieron. —El Sehzade recordó las palabras de su hermano: «Intenta ser más amable»—. Pero, oye, en cualquier caso, ¿no te gustaría intentarlo?
  —¿Intentar qué? —respondió Zulkar, confundido.
  —Conoces el telégrafo, ¿verdad? Su creación se basó en uno de esos inventos antiguos. Estudia mucho, y algún día podrás convertirte en el inventor de la «televisión», los «videojuegos», los «aviones», o cualquiera de esos artilugios extraños que narran los libros.
  —Eso… sería genial.
  El niño se quedó en silencio, con la vista clavada en el cielo. Mitranash no podía distinguir si estaba reflexionando sobre sus palabras o si estaba a punto de echarse a llorar, así que, para evitar esto último, se esforzó en seguir adelante con la conversación.
  —¿Tenéis teatro en Radan?
  El Sehzade sabía que sí, pero optó por fingir ignorancia para mantener entretenido a Zulkar.
  —Sí, pero no suelo ir mucho —reconoció el niño—. Prefiero leer las historias en los libros.
  —En eso compartimos opinión. Un mal actor puede estropear la mejor de las obras.
  —Y puedo parar de leer cuando quiera —añadió Zulkar—. ¿Sabes? Hace dos años, fui al teatro de Radan a ver «Las tres Haseki». Va de un Sehzade, de un país inventado, que tiene que elegir a su esposa de entre tres mujeres. ¡Es igual que la realidad!
  —Conozco el libro —asintió Mitranash—. No lo había relacionado hasta ahora, pero seguro que mis padres se basaron en esa novela para su intento de obligarme a elegir novia.
  Mitranash supo que acababa de meter la pata en el mismo instante en que las palabras salieron de su boca.
  —A mi hermana le gustaba mucho esa obra… —dijo Zulkar, en una voz que casi fue un susurro.
  Ya no había forma de seguir obviando aquel asunto. El maldito tabú. Cambiar de tema solo empeoraría la situación. Mitranash debía seguir adelante, sin perder el tacto, y aceptar las consecuencias.
  —Dijiste que se llamaba Shauri, ¿verdad? Me habría encantado conocerla.
  —Seguro que la habrías elegido —respondió con orgullo fraternal—. Shauri era muy amable, guapa y lista. Era… Era…
  Mitranash, en uno de los más complejos ejercicios mentales de toda su vida, trató de encontrar las palabras adecuadas para evitar lo que estaba a punto de suceder. Pensó en hablarle de la historia real de «Las tres Haseki», la que narraba la novela, antes de sufrir múltiples cambios para su adaptación a obra de teatro. Pero no creía que aquel niño comprendiese el concepto de «poligamia».
  —Oye, Zulkar… —empezó a decir, sin saber cómo acabaría la frase.
  —Mi mamá…
  El niño rompió a llorar. Mitranash recorrió el patio con la mirada en busca de ayuda, pero allí solo estaban ellos dos y el perro, quien no parecía muy decidido a intervenir. Los siguientes segundos transcurrieron tan lentos como horas. Mitranash no sabía si debía decir algo para consolarlo, darle un abrazo o llamar a uno de los sirvientes para que lo acompañara a la residencia para estudiantes de la Terragarvadl.
  —Si necesitas hablar… —fue lo único que alcanzó a decir.
  Mitranash le puso una mano sobre el hombro y esperó hasta que el niño se calmó por sí solo. Por suerte, no tardó mucho.
  —¿Es verdad que las almas de la gente que muere viven en la Elevación para siempre? —preguntó de repente.
  La respuesta que hubiera recibido en condiciones normales no le habría gustado: «Las almas no existen, así que el único modo de viajar a la montaña después de muerto es que te entierren allí». Pero Mitranash no se veía capacitado para intentar razonar, y mucho menos debatir, con un niño que acababa de perder a toda su familia.
  —Estés cerca o lejos de la Elevación, tus padres y tu hermana te protegerán siempre que te acuerdes de ellos —dijo con toda la ambigüedad que pudo reunir en una sola frase.
  —¿Crees…? ¿Crees que se habrán hecho amigos de Terragar?
  Zulkar no se lo estaba poniendo nada fácil. Por suerte, Gensha llegó justo a tiempo de rescatar a su hermano.
  —No necesitamos morir para hacernos amigos de Terragar. —La Sultanzade se agachó frente al niño para ponerse a su altura—. Él nos cuida y ama a todos desde el momento en que nacemos. Incluso a idiotas como Mitra.
  Ese comentario inesperado hizo reír a Zulkar, aunque no logró acallar su curiosidad.
  —Entonces, ¿por qué no evitó que murieran?
  —Terragar nos ha bendecido con el don de la libertad —explicó Gensha—. Un don que no todos saben agradecer, como es el caso de esos malnacidos que pusieron la bomba… —La hija de Narash se señaló la venda de la cabeza, que le cubría la frente y un ojo—. Este es un buen ejemplo. Terragar no pudo evitar que algo me golpeara, porque no nos controla como si fuéramos marionetas, pero, gracias a su bendición, podré recuperarme por completo.
  Pese a lo directa que era en sus palabras, todo lo contrario que la ambigüedad de su hermano, Gensha estaba logrando calmar a Zulkar. Era como si el tono cariñoso de su voz tuviese un efecto sedante en la mente del niño. Mitranash, inmune a ese supuesto efecto, prefirió morderse la lengua y no replicar. No sería por falta de ganas.
  —¿Algún día podré volver a verlos?
  Zulkar miraba a Gensha como si tuviera todas las respuestas del universo.
  —Claro que sí. —La Sultanzade le asió ambas manos con delicadeza—. Cuando llegue el momento, todos protegeremos Terras juntos, como una gran familia. Pero aún falta mucho para eso. Hasta entonces, tenemos que hacer lo posible por conseguir que Terragar esté orgulloso de nosotros. Que todos los que viven con él lo estén. Debemos devolverles todo su amor.
  Zulkar asintió con la cabeza. El mensaje de Gensha estaba calando en él.
  —Pero ¿qué pasa con toda la gente que ha sido mala? —preguntó el niño.
  —No hay sitio para ellos en la montaña —sentenció Gensha—. Pero sé que tú no eres malo, así que no tienes que pensar en esas cosas. Oye, ¿te apetece que te enseñe la mansión? Estoy segura de que Mitra ni te lo ha ofrecido.
  —¡Hm! —Zulkar asintió con energía, ilusionado, no solo por la visita guiada que estaba a punto de iniciar, sino por compartir aquel momento con esa chica que a él le parecía tan diferente y maravillosa.
  —Me llamo Gensha. ¿Y vosotros?
  —Él es Zody. Yo soy Zulkar. ¡Somos de Radan, como tu prometido!
  —¡Oh! —La Sultanzade rió—. Veo que me conoces mejor que yo a ti. Eso tiene que cambiar, ¿eh?
  Ambos se alejaron a través de los pasillos de la mansión, en medio de una conversación cada vez más animada, seguidos muy de cerca por el perro de pelaje blanco y naranja.
  Cuando Mitranash se quedó a solas en el patio, al fin pudo respirar con alivio, celebrando, desde el silencio y la tranquilidad, que aquel rato tan desagradable hubiera llegado a su fin.



6

  Si el Visir Aresham era la mano derecha del Badishah, el Mushir Bandar podría considerarse la izquierda. El suyo era un cargo especial dentro del gobierno de Terras. Sobre el papel, el Mushir no poseía ningún poder real. No mandaba sobre nadie ni estaba habilitado para dar órdenes. Sin embargo, casi todas las decisiones del Badishah pasaban antes por sus oídos. Era, en definitiva, un consejero. No había nadie en quien Narash confiara más que en aquellos dos hombres. Con la excepción, siendo justos, de su esposa.
  Narash y Bandar recibieron a Mitranash en el despacho del primero, dentro del ayuntamiento del nivel superior de Badee-Chattaan. El cuarto nivel era, con diferencia, el más angosto de los que componían la capital de Terras. Al Sehzade no le llevó más de un par de minutos caminar desde la mansión hasta el ayuntamiento.
  —Buenos días, Mitra —le saludó Bandar.
  —Buenos días, tío.
  El Mushir tenía el privilegio de poder tratar de forma tan cercana a todos los miembros de la dinastía, ya no solo por su amistad con el Badishah, sino porque, a lo anterior, había que sumarle su parentesco familiar: era el único hermano de la Haseki Umakshi.
  Sin más preámbulos, Narash informó a su hijo del motivo de la reunión.
  —Hemos detenido a un sospechoso de lo ocurrido ayer.
  —¿Tan rápido? —preguntó Mitranash, impresionado.
  —Era el conductor de uno de los tres coches. Sobrevivió porque abandonó la plaza apenas unos instantes antes de la explosión. Demasiada suerte para ser casualidad.
  —¿Ha confesado?
  —Aún no —respondió el Badishah—. Está en los calabozos. Mientras no abra la boca, no podemos hacer otra cosa más que esperar y seguir investigando.
  —Vale, ¿y qué queréis que haga yo? ¿Que hable con él?
  Mitranash sabía que no lo habían convocado para ser informado de las novedades. Eso habría podido esperar.
  —Lo que queremos —dijo Narash—, ahora que el causante está entre rejas, es que todo vuelva a la normalidad.
  Unas palabras inocentes en apariencia, pero que ocultaban un trasfondo que al Sehzade, quien conocía de sobra la mentalidad de su padre, no le auguraban nada bueno.
  —¿De verdad estás insinuando que reanude la búsqueda de esposa?
  —Sabes lo importante que es este asunto para Terras —respondió Narash con firmeza, y no menos frialdad—. Debes asegurar el linaje con descendencia.
  —Sí, sé lo importante que es para vosotros. Por eso acepté, en contra de mi voluntad, participar en este circo. Y ya viste cómo terminó. No han pasado ni dos días desde la muerte de las tres candidatas, ¿y ya habéis buscado a otras tres nuevas? —Mitranash dejó escapar una risa de incredulidad—. Luego soy yo el insensible…
  Bandar interrumpió la discusión antes de que fuese a mayores.
  —Escucha, Mitra… Todos lamentamos profundamente lo sucedido, pero no podemos dejar que las emociones nublen la razón. Ya no eres un niño. Eres todo un hombre. Terras te necesita. Todos te necesitamos.
  —Entiendo lo que me estáis pidiendo —respondió el Sehzade, tratando de alcanzar un punto común—, pero no veo la necesidad de apresurarse.
  —Yo tampoco sentía esa necesidad —reconoció Narash—. Aun así, nadie tuvo que obligarme a casarme y tener hijos. Pero, si no lo hubiera hecho…
  —A ti no te ocurrirá lo mismo que al abuelo.
  —Eso no podemos saberlo.
  La muerte del anterior Badishah, el padre de Narash, pilló por sorpresa a todo el mundo. Pese a gozar de buena salud, una enfermedad repentina acabó con su vida poco después del nacimiento de Kalki. Nada hacía pensar que Narash fuese a sufrir un final semejante, pero la vida les había demostrado que no podían confiarse. Ese era el motivo de que todos, excepto su hijo mayor, coincidieran en que lo más sensato sería asegurar el futuro de la nación cuanto antes. Y eso pasaba por obligar a Mitranash a formar una familia.
  —En el peor de los casos —dijo el Sehzade—, si me viera forzado a ocupar tu puesto antes de tiempo, podría hacerlo sin esposa ni hijos.
  Narash negó con la cabeza.
  —Eso no estaría bien visto. Nuestro pueblo necesita un Badishah tanto como necesita una Haseki. Necesitan la mano firme y el amor maternal. Necesitan saber que nuestra dinastía continuará protegiéndolos tras nuestra partida. No como individuos, sino como un ente superior que cuida de ellos.
  —Si el pueblo necesita a alguien firme, maternal y comprometida —replicó Mitranash—, pueden contar con Gensha. Ella ya posee todo lo que buscas en mí.
  —Sabes perfectamente que ella no puede…
  —No —lo interrumpió—. Lo único que sé es que no queréis. ¿Qué impide que una mujer sea la líder de un país?
  —La tradición y los textos antiguos —sentenció Narash—. ¿Te parece poco?
  —¿Los textos? —Mitranash rió—. Solo los que os interesan.
  De nuevo, el debate amenazaba con convertirse en una discusión agresiva. Bandar creyó conveniente intervenir una vez más.
  —Mitra, ya ha quedado clara tu postura.
  —No, tío, sabes que tengo razón —insistió el chico—. ¿Por qué es nuestra dinastía la que gobierna Terras? ¿Por qué mi padre es Badishah? ¿Por qué soy Sehzade? Es más: ¿por qué tú eres Mushir?
  —¿También te parece mal eso? —protestó Narash—. Es Mushir porque yo lo elegí. Y punto. No hay nadie más cualificado que tu tío para el puesto.
  —No lo estoy poniendo en duda —se excusó Mitranash—. Lo que quiero decir… «Badishah», «Sehzade», «Mushir»… Todos esos nombres los sacaron de libros antiguos. Que fueran encontrados en Terras no implica que pertenecieran a nuestros antepasados. Y que nuestra familia perteneciera al gobierno, no significa que nosotros seamos dignos sucesores por el simple hecho de compartir sangre.
  Narash suspiró, cansado de discutir.
  —Ya has estado leyendo otra vez esos libros fantasiosos y distópicos, ¿eh?
  Aunque Mitranash sabía que no serviría de nada seguir discutiendo, se veía incapaz de morderse la lengua después de soportar la forma tan despectiva con que su padre hablaba de cualquier idea contraria a la suya.
  —¿Qué diferencia hay entre mis libros y los vuestros? ¿Por qué os tomáis tan en serio unos mientras tacháis al resto de «fantasías distópicas»? A mi modo de ver, os habéis quedado con los que os parecían convenientes.
  —No los hemos elegido nosotros —replicó el Badishah—. Los eligieron generaciones anteriores, mucho más próximas a los efectos inmediatos de las culturas y sociedades ideales que describen. No podemos insultar su sabiduría con nuestra ignorancia. Es normal que, con el tiempo, todo ese conocimiento se ponga en duda. Por eso debemos ser nosotros, como guardianes de Terras, quienes lo defendamos.
  —¿Y no deberíamos ser nosotros, como guías del pueblo, quienes pusiéramos todo en duda? —siguió Mitranash.
  —Entonces, resultaría imposible mantener el orden.
  —Claro, sería imposible mantener vuestro orden. —El Sehzade no dejaba escapar ninguna ocasión para desmarcarse del sistema establecido—. Ese en el que una mujer no puede gobernar. En el que una persona sin intención ni motivación está destinada a convertirse en el futuro líder del país. En el que todo el mundo se cree bendecido por un ser mágico que vive en la montaña…
  Narash le hizo un gesto para que dejase de hablar. Ya eran suficientes ejemplos.
  —Si tantas ganas tienes de cambiar Terras —concluyó el Badishah—, y tan fácil te parece, ¿por qué no lo intentas?
  Mitranash no ocultó su desconcierto ante semejante declaración. La respuesta le parecía demasiado obvia.
  —¿Qué esperas que haga, si te opones a todo lo que digo?
  —Cuando tú seas Badishah, podrás proponer cualquier idea que se te antoje. Tal vez, incluso, logres que alguna de ellas salga adelante.
  El Sehzade torció el gesto.
  —Falta mucho para eso. Y el precio a pagar es demasiado alto.
  —Oh, ya veo… —Narash sonrió, sintiéndose vencedor—. Así que quieres que todo cambie, pero sin mover ni un dedo. Que lo cambien otros. Que trabajen otros. Que luchen otros. Así, cuando las cosas salgan mal, podrás seguir culpando a otros.
  —Estás tergiversando mis palabras.
  —Mira, Mitranash… Te guste o no, vas a ser el próximo Badishah. ¿Queda claro? En los próximos días, te presentaremos a otras tres candidatas. Podrás elegir a una. Si no lo haces, la elegiremos por ti. De una forma u otra, cumplirás con la tradición y traerás al mundo a los siguientes Sehzade. Cuando estés al mando, intenta introducir los cambios que consideres oportunos, pero jamás de manera déspota. Los Badishah no somos dictadores. Recuerda que estamos aquí para ayudar al pueblo, no para controlarlo. Por eso no puedes abandonar tu cometido, te pongas como te pongas.
  Mitranash se encogió de hombros, resignado.
  —Siento que estoy hablando con una pared. Todos decís lo mismo: que debo dedicar mi vida a cuidar de la gente de Terras, y que no hacerlo sería una decisión egoísta y perjudicial para el país. Pero obviáis que podría ayudarlos de formas mucho más efectivas que limitándome a perpetuar la ley y las tradiciones de antaño.
  Padre e hijo tenían algo más en común: les costaba sangre, sudor y lágrimas dar su brazo a torcer. Ambos estaban, siempre y sin excepción, convencidos de llevar la razón. De no ser por el Mushir Bandar, el debate bien podría haberse extendido hasta el infinito, sin que ninguno de ellos cediese un mísero milímetro.
  —Narash, Mitra, ¿puedo sugerir algo?
  —Por supuesto —asintió el Badishah—. Tu consejo siempre es bienvenido.
  —Creo que Mitra se equivoca al menospreciar la tradición. Falla al comprender cuánto ayuda esta normalidad a la estabilidad de la dinastía, de la ciudad y de todo el país. Seguro que con su mentalidad, tan diferente de la nuestra, puede mejorar ciertos aspectos que somos demasiado viejos para ver…, siempre y cuando se limite a proponer ideas, no a imponerlas, y nunca deje de escuchar a aquellos que saben más que él. E incluso a los que saben menos —añadió.
  —Exacto —respondió Narash, satisfecho—. Por eso…
  —Espera. —Bandar le hizo un gesto para que le permitiese seguir hablando—. Sin embargo, considero que esta no es la mejor forma de tratar de convencerlo, sobre todo cuando hablamos de una cuestión a la que se opone de inicio. No debemos explicarle cómo son las cosas, sino hacer que lo vea por sí mismo. Que entienda que su visión, lejos de ser reducida a «correcta o incorrecta», no se corresponde con la inmensa mayoría de los terrasíes. Por eso, creo que deberíamos permitir a Mitra exponer sus ideas ante el equipo de gobierno al completo. Ponerlas sobre la mesa, sin prejuicios, para descubrir si, tal y como suponemos, todos piensan como nosotros, o si hemos estado equivocados todo este tiempo.
  Aunque no se opuso de forma tan directa como habría esperado su hijo, el Badishah mostró una mueca que cualquiera habría identificado como, en el más generoso de los casos, serias dudas.
  —Si prometéis dejarme hablar —dijo Mitranash—, y permitís a todo el mundo opinar libremente, yo, a cambio, me comprometo a reunirme con las nuevas candidatas. Pero bajo mis propias condiciones. ¿Qué tienes que decir a eso, padre?
  Narash miró a su hijo con escepticismo.
  —Depende —sentenció—. ¿Qué condiciones son esas?
  —Nada de espectáculos absurdos y elitistas. Me reuniré con ellas de una en una, en un entorno tranquilo, sin esas estúpidas normas de protocolo que tanto os gustan. Que no se haga público hasta que todo haya terminado. Ah, y que a nadie se le ocurra meterme prisa. Después de conocerlas, dedicaré tanto tiempo como considere necesario para elegir. Os prometo que me lo tomaré en serio.
  El Badishah seguía sin estar convencido. Le parecía demasiado bueno para ser verdad. Por duro que sea decirlo, no se fiaba de su hijo mayor. Aun así, ya era más de lo que tenía antes de comenzar la reunión.
  —Está bien —dijo al fin—. ¿Dejarás de oponerte si cumplimos…?
  —No he terminado —lo interrumpió el Sehzade—. Aún queda lo más importante. Desde ahora, tendré voz en todas las reuniones de gobierno. Como ha dicho Bandar, se escucharán y debatirán mis ideas, siempre desde el respeto.
  —Sé cuánto disfrutas defendiendo tu postura —respondió su padre—. La pregunta es: ¿podrás aceptar que otros opinen diferente?
  —Acataré vuestras decisiones —asintió Mitranash.
  Narash y Bandar se miraron. El Mushir, sonriente al haber alcanzado algo parecido a una reconciliación, asintió con la cabeza.
  —Muy bien, tú ganas —dijo el Badishah—. Si cumples tu parte, obtendrás todo lo que pides.
  Narash le tendió la mano. Mitranash, en cambio, no había dicho su última palabra.
  —Añado otra condición: libertad absoluta para moverme por la ciudad. Quiero poder salir de la mansión cuando me plazca.
  —Es peligroso —replicó Narash—. Aún no estamos seguros de que el sospechoso que tenemos en el calabozo sea el culpable.
  —Me da igual —espetó con firmeza—. O aceptas o me largo.
  Bandar ya no sonreía. El acuerdo, tembloroso ya de por sí, amenazaba con derrumbarse. Por suerte, no ocurrió. Narash volvió a tenderle la mano, y, esta vez sí, Mitranash se la estrechó.
  —Es tu día de suerte —bromeó el Badishah, ostensiblemente molesto.
  —Bien por mí. —Tras soltarle la mano, Mitranash dedicó una última frase a su padre—. Organiza una reunión cuanto antes, por favor.
  El Mushir despidió a su sobrino con un gesto de la cabeza, y permaneció en silencio hasta quedarse de nuevo a solas con Narash. La tensión no desapareció del todo, pero se redujo en gran medida.
  —Parece que por fin hemos conseguido convencerlo —celebró Bandar, aliviado.
  —¿Desde cuándo un hijo da órdenes a su padre? —protestó Narash—. Y todo por su pereza y desidia. Qué deshonra para la familia… Qué agravio a todo lo que representa nuestra dinastía… Qué poca consideración por el pueblo de Terras…
  —Son solo palabras nacidas de un irrefrenable idealismo juvenil. —El Mushir trató de restarle importancia, no por defender a su sobrino, sino porque realmente así lo creía—. Los dos sabemos que la ley no puede ser cambiada. Pero, ya que se niega a escucharnos, tal vez se convenza al enfrentarse a la realidad del día a día de las sesiones de gobierno. Ten paciencia, cuñado. Cuando Mitra tenga una mujer a la que amar e hijos que saquen a relucir su lado protector, estoy seguro de que madurará. No tendrá más remedio que rendirse ante lo evidente. Y, la verdad, creo que hará bien su trabajo.
  —Eso espero. —Narash suspiró, agotado—. Aunque mentiría si negara que tengo serias dudas.
  —No olvides que es hijo tuyo y de mi hermana. Nadie, en toda Terras, goza de una mejor educación y genética. Acabará siendo un gran Badishah.
  —En la teoría, sí —puntualizó Narash—. Pero, ¿y si no?
  —Si no… —La expresión de Bandar reflejaba su propia preocupación—. Bueno, recemos por que su primogénito esté más dispuesto que él a seguir las leyes y tradiciones, y por que haya alcanzado la mayoría de edad para cuando nosotros abandonemos este mundo. Ninguna ley se opone a que te suceda directamente uno de tus nietos.



7

  Al caer la tarde, las minas de Badee-Chattaan se vaciaban de trabajadores, y los bares se llenaban de gente con ganas de relajarse y socializar. Donde este cambio era más visible, ya que allí se hallaba la entrada a las minas, era en el primer nivel.
  Mitranash tenía por costumbre bajar al bar Primera Luna tres o cuatro veces por semana. Solía ir solo, aunque, por cuestiones de seguridad, en esta ocasión iba mucho más acompañado de lo que desearía. Además de Luzio y Darko, sus dos guardaespaldas, el Sehzade gozaba de la compañía del pequeño Zulkar.
  En la misma puerta del Primera Luna, Mitranash se cruzó con un hombre joven que se disponía a abandonar el bar.
  —¿Ya te vas, Konu?
  —¡Eh, Mitra! —Konu le chocó la mano—. Sí, hoy tengo cosas que hacer. ¿Quién es este chaval?
  —Mejor que no preguntes —sentenció el Sehzade.
  Konu se aproximó a Zulkar, con una repentina expresión severa.
  —Oye, chico… ¿Alguna vez has oído hablar del ogro del Primera Luna?
  —¿Ogro? —Zulkar miró a Mitranash, quien se limitó a sonreír en silencio—. ¿Los ogros existen?
  —¡¿Que si existen?! —Konu se echó las manos a la cabeza, en un gesto teatral que, sin embargo, estaba logrando inquietar al niño—. Estás a punto de conocerlo, chico… Aunque parezca humano, solo es un disfraz para engañarnos. Asegúrate de mantenerte alejado y no hagas nada que pueda despertar su ira, ¿vale?
  —Déjalo ya —lo interrumpió Mitranash—, o no querrá entrar. Además, mientras yo esté presente, los demás estáis a salvo de su ira.
  —Eso es verdad. —Konu rió, rompiendo con su seriedad fingida—. El ogro lo odia más que a nadie, ¿sabes? —explicó a Zulkar.
  El niño de Radan miraba a aquellos dos hombres sin entender nada. Las advertencias parecían reales, pero, al mismo tiempo, tenía la impresión de que estaban bromeando. En cualquier caso, la presencia de Darko y Luzio le hacía sentirse más tranquilo. ¿Podrían derrotar los dos guardaespaldas a un ogro en combate cuerpo a cuerpo? Zulkar esperaba no tener que comprobarlo…
  El Primera Luna era un bar normal, humilde, limpio, y muchos otros adjetivos que no terminaban de encajar con lo que cualquier persona prejuiciosa esperaría de la guarida de un poderoso ogro. Sin embargo, Zulkar no tardó en convencerse de que ese tal Konu decía la verdad. La mayoría de los clientes permanecían sentados, charlando, bebiendo, comiendo, jugando a las cartas o todo al mismo tiempo. Solo un pequeño grupo, de no más de tres personas, se encontraba de pie, junto a la pared de su derecha. Uno de los integrantes de ese grupo era el hombre de piel más oscura que Zulkar hubiera conocido jamás; y eso que los terrasíes, de por sí, distaban de ser níveos. Decir que el supuesto ogro «infundía respeto» sería quedarse corto. Con su altura de dos metros, destacaba por encima de todos los demás clientes. Sus brazos eran tan gruesos y musculosos que podría enviar a Zulkar volando hasta el primer nivel. O esa, al menos, fue la impresión que le dio a él. Además, el supuesto ogro empuñaba un objeto punzante en su mano derecha, que no hacía más que multiplicar la sensación de peligro. En realidad, no era más que un dardo. Frente a él, colgando de la pared, había una diana.
  —¿Ese es el ogro? —preguntó Zulkar, rígido como una tabla.
  Al escuchar su voz, el hombre gigantesco se volteó hacia ellos. Entonces, sin mediar palabra, caminó en su dirección, aún con el dardo aferrado entre los dedos. Zulkar se cubrió tras el cuerpo de Mitranash, quien no retrocedió ni un milímetro. El Sehzade no parecía asustado.
  —Creía que no vendrías —dijo el supuesto ogro—. ¿Quién es este niño? ¿Y qué le has dicho de mí para que me tenga tanto miedo?
  —No he sido yo. —Mitranash se encogió de hombros—. Konu le ha contado que hay un ogro dentro del Primera Luna, y…
  El hombre de piel oscura rompió a reír sin necesidad de escuchar el final de la frase. Parecía que hubiera escuchado el mejor chiste del mundo. Zulkar se sentía avergonzado, aunque ni siquiera sabía el motivo.
  —Haces bien en estar asustado, pequeño. —Su tono era amable—. Pero te confundes de persona. El ogro está allí.
  Zulkar siguió el dedo de aquel hombre con la mirada. Para sorpresa del niño de Radan, apuntaba a una joven mujer rubia que se hallaba al otro lado de la barra del bar.
  —Te he oído, imbécil —espetó ella.
  Si eso era un ogro, su disfraz engañaría hasta al más versado en criaturas mitológicas. Zulkar empezaba a convencerse de que todo era una especie de broma interna entre ellos. Lo prefería a la alternativa: que estuviese a punto de desatarse una pelea.
  —Es Eigyr, la dueña del Primera Luna —explicó Mitranash al niño, para aclarar la confusión—. Y él es Galeon, mi instructor de muay ret.
  De nuevo, Zulkar tuvo la impresión de que le estaban tomando el pelo. ¿Cómo podía aquella chica, a su edad, ser dueña de un bar? ¿De verdad entrenaba el Sehzade, heredero al trono de Terras, con aquel tipo de aspecto tan peligroso? Por la expresión de Mitranash, no parecía estar bromeando…
  —¿Quiénes son esos tres que te acompañan, Sehzade? —Eigyr era la única que lo llamaba así en aquel lugar—. ¿Tus tres nuevas pretendientas?
  —No…, pero este chico es el hermano de una de las fallecidas.
  La honestidad tan brutal de aquella respuesta dejó a todos enmudecidos.
  —Ya hablaremos tú y yo más tarde —sentenció ella, visiblemente molesta.
  —¡Oh! ¡Le va a caer una buena! —Galeon dedicó una mirada cómplice a Zulkar, quien, ya más relajado, se echó a reír—. Oye, ¿te apetece jugar con nosotros?
  El niño asintió. Galeon y Zulkar comenzaron una nueva partida de dardos junto a los otros dos hombres jóvenes que acompañaban al instructor de muay ret, un estilo de lucha muy popular en Terras y los países vecinos. Mitranash se sentó en la mesa de al lado, donde Galeon y compañía tenían sus bebidas.
  —¿Qué te pasó ayer? —preguntó el hombre musculoso.
  —Efectos secundarios del atentado. —Mitranash no se mostraba muy predispuesto a dar detalles—. El Badishah nos prohibió salir, aunque es evidente que yo no era el objetivo…
  —¿Qué quieres decir? —Galeon lo miró, extrañado.
  —Si hubieran querido matarme, lo habrían hecho.
  Ante eso, Galeon no supo qué contestar.
  —Y lo dice como si nada… —masculló Eigyr mientras les servía una nueva ronda de bebidas—. Entonces, si no estás en peligro, ¿por qué has traído a tus dos niñeras?
  —No es que me hayan dado a elegir. —Mitranash se encogió de hombros, resignado.
  —Pobrecito —respondió ella en claro tono sarcástico—. Si alguna vez escribes un libro, seguro que los lectores se emocionan al sentirse identificados con tus dramas mundanos. «Mi padre, el hombre más poderoso de Terras, me obliga a ir acompañado por dos guardaespaldas. Es el peor día de mi vida».
  —Te haré saber si algún día me interesa tu opinión, gracias.
  —Ni siquiera tendrías que molestarte en escribirlo —siguió Eigyr—. Puedes contratar a otro para que lo haga por ti…, usando el dinero de tu familia. ¡Ahí tienes otro drama!
  —Hablas mucho de libros para no haberte leído ninguno —replicó Mitranash—. Te regalaré el mío, para que empieces.
  —Vaya, pero ¿qué oyen mis oídos? Si no te conociera, diría que has hecho un mínimo esfuerzo por preocuparte por alguien que no eres tú.
  Eigyr regresó a la barra, bajo la mirada atónita de Zulkar y la risa de Galeon.
  —¿Qué ha pasado? —preguntó el niño—. ¿Por qué discuten?
  —No, tranquilo, no están discutiendo —aseguró Galeon—. Es solo que… tienen una forma un poco tóxica de mostrarse lo mucho que se quieren.
  Por tercera vez, Zulkar se veía incapaz de distinguir dónde acababa la realidad y empezaba el humor. Todavía se sentía muy fuera de lugar. Pero Mitranash no parecía molesto en absoluto, así que no le dio más importancia.
  —Una novela… —dijo el Sehzade para sí mismo—. Sí, podría escribirla. La historia del heredero al trono al que su padre trataba de obligar a contraer matrimonio.
  —Me aburre desde la sinopsis. —Eigyr seguía con la oreja puesta—. ¿A quién le podría interesar una historia tan simple y aburrida?
  Tras recoger sus dardos de la diana, Galeon se aproximó a la mesa de Mitranash para hablar con él a solas.
  —¿Qué vas a hacer ahora?
  —¿Yo? Seguir sentado y bebiendo hasta que la vergüenza ajena que me produce veros lanzar dardos me obligue a enseñaros cómo se hace.
  —Hablo en serio. —Galeon miró de reojo a Zulkar, quien estaba concentrado en apuntar—. Me refiero a… ese tema. Ya sabes.
  —Mi padre ha tardado poco en buscar otras tres candidatas. Así que tendré que elegir a una de ellas.
  —¿Ya no te opones?
  —Que no me oponga no significa que me parezca bien —puntualizó Mitranash—. Pero he conseguido algo a cambio: van a permitirme participar en las reuniones de gobierno. Con un poco de suerte, podré convencerlos de que Gensha es mejor candidata que yo para suceder a mi padre.
  Galeon torció el gesto.
  —La última vez que vi a tu hermana, era una mujer. Y la última vez que revisé la ley, las mujeres no podían gobernar.
  —Esa es la clave —asintió el Sehzade—: convencerlos de lo absurda y anticuada que resulta dicha ley.
  —¡Ja! ¡Lo llevas claro!
  —¿Y qué otra opción tengo? ¿Huir del país?
  Mitranash tuvo que esperar a que Galeon concluyese su turno de lanzamiento de dardos antes de reanudar la conversación.
  —¿Vas a decirme ya por qué estás cuidando de este chico? —preguntó el instructor de muay ret.
  —Sus padres y hermana murieron en el atentado. Mientras localizan a otros familiares, Kalki y yo nos hemos ofrecido a cuidar de él. Duerme en la residencia de estudiantes de la Terragarvadl.
  Galeon observó a Zulkar con expresión apesadumbrada.
  —Lo que está pasando este chaval, no se lo deseo ni a mi peor enemigo.
  —Procuro mantenerlo entretenido, para que piense lo menos posible en su familia. La verdad es que no sé cómo actuar cuando empieza a llorar…
  —¡Vaya! —Eigyr se sentó a su lado—. ¿El Sehzade tiene sentimientos? ¿Es otro efecto secundario de la explosión?
  Aunque, desde la lógica, discrepara de esa parte de su propio cerebro, Mitranash se sentía, en cierto modo, responsable por lo ocurrido.
  —De no ser por su encuentro conmigo, las candidatas y sus familias seguirían con vida…
  —¿Y qué es eso que decías de que ya hay tres nuevas pretendientas? —preguntó ella, indiferente ante la reflexión del Sehzade—. ¿Tan rápido?
  —Supongo que las tenían seleccionadas de antemano, por si alguna de las tres primeras se echaba atrás a última hora.
  —«El brillo del oro y el destello del poder» —recitó Eigyr, como si fuese un refrán que solo ella conocía—. Difícil negarse, ¿eh? Seguro que las tres candidatas suplentes agradecen no haber sido elegidas antes.
  —En ese caso —replicó Mitranash—, quizá no hubiese habido ninguna explosión. Mi teoría es que el objetivo del atentado era una de las víctimas.
  —¿Quién? —preguntó la chica de melena rubia, ahora recogida, con expresión extrañada.
  —No lo sé —reconoció el Sehzade—. Pero ya han capturado a un sospechoso, así que descubrirlo puede ser cuestión de tiempo.
  Los otros dos hombres jóvenes que jugaban a los dardos con Zulkar se despidieron del grupo. El niño, sin embargo, quería seguir jugando. Acababa de descubrir una nueva afición.
  —¿Jugáis conmigo? —preguntó al resto.
  —¡Claro! —exclamó Galeon—. Vamos a bajarle los humos a Mitra.
  —¿Queréis sumar todos vuestros puntos contra los míos? —respondió este, confiado.
  —Yo tengo que seguir trabajando. —Eigyr se aproximó a Zulkar—. Pero te propongo un trato. Si le aciertas al Sehzade en la frente, estás invitado a comer y beber hasta que no puedas más.
  —Eh, ¿puedo intentarlo yo? —preguntó Galeon, sonriente.
  —Ni de broma. Me arruinarías el negocio.
  La risa de Zulkar fue el mejor indicativo de que el niño de Radan ya se sentía en sintonía con aquel peculiar grupo. Pese a las dudas iniciales, Mitranash no se equivocó al llevarlo al Primera Luna.
  Cuando llegó la hora del cierre, solo cinco personas acompañaban a Eigyr en el interior del bar: Galeon, Mitranash, Zulkar y los dos guardaespaldas, quienes permanecían alejados del resto, sentados en otra mesa. Su trabajo requería de una paciencia excepcional, no cabía duda.
  —Va siendo hora de irnos. —Mitranash se estiró en la silla—. Eigyr, apúntalo en mi cuenta.
  —¡Y una mierda! Eres la última persona a la que permitiría irse sin pagar. Tienes tanto dinero, que podrías comprarme el Primera Luna entero.
  —Ahora mismo no llevo nada encima —se excusó el Sehzade.
  En cuanto escuchó aquello, uno de los guardaespaldas se apresuró a acudir al encuentro de la camarera.
  —Si me dice la cantidad exacta, yo me encargaré de abonar lo que se debe.
  —No es necesario, Luzio —replicó Mitranash—. Vengo a menudo.
  —¿Has dicho «Luzio»? —El instructor de muay ret no pudo ocultar su sonrisa—. Soy el menos indicado para decirlo, pero ¿de qué país han sacado ese nombre?
  —No son sus nombres reales —explicó el Sehzade—. Son nombres en clave. Cosas de mi padre.
  —Ya que no vas a pagar —insistió Eigyr—, al menos ayúdame a colocar la nueva mercancía en la bodega.
  Aunque cualquiera ajeno al grupo habría sospechado que Mitranash se negaría en redondo, lo cierto es que aceptó sin titubear. Una decisión que no fue del agrado de Luzio y Darko, quienes se miraron entre sí, preguntándose si deberían seguirlos a la bodega o esperar allí arriba.
  —Tranquilos —dijo Galeon, al notar su descontento—. El ogro no es tan feroz como lo pintan. Venga, que os invito a la última ronda.
  Los guardaespaldas no tenían permitido beber alcohol en horario de trabajo, pero Galeon no aceptaba un «no» por respuesta. Era evidente que Mitranash no les reprocharía saltarse aquella norma. El hombre musculoso accedió al otro lado de la barra como si fuese el dueño del bar. La ausencia de protestas por parte de Eigyr dejaba claro que no era la primera vez que lo hacía. Su relación, más que de camarera y clientes, era de amistad estrecha.
  Mitranash siguió a Eigyr en silencio hasta la bodega. Cuando llegaron, ella se volteó y le propinó un puñetazo en el hombro sin previo aviso.
  —¡¿Cómo no me has avisado antes de que Zulkar era hermano de una de las fallecidas?! —protestó, procurando no elevar la voz—. ¡Me has hecho quedar como una idiota insensible! ¡Ahora pensará que me parezco a ti!
  —¿Eso es tan malo? —Mitranash cerró la puerta de la bodega antes de seguir hablando—. Tienes que hacer honor a tu apodo.
  —Como vuelvas a llamarme «ogro» delante de él, te rompo una botella en la cabeza.
  Mitranash dejó escapar una carcajada, pese al riesgo que corría de aumentar su enfado.
  —Oye, que eso ha sido culpa de Konu y Galeon —se defendió él—. Te prometo que yo no le dije nada.
  —Bueno, ya lo discutiremos en otro momento… —respondió la chica en un tono menos hostil.
  Eigyr y Mitranash se besaron mientras comenzaban a desvestirse.



8

  Tras la muerte de la hermana y los padres de Zulkar, el Bey de Badee-Chattaan, un hombre de mediana edad llamado Ranjit, se había puesto en contacto con otros familiares vivos del chico, en la ciudad de Radan, al sur de la capital. Estos, por supuesto, aceptaron hacerse cargo del huérfano. Sin embargo, para sorpresa de todos, Zulkar solicitó permanecer en la capital, donde podría seguir los pasos de Kalki como aprendiz de la Terragarvadl. En agradecimiento, el niño insistió en donar gran parte de las pertenencias de su familia. Prefería empezar una nueva vida antes que enfrentarse, día a día, al dolor de la antigua. O de lo poco que le quedaba de ella.
  Los interesados en formar parte activa de la Terragarvadl podían hospedarse en la residencia para estudiantes que aquella gran religión, la única del país, poseía en el tercer nivel de Badee-Chattaan. Para algunos aspirantes locales, como Kalki, el traslado a la residencia no resultaba necesario, pero Zulkar y demás estudiantes foráneos agradecían tal comodidad. La duración del periodo de iniciación era indeterminada. Dependía de cada persona, ya que la única forma de obtener el título de «Lector de Terragarvadl» pasaba por conseguir la bendición de un Maestro en activo. Solo cuando este lo considerara apto, sin que el estudiante lo solicitara (lo cual, de hecho, estaba muy mal visto, pues denotaba falta de humildad y paciencia), el estudiante pasaría a ser parte activa de la religión.
  Los Lectores eran el grupo más numeroso dentro del organigrama de la Terragarvadl. Realizaban todo tipo de trabajos; desde guiar psicológica y emocionalmente a los habitantes que requiriesen su ayuda, hasta tareas físicas, como el mantenimiento de los templos o la organización de eventos solidarios.
  Cuando un Lector alcanzaba muchos años, usualmente varias décadas, de intachable dedicación a la Terragarvadl, podía obtener el título de «Maestro de Terragarvadl», siempre que una cantidad establecida de otros Maestros lo aprobara. Los Maestros, cuyo número escaseaba, eran altos cargos religiosos, por lo que se procuraba que, como mínimo, hubiese uno en cada aldea o ciudad.
  Mediante una votación entre todos los Maestros de Terras, se elegía al que, de entre ellos, se convertiría en la cabeza visible de la religión. Era el denominado «Sirviente de Terragarvadl». Solo un único miembro en activo de la Terragarvadl podía ostentar el título de Sirviente, que mantendría hasta su muerte, renuncia o incapacidad debido a motivos graves de salud.
  Kalki había convencido a Zulkar, sin apenas insistencia, de que aquella era la mejor senda posible para alguien como él. Ambos iban camino del templo de Terragar, en el segundo nivel de Badee-Chattaan. La compañía de Mitranash, descontento con la decisión del niño de Radan, convirtió aquel paseo en un debate.
  —¿Qué ha sido de tu espíritu científico? —reprochaba a Zulkar—. ¿No soñabas con hacer realidad todos esos artefactos descritos en los libros antiguos?
  —¿Y quién le impide hacerlo? —Kalki salió en su defensa—. Dedicar la vida a la Terragarvadl no implica renunciar a todos nuestros sueños y anhelos. ¿Por qué no iba a ser él quien, desde su puesto de Lector, o incluso Maestro, inventara un sistema más avanzado que el telégrafo, o cualquier otra cosa?
  —¿«Cualquier otra cosa»? —repitió Mitranash en tono irónico—. ¿Como unas gafas mágicas que nos permitan ver a Terragar?
  Lejos de molestarse, Kalki le dedicó una sonrisa.
  —Tu sarcasmo no funciona conmigo, Mitra. Respeto que tengas tu opinión, por muy equivocada que me parezca. ¿Tanto te cuesta a ti hacer lo mismo?
  —Siempre que no os dediquéis a adoctrinar a los demás —puntualizó el mayor de los hermanos—. Zulkar no se habría planteado esta opción si no le hubieras llenado la cabeza de ideas raras.
  —¿Dedicar la vida a ayudar a los demás te parece una «idea rara»? Entonces, ¿cómo llamas a los coches que vuelan, la gente que se teletransporta y demás genialidades de los libros que lees?
  Mitranash dejó escapar aire un poco de aire, en lo que no llegó a ser una risa.
  —No me creo todo lo que leo, Kalki. Esa es la diferencia entre vosotros y yo: sé diferenciar la ficción de la realidad. Fabricar una cabina de teletransporte me parece tan probable como la idea de que exista una criatura todopoderosa vigilándonos desde la Elevación. Pero hay muchos otros avances descritos en esos libros que no son, en absoluto, cuentos de fantasía. Y tal vez podríamos desarrollarlos si la ciencia contase con el dinero destinado a la Terragarvadl.
  —Sin dinero —replicó Kalki—, la Terragarvadl no podría llevar a cabo tareas solidarias. Reinaría la pobreza, la desesperanza… ¿Ese es el mundo que quieres? ¿Uno con coches voladores conducidos por humanos deprimidos?
  Zulkar se mantuvo en silencio hasta que llegaron a la entrada del templo.
  —Yo solo quiero ayudar —dijo al fin—. Ayudar a la gente que lo está pasando mal, o a quienes lo han perdido todo…
  —No necesitas ninguna religión para eso —respondió Mitranash.
  —Pero ellos se dedican a ayudar a los demás —insistió el niño.
  —Claro, porque el gobierno les da dinero. Cualquier persona puede ayudar a los desfavorecidos, pero solo quienes están financiados por el Badishah pueden hacerlo como una gran institución. La diferencia no es la voluntad, sino el dinero.
  —Entonces —dijo Kalki—, ¿cuál es tu excusa? ¿Por qué no ayudas tú a nadie, si vas sobrado de voluntad y dinero?
  El hijo menor de Narash no se sentía orgulloso de haber atacado así a su hermano. Pero tampoco creyó que debiera disculparse por ello. Más que atacar, se estaba defendiendo. Estaba defendiendo las creencias de miles de personas que solo buscaban hacer el bien.
  —Yo no soy un ejemplo a seguir —reconoció Mitranash—. Nunca me he descrito de tal forma. Pero estoy seguro de que vosotros dos podríais llegar a cambiar el mundo si os lo propusierais, con o sin dioses observando vuestras acciones. De hecho, creo que sería mucho más loable ayudar a los demás sin esperar algo a cambio.
  —Estás muy equivocado, Mitra. —Kalki negó con la cabeza—. Nosotros no recibimos, ni esperamos, nada a cambio.
  —¿Llamas «nada» a la promesa de una vida eterna junto a Terragar? Actuáis desde el miedo. Es la semilla que plantan en vuestras mentes desde pequeños, y que vosotros mismos os encargáis de regar. —Mitranash hizo una breve pausa—. Esa no es una generosidad auténtica, Kalki. Una persona no religiosa, que ayuda a los demás sabiendo que no recibirá nada a cambio, ni material ni espiritual, y que tras su muerte le espera el vacío, sin importar que haya sido bueno o malo en vida, representa mi verdadero ideal de filantropía.
  El debate llegó a su fin cuando el Maestro Vadin acudió al encuentro de los tres recién llegados.
  —Os veo muy perdido, Sehzade —dijo el Maestro, quien había escuchado las últimas frases de Mitranash—. No existe el miedo en nuestras creencias. Terragar no castiga a nadie. Él protege a todos, sin distinción.
  Kalki pidió a Zulkar que lo siguiera. Quería mostrarle el templo y compartir con él datos que podrían resultarle interesantes o útiles en su nueva vida como aprendiz de la Terragarvadl. De este modo, además, podrían dejar a Mitranash y Vadin hablando a solas, que era el motivo por el que su hermano mayor los había acompañado hasta el segundo nivel.
  —Mi padre me ha obligado a hablar contigo —dijo Mitranash, disgustado.
  —Lo sé, lo sé —asintió el Maestro, procurando, a diferencia de su interlocutor, sonar amable—. Por cierto, lamento mucho lo ocurrido el otro día.
  Era la primera vez que hablaban desde su reunión previa a la explosión. Si todo hubiese ido bien, no habrían tenido que verse las caras tan pronto.
  —¿Dónde estaba Terragar? —espetó Mitranash—. ¿Ocupado, reformando la montaña?
  —Mucho más cerca —replicó Vadin—. A su lado, Sehzade. Evitando que usted también muriese en la explosión.
  —Parece que, para «el dios que nos quiere a todos por igual», mi vida era más importante que las de esas tres pobres chicas y sus familiares…
  —No todo puede ser evitado —insistió el Maestro de Terragarvadl—. El mundo sufre un mal sin parangón, que amenaza los mismísimos cimientos de la civilización y la naturaleza. Hablo, como ya supondrá, de la maldad intrínseca en el ser humano.
  En eso, hasta cierto punto, coincidían.
  —Lo único que me diferencia de las víctimas —dijo Mitranash—, es la distancia a la que nos hallábamos de la bomba. Si la explosión se hubiese producido cinco o diez segundos más tarde, nadie estaría hablando de que Terragar me protegió.
  —Pero no lo estaba, Sehzade. No lo estaba. Algo querrá decir, ¿no cree?
  —No, no lo creo. Esa conclusión es absurda y oportunista.
  —Su negación ante lo evidente sí que lo es —replicó Vadin—. No hace más que mostrar una preocupante actitud de odio hacia su propia vida y todo lo que la rodea. No aceptaría la bendición de Terragar ni aunque Él mismo se le apareciera y se lo suplicara.
  —Estoy deseando que llegue ese momento. —Mitranash se encogió de hombros—. Y no te confundas: yo no odio mi vida. Solo odio la vida que los demás tratan de imponerme. Quieren que yo deje de ser yo, y sea ellos.
  —Todas nuestras decisiones están condicionadas, Sehzade, no solo las suyas. Nuestro punto de partida es diferente. El entorno familiar, la salud, las necesidades básicas… Nadie es completamente libre.
  —No es lo mismo —insistió el chico—. ¿Alguien te ha obligado a entrar en la Terragarvadl? ¿Alguien te prohíbe salir de tu propia casa? ¿Tienes vigilancia continua?
  —Puede que yo deba tomar más decisiones a lo largo de mi vida —reconoció el Maestro—, pero palidecen en comparación con la magnitud de las suyas. Esta misma tarde conocerá a una de las tres nuevas candidatas. Nadie le dirá a quién elegir, por supuesto. Usted decidirá con quién quiere compartir su futuro. No, es mucho más que eso —se apresuró a añadir, antes de sufrir las inevitables protestas—. Está a punto de decidir quién será la madre de aquellos que cargarán con la responsabilidad de sacar adelante toda una nación.
  Mitranash negó con la cabeza. Aquello lo desagradaba profundamente.
  —Me estáis obligando a crear una vida con las mismas condiciones que aborrezco. Ese niño estará en todo su derecho de odiarme.
  —Quizá, ese punto de vista os ayude a empatizar con vuestro padre —concluyó Vadin.
  —Yo no soy mi padre —respondió el Sehzade, molesto—. Ni la mujer a la que elija será tan feliz como parece mi madre. Esas chicas sueñan con convertirse en Haseki, porque les han vendido una imagen idílica de mí que no se corresponde con la realidad. ¿Crees que alguna de ellas ha llegado a plantearse que detesto la idea de ocupar el trono de Terras?
  —Entiendo que se sienta así, Sehzade. —Vadin trataba de mostrarse comprensivo en todo momento—. ¿Me permite contarle una experiencia personal? —Se tomó la ausencia de respuesta como un «sí»—. A su edad, yo ni siquiera conocía a la mujer que, tiempo después, se convertiría en mi actual esposa. Y, como usted, tampoco la buscaba. Era feliz con mi vida. No quería cambiarla, pues creía ser todo lo feliz que uno podía llegar a ser. Hasta que llegó ella, y me demostró que la verdadera felicidad era algo que, hasta entonces, ni siquiera podía imaginar.
  —Ya, claro… —Mitranash rió, demostrando lo poco que le había emocionado aquella historia—. Pero ¿verdad que a ti no te obligaron a elegir entre tres?
  —No —reconoció Vadin—, porque yo solo tuve una opción. Sehzade, el amor no consiste en encontrar a la persona perfecta, sino en encontrar a una persona con la que, juntos, intentar tener una vida lo más perfecta posible. El cariño se obtiene con el tiempo; no depende tanto de las personas en sí como de la forma en que cada uno afronta la relación. Créame: para alcanzar la máxima felicidad, solo se necesitan dos personas que se cuidan y se respetan mutuamente.
  —En ese caso, da igual a quién elija —sentenció Mitranash.
  —No olvide que se trata de un ser humano, Sehzade. Quedarán ligados para siempre. Sus caminos, separados hasta ahora, serán uno hasta el final. Pero esta decisión no es más que la primera baldosa. ¿Acaso cree que esas chicas están enamoradas de usted? No, claro que no; pero ellas entienden cómo funcionan las cosas. El inicio será complicado, pero acabarán enamorados el uno del otro. Una de esas candidatas con las que ahora le incomoda encontrarse, acabará siendo parte fundamental de su vida. Es cierto que aún no las conoce, y no es menos cierto que la seleccionaron por usted…, pero no tengo ninguna duda de que, en unos años, no podrá imaginar su vida sin ella.



9

  Mitranash cumplió su parte del trato, al aceptar reunirse con la primera de las tres nuevas candidatas. Narash también hizo lo propio, manteniendo al pueblo ajeno a este esperado acontecimiento. De este modo, se reducían las probabilidades de sufrir un nuevo ataque como el de la plaza. Por lo tanto, el encuentro se realizaría en privado, en la mansión familiar del Badishah, lejos de miradas curiosas.
  Según habían informado al Sehzade, el evento, casi improvisado, se dividiría en tres fases. Tras las debidas presentaciones entre ambas familias, Narash y Umakshi en persona, acompañados siempre por Mitranash, como es lógico, mostrarían a los recién llegados la mansión y sus alrededores. Esperaban que el primer encuentro entre ambos jóvenes no fuese tan frío, al contar en todo momento con compañía. Acto seguido, se unirían a Gensha y Kalki para cenar en el comedor de la mansión. Los dos hijos menores del Badishah eran lo suficientemente agradables y elocuentes como para mantener una conversación alejada de temas polémicos, que ayudase a hacer sentir cómodos a sus invitados. La fase final sería la más importante, ya que permitiría a Mitranash y la pretendienta, al fin, conversar a solas. El momento clave, si bien no definitivo, ya que no era más que el primero de los tres encuentros previstos. Gensha se conformaba con que su hermano no dijese nada que, según sus palabras, «espantase a esas pobres chicas».
  Gracias al acceso lateral de Badee-Chattaan, que comunicaba los cuatro niveles de la ciudad con la carretera, el vehículo pudo llegar a la mansión sin levantar sospechas. Esta vez, se habían asegurado de no adornarlo de forma ostentosa, para que pareciera un turismo normal y corriente. No era el caso de sus ocupantes, quienes, para insatisfacción de Mitranash, y siempre según su opinión, vestían de forma excesivamente elegante. No es que él hubiese descuidado su aspecto, claro, aunque había apostado por un atuendo intermedio, tal y como haría en un evento importante del que él no fuese protagonista.
  La candidata, Esha, procedía de Ivoa, un pueblo situado al oeste de Terras, levantado a la vera de uno de los pocos ríos que atravesaban el país. Tal y como todos preveían, Mitranash y Esha tuvieron dificultades para conectar al principio. Apenas hablaron entre sí durante la visita guiada y la cena. Narash, Umakshi, Gensha y Kalki consiguieron que la chica y sus padres perdieran los nervios y no se sintieran intimidados ante la presencia de las figuras más importantes de Terras. Al Badishah tampoco le interesaba adoptar una postura de extrema cortesía, pues quería conocer a esa familia tal y como era en realidad. No en vano, podría ser la familia que le diera su primer nieto, quien, algún día, se sentaría en el mismo trono (metafórico) que ahora ocupaba él.
  Esha actuaba como siguiendo un guion. Se notaba que había estudiado hasta el último detalle de su forma de andar, saludar, hablar, comer… Pese a todo, resultaba imposible evitar la tensión del momento en que se quedaron a solas. Mitranash, no tan comprometido con la idea de su matrimonio como con lo que recibiría a cambio, se esforzó por actuar tal y como se esperaba de él. De este modo, su padre no tendría más remedio que aceptar su participación en las reuniones de gobierno. Así lo habían acordado, con el Mushir Bandar como testigo.
  —He estado varias veces en Ivoa —dijo él mientras paseaban a solas por el patio.
  —Lo sé. No te acordarás de mí, pero, un día, cuando éramos pequeños, jugamos juntos. Tenías… unos ocho años. Tu hermana y tu hermano no vinieron.
  En efecto, no lo recordaba. Pero los datos coincidían. Si Mitranash tenía ocho años cuando conoció a Esha, sus dos hermanos, con cinco y dos años, podrían haberse quedado en Badee-Chattaan. El heredero recordaba aquella época por otro motivo diferente: fue cuando nació el cuarto de los hermanos, quien no sobrevivió a las dificultades en el embarazo y posterior parto. Una tragedia que Umakshi nunca podría superar del todo.
  —Me sorprende que aún te acuerdes de eso —dijo Mitranash, impresionado—. Han pasado dieciséis años.
  —Bueno, no todos los días se tiene el privilegio de jugar con el Sehzade… —Esha rió, todavía un poco nerviosa.
  —Solo era un niño. No tengo nada especial, excepto un padre con demasiado poder.
  —Oh, no pretendía ofender…
  —No lo has hecho —se apresuró a aclarar Mitranash—. Ojalá los adultos estuviésemos tan libres de prejuicios como los niños. ¿Crees que puedes hablar con la persona que hay detrás de este título de Sehzade, sin importar la dinastía a la que pertenezco, como cuando éramos pequeños?
  Por la expresión de Esha, quedaba claro que aquello se salía de su guion. No estaba preparada.
  —Sí, claro —asintió—. Entiendo tu punto de vista.
  —Te lo agradezco. —Mitranash sospechaba que lo había dicho solo para darle la razón, pero prefirió dejarlo pasar—. A mí también me gustaría conocer a la chica de Ivoa que se oculta bajo ese vestido elegante y esa forma artificial de actuar.
  Aunque no era su intención, el Sehzade se dio cuenta enseguida de que podía haber sonado demasiado brusco, casi insultante. Ahora, Esha estaba más nerviosa que al principio. Ya sabía que estaba siendo puesta a prueba, pero ahora se sentía en el centro de todos los focos. Y el examinador era implacable.
  —Intentaré hacerlo mejor que hasta ahora, te lo prometo.
  Mitranash no pudo evitar sentirse culpable al escuchar esa frase. No pretendía reprochar la actitud de Esha, pues sabía que ella se limitaba a seguir las indicaciones y consejos que le habían dado. Y eso lo había cumplido a la perfección. Pero sabía que no estaba siendo ella, la auténtica Esha.
  —No lo estás haciendo mal —dijo para tratar de consolarla—. Tan solo quería asegurarme de que no me respondas lo que quiero oír, sino lo que realmente piensas.
  —Te lo prometo —repitió, decidida.
  —De acuerdo… Entonces, respóndeme a esta pregunta: ¿te alegras de la muerte de las tres primeras candidatas?
  La confianza que Esha trataba de mostrar se vino abajo en cuestión de segundos. De haber sido otra persona, en lugar del Sehzade, la chica de Ivoa habría perdido todo el interés en seguir hablando.
  —Por supuesto que no me alegro —respondió con firmeza.
  —¿Quieres convertirse en la futura Haseki?
  Una vez más, el aparente cambio de tema descolocó a la candidata.
  —Sí, claro que sí. No hay nada que desee más.
  —Te contradices —sentenció Mitranash, impertérrito, como si esperase aquella respuesta—. Si pudieras elegir entre ser mi esposa o resucitar a las tres chicas y sus familiares, ¿qué elegirías?
  Que fuese, de forma tan evidente, una pregunta trampa, no la eximiría de la obligación de contestar. De lo contrario, suspendería aquella especie de examen.
  —Quiero ser Haseki, pero no a costa de la vida de nadie…
  —Me temo que es tarde para eso —replicó Mitranash—. Si pudieses renunciar a tu candidatura a cambio de resucitar a las tres chicas, ¿lo harías?
  —¡Claro! No se merecen lo que les pasó.
  —Esa es la respuesta más empática —reconoció el Sehzade—. Pero demuestra que mientes. No puedes decir que convertirte en Haseki es tu mayor deseo, y renunciar a él a las primeras de cambio.
  Esha no sabía dónde meterse. Pero no pensaba rendirse aún. Ya que el heredero le había dado permiso para salirse de formalidades y cánones de protocolo, decidió tratar de dar la vuelta a la tortilla con un contraataque verbal.
  —¿Tú no renunciarías al trono si, al hacerlo, pudieses salvar la vida de mucha gente inocente?
  La sonrisa repentina de Mitranash sorprendió a la chica de Ivoa. Si ella supiese el poco aprecio que el Sehzade sentía por convertirse en Badishah…
  —No te lo tomes como algo personal —respondió él—. Era solo una hipótesis.
  Ambos se quedaron en silencio. Mitranash contempló el cielo estrellado como si se hubiese olvidado de la presencia de Esha. Ella, mientras tanto, buscaba algo que decir para tratar de arreglar lo anterior. Aunque, irónicamente, no había nada que arreglar.
  —Mi tarea, como Haseki, sería hacer felices a todos los habitantes de Terras. Si, para ello, debo renunciar a mi título, con todo el dolor de mi corazón, debo hacerlo. En caso contrario, tampoco merecería el respeto del pueblo.
  —Esa es la respuesta que esperaba de una candidata —concluyó Mitranash, sin apartar la mirada del cielo—. ¿No ha venido la auténtica Esha?
  —Estoy siendo sincera —insistió ella—. Lo pienso de verdad, no lo digo para contentarte.
  De nuevo, se hizo el silencio. Esha no estaba segura de si todo era parte de una prueba, o si aún no era consciente de que estaba siendo rechazada. Mitranash no era como esperaba, desde luego. Ante lo cual, comprendió que, en realidad, no lo conocía ni lo más mínimo, fuera de sus sueños y prejuicios. Ya no eran niños.
  —Hacer feliz a todo el mundo es imposible, Esha.
  —Lo intentaré. —Trató de sonar convencida—. Escucharé los problemas del pueblo y me dejaré el alma y la piel por…
  —No me refería a ellos —la interrumpió—. Hablaba de mí.
  —¿Qué?
  Mitranash la miró fijamente a los ojos, con expresión seria.
  —¿Te casarías conmigo a sabiendas de que eso no me haría feliz?
  Una vez más, el Sehzade había planteado una pregunta que rozaba la ofensa. Más que rozarla, la abrazaba. O, quizá, tal y como Esha deseaba creer, seguía siendo parte del examen de personalidad al que, presuntamente, estaba siendo sometida.
  —Haría todo lo posible por conseguir que fueras feliz a mi lado.
  —El hecho en sí de casarme es lo que me produciría infelicidad —insistió él—. Es mi padre quien quiere que me case, no yo. ¿Sigues pensando lo mismo después de lo que te acabo de contar?
  —Pues… —Esha tragó saliva, cada vez más nerviosa—. Sí, claro que sí —dijo, autoconvenciéndose de ello—. Entiendo que no quieras casarte conmigo ahora, pero, cuando me conozcas bien, creo…, estoy segura de que seremos felices juntos. Si me aceptas, claro. —Rió, avergonzada—. Puede que al principio sea difícil para los dos, pero, con el tiempo, nos iremos conociendo cada vez mejor, y podré cumplir todos tus deseos.
  La chica se sonrojó. Esa última frase no había sonado tan inocente como pretendía.
  —Por cómo lo dices —respondió Mitranash—, parece que te estés ofreciendo para ser mi esclava.
  La sonrisa de Esha se borró de golpe.
  —No, no quería decir eso…
  —¿Cumplirás todos mis deseos? ¿Harás todo lo que yo te diga? ¿Qué clase de relación es esa?
  —Pero no lo haría por obligación —se defendió Esha—, sino por amor.
  —¿Cómo puedes saberlo? —Mitranash no le daba tregua—. ¿Acaso estás enamorada de mí?
  —¿Qué…?
  —No, ¿verdad? Entonces, ¿por qué te muestras tan predispuesta a «cumplir todos mis deseos», cuando apenas me conoces? ¿Por qué has elegido someterte ante mí? Cualquiera pensaría que lo que os mueve, si descartamos el amor, debe de ser el ansia de poder. ¿Hacéis todo esto para formar parte, directa o indirecta, de la dinastía de Terras?
  —Yo no soy así, de verdad.
  Esha estaba pasando uno de los peores momentos de su vida. Mitranash podía notarlo en sus ojos y en el temblor de su voz. Era el momento de pisar el freno. De lo contrario, tendría que consolarla cuando empezase a llorar. Y, claro está, ese nunca fue su objetivo.
  —Pareces una buena chica, Esha.
  El enésimo cambio brusco de actitud del Sehzade dejó descolocada a la joven de Ivoa.
  —Gracias.
  —Lo digo en serio —insistió Mitranash—. ¿Por qué solicitaste participar en este evento?
  —Bueno… —Esha rió por lo bajo, no porque le hiciera gracia, sino por el efecto que le produjo liberar tanta tensión—. ¿Qué niña no ha soñado alguna vez con convertirse en Haseki?
  Una vez más, Mitranash obtuvo exactamente la respuesta que esperaba. Era como conversar con un libro que se conocía de memoria.
  —Un sueño infantil —dijo él—, poco ajustado a la realidad que vivimos. Tal y como le sucede a nuestro sistema de gobierno. Tú apenas me conocías, y yo ni siquiera me acordaba de ti. Sin embargo, aquí estamos, hablando de nuestros posibles planes de futuro juntos. Es todo tan forzado…
  —Pero nadie se enamora antes de conocerse. —Esha seguía sin dar su brazo a torcer—. Es una primera cita inusual; una cita a ciegas, si lo prefieres. No seríamos los primeros ni los únicos. El amor surge con el tiempo.
  Mitranash sonrió al escuchar aquello.
  —¿Sabes? Eres la segunda persona que me dice eso hoy. Aunque lamento decirte que el primero fue un santurrón con el que no mantengo una muy buena relación.
  —¿Y no crees que sea verdad? —preguntó Esha.
  —¿Que el amor surge con el tiempo? —Mitranash se encogió de hombros—. Es posible, claro. Tal vez dentro de diez, veinte o treinta años recordemos esta conversación, paseando por este mismo patio. Si eso ocurre, te daré la razón.
  —Sé que no te va a gustar que diga esto, pero… ¡haré lo posible por conseguir que así sea! No como tu sirvienta, sino como… tu alma gemela.
  Esha se sentía mucho más relajada, pensando que, quizá, había superado la prueba. Mitranash no había cambiado su forma de pensar, ya que, en realidad, no estaba haciendo prueba alguna. No de forma consciente. Toda la conversación le había servido para comprobar que ella era tal y como esperaba, incluso antes de saber su nombre.
  —Entonces… —dijo Esha, ante el silencio de su acompañante—, ¿tengo alguna posibilidad de convencerte?
  —Ahora mismo, eres la que tiene más posibilidades —bromeó Mitranash, con una sonrisa sincera.
  —Espero no ser la tercera dentro de unos días. —Ella le devolvió la sonrisa. Aunque ninguno se dio cuenta, había sido el primer momento de complicidad auténtica entre ambos.
  —Sea como sea —concluyó el Sehzade—, después de conoceros a las tres, tendré que elegir. No importa si estoy más o menos de acuerdo con las ideas de mi padre y con el sistema de gobierno. La boda parece ya inevitable. Será entonces cuando podréis demostrarme si he estado equivocado todo este tiempo.
  —Ya verás como sí.
  Mitranash y su familia acompañaron a los invitados de vuelta a su vehículo, donde un chófer, contratado por el Bey de Ivoa, los llevaría de vuelta a su hogar. Antes de despedirse, la madre de Esha quiso cruzar unas últimas palabras con el heredero al trono, quizá, según le dio la impresión a él, para tantear las opciones reales de que Esha fuese la elegida.
  —Espero que la charla con mi hija haya sido agradable, Sehzade.
  —Mucho —aseguró Mitranash—. Tienen una hija encantadora, que, sin duda, sería una Haseki amada por el pueblo. Las otras dos candidatas deben ser excepcionalmente bellas e inteligentes para tener alguna posibilidad.
  Narash y Gensha se miraron entre sí, asombrados por las palabras de Mitranash. Sospechaban que, en realidad, eran cumplidos vacíos, preparados de antemano, que habría soltado con independencia de cómo se hubiera desarrollado la conversación. Y también suponían que les diría exactamente lo mismo a las siguientes candidatas. Pero, aun así, los llenó de esperanza, e incluso orgullo, ver que, por una vez, Mitranash se comportaba como exigía su cargo. No estaba todo perdido.
  La propia Esha entendía que aquello no era más que una formalidad. Su conversación había sido tensa de principio a fin, quizá para ponerla a prueba, o quizá porque, de verdad, el Sehzade aborrecía la idea de casarse. O, al menos, de casarse con ella.
  —Me elijas o no —dijo la chica de Ivoa—, confío en que este no haya sido nuestro último encuentro.
  —Prometido —asintió Mitranash—. Espero que reflexiones sobre todo lo que te he dicho. Quiero oír tus conclusiones.
  —Lo haré.
  Y tanto que lo haría. No sería una exageración decir que aquella conversación jamás abandonaría sus pensamientos. De hecho, sería todo en cuanto pensaría durante el resto de su vida. Una vida en la que, por desgracia, no volvería a ver salir el sol.


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