A continuación podéis leer de forma gratuita los tres primeros capítulos de Novaxioma: Cuatro Estrellas, una novela de suspense y aventuras dividida en cuatro partes, cada una de ellas con su propio arco argumental. Estos tres capítulos se corresponden con el prólogo previo al inicio de la primera parte.
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1
Las Islas de Calor componían la región más fría de todo el archipiélago. Después de tanto tiempo, ya nadie recordaba el origen de aquel nombre que ahora resultaba tan irónico. Tal vez el clima hubiese cambiado mucho en las últimas décadas, o quizá no fue más que una absurda idea de algún mandatario con más sentido del humor que sentido común.
Ninguna de las cuatro islas era inusualmente grande, aunque la población total oscilaba entre los veinte y treinta millares, una cifra nada desdeñable para un lugar de geografía tan limitada. Si la población insistía en seguir aumentando, pronto tendrían que construir una nueva isla artificial para que hiciese compañía a sus hermanas naturales. Ésa era la visión pesimista. La optimista prefería enfocarse en resaltar la buena calidad de vida, la eficiencia de las comunicaciones por mar y el continuo progreso industrial de los últimos años.
En las Islas de Calor, que formaban un único término municipal dependiente de un gobierno externo, se llevaba a cabo la ya clásica feria anual, donde el ayuntamiento local, con la colaboración del humilde departamento de seguridad ciudadana, subastaba todos los barcos que habían quedado abandonados en los últimos meses, o que fueron requisados por incumplir la ley. Para hacer el evento más atractivo y multitudinario, también permitían la participación de particulares y empresas navieras. Durante los cinco días que duraba la denominada “Feria Naval”, las islas recibían incontables visitantes, tanto del resto del archipiélago como del exterior de la región. El ambiente era festivo, hasta el punto de que toda la ciudad amanecía decorada con motivos navales, ya que un acontecimiento de semejante magnitud beneficiaba a gran parte de los comercios isleños, tuviesen o no relación con las actividades marítimas.
Algunas tabernas, por ejemplo, podían llegar a recibir, en los cinco días que duraba la feria, más clientes que en todo el mes anterior. Tanto los dueños como sus proveedores se frotaban las manos pensando en las potenciales ganancias. Aunque no todo era positivo, pues también debían poner mayor empeño en mantener a raya la seguridad de sus locales. No había peor promoción para una taberna que convertirse en lugar habitual de peleas entre borrachos. Las Islas de Calor aspiraban a mostrar una mayor seguridad y sofisticación que el resto del archipiélago, algo que se complicaba cuando se aglutinaba gente tan variopinta, y con tantas diferencias en su sistema de valores y tolerancia, en un espacio tan reducido. Sin olvidar, claro está, la innegable influencia del alcohol y sus excesos.
En una de esas tabernas, cerca de los muelles, dos marineros novatos, procedentes de otra ciudad insular, conversaban alrededor de una de las mesas más pequeñas, mientras daban buena cuenta de sendas jarras de cerveza. Uno de ellos dirigía miradas constantes hacia la zona de la barra, donde una mujer joven, de pelo rubio cortado al estilo garçon, reía a carcajadas con su acompañante, un hombre musculoso con el pelo corto y oscuro. Ninguno de los dos pasaba desapercibido, aunque al marinero sólo le interesaba la mitad de aquella pareja.
—¿Ves a esa chica de ahí? —preguntó a su acompañante, señalándola con un movimiento de cabeza.
—¿Cuál? ¿La rubia?
El primero asintió.
—Creo que es Nala, la hija de Mamá.
Todos los habitantes del archipiélago conocían, al menos de oídas, a la mujer apodada “Mamá”. Era una persona algo excéntrica que rara vez se dejaba ver, pero que, cuando lo hacía, poseía cierta facilidad para desprenderse de grandes sumas de dinero. Y no por razones filantrópicas, precisamente. Tanto ella como sus dos hijos se dedicaban a comprar objetos, desde pequeños trastos sin valor aparente hasta barcos de todo tipo, para después venderlos por cantidades muy superiores. Y a la vista estaba, según todas las noticias y cotilleos, que su negocio daba incontables beneficios.
—¿Qué pasa con ella? —preguntó el otro marinero, menos interesado en esas noticias y cotilleos.
—Se rumorea que su familia tiene dinero suficiente como para comprar todas las Islas de Calor. Con una esposa así, no necesitaría nada más en mi vida.
—¡Ja! Pues date prisa, porque ese musculitos está a punto de quitártela.
—Sí… No pierdo nada por intentarlo.
—Eh, que estaba bromeando.
Pero su amigo ya no escuchaba. Tenía los ojos clavados en Nala, mientras imaginaba todo lo que podría comprar con una cantidad ilimitada de dinero. No es que fuese tan idiota como para creer que Mamá tenía un depósito infinito de dinero, pero no veía motivos para poner techo a su imaginación. Sería como aceptar la derrota antes siquiera de probar suerte. Aunque la verdad es que podría llegar a conformarse con la chica.
El marinero respiró hondo, dio un trago a su jarra de cerveza y se preparó para lanzarse al ataque, ignorando por completo las palabras de su compañero de profesión. La chica no dejaba de reír, en lo que aparentaba ser una conversación muy interesante y divertida.
La realidad era algo diferente.
Fred y Nala eran buenos amigos. O, al menos, “buenos conocidos”. Sin embargo, también eran rivales de negocios. No sería exagerado considerarlos mejores rivales que amigos, aunque no eran características incompatibles para ellos. Su amistad y su rivalidad crecieron alimentándose la una de la otra a lo largo de los años, de forma exponencial, siempre sabiendo mantener la división entre ambas. Desde fuera, en cambio, esa línea se difuminaba. Una tensa discusión podía pasar, a ojos ajenos, por una animada charla entre amigos. Y no es una forma de hablar, pues eso era exactamente lo que estaba ocurriendo.
—¿Qué me dices de cuando te salvé de morir ahogada? —dijo Fred, sin perder la sonrisa.
Ella negó con la cabeza, mostrando su desacuerdo.
—Tonterías. Puedo aguantar debajo del agua más tiempo que tú fuera de ella.
—Sí, claro, lo que tu digas. —Rió—. Pero todavía me debes un favor.
—No te debo nada, Fred. Este contrato es nuestro, ¡asúmelo! —La chica le dio un par de palmadas “de consolación” en el brazo—. Hay que saber perder.
—Venga, Nala, sé razonable —insistió él—. Si nos enfrentamos, nos debilitamos. Y si nos debilitamos, otros nos pasarán por encima.
—El único que saldrá debilitado de esto eres tú, campeón. —Nala sonrió, confiada—. Mamá va a reunirse en persona con el cliente, así que… no tengo ni la más mínima duda de que el trabajo ya es nuestro.
—¿Y eso qué cambia? Podemos colaborar, ¿no? Ganaríamos la mitad cada uno, pero tardaríamos una décima parte. Compensa.
—Nunca más —sentenció Nala de forma tajante—. Mucho tienen que cambiar las cosas para que me plantee volver a trabajar contigo. No pienso pasar por eso otra vez, Fredy. Por aquel entonces era demasiado joven e ingenua, pero no volverás a engañarme.
—¿“Engañarte”? —Fred rió—. Eres tan culpable como yo de lo que ocurrió. Me utilizaste.
—Y me arrepentiré toda la vida.
—Pues ya va siendo hora de que lo superes, ¿eh? Te preocupa demasiado decepcionar a tu madre.
La chica perdió por un momento su buen humor. Era un asunto complicado.
—Le fallé en lo personal y en lo profesional. ¿Dónde queda mi honor si soy incapaz de hacer feliz a la persona que me lo ha dado todo?
—De esforzarse a obsesionarse hay un gran trecho. Con esa mentalidad nunca podrás ser libre, Nala.
—Nadie lo es realmente.
—¡Ahora has sonado a tu hermano! —Fred rió.
—¿Y qué esperabas? —Nala se encogió de hombros, sumándose a sus risas—. Llevamos juntos desde que vinimos al mundo. Algo se me habrá pegado.
La conversación se vio interrumpida de forma brusca cuando un hombre con indumentaria de marinero se aproximó a ellos. O quizá sería más correcto decir que se aproximó a ella, pues era evidente que no tenía el más mínimo interés en su acompañante, al que ignoró como si no estuviese allí sentado.
—Sabía que Mamá tenía muchos tesoros —dijo el marinero, con la voz de quien llevaba ya más de un par de rondas consumidas en aquella taberna—, pero jamás habría imaginado que tuviera uno tan bello como éste.
Nala y Fred se miraron, algo desconcertados, aguantando la risa.
—Aquí las cosas no son lo que parecen —contestó ella tras unos tensos segundos—. Lo siento, no tengo tiempo para gente convencional.
—Me subestimas. —El marinero no se rendiría tan pronto.
—¿Crees que algo de lo que digas o hagas puede tener un impacto real en nuestras vidas?
El marinero titubeó. No estaba seguro de haberlo entendido. Aunque, como era obvio, su ego no le permitiría reconocerlo.
—Si me das una oportunidad, te demostraré muchas cosas, preciosa.
—Está bien. —La chica asintió, ante la mirada divertida de su amigo—. Comprobémoslo.
En uno de sus bolsillos internos, Nala guardaba una piedra de colores llamativos. Daba impresión de ser artificial, pues no existía, al menos en aquel archipiélago, un mineral tan peculiar y colorido como ése. La joven mujer lo sostuvo en alto con los dedos índice y pulgar, a la altura de su cabeza, entre ella y el marinero.
—Mira fijamente esta roca arcoíris. —Nala exhaló aire, iniciando lo que parecía algún tipo de conjuro o ritual—. Deja que todos sus colores inunden tu retina. No te concentres en ninguno en particular, intenta verlos como un todo.
—Espera, ¿vas a hipnotizarme? —El marinero rió, incrédulo.
—Ya lo he hecho.
—La hipnosis sólo funciona en gente ignorante y suscep… sus… gente…
—Siéntate en el suelo.
El marinero obedeció con lentitud, como si ni él mismo terminara de creérselo. Fred aplaudió, celebrando el éxito de semejante numerito. Tras volver a guardarse la piedra en el bolsillo, Nala ordenó a aquel hombre tan impertinente dejar de beber y regresar a su embarcación, petición que cumplió con carácter inmediato. Su compañero marinero lo siguió con la mirada sin entender nada de lo que estaba pasando, hasta que se perdió al otro lado de la puerta de la taberna.
—Podrías conseguir mucho dinero fácilmente con ese truco —dijo Fred.
—No soy una ladrona —replicó Nala, algo cansada de tener que repetir la misma conversación una y otra vez—. Yo tengo honor.
—El honor no te dará de comer.
—Me permite estar en paz conmigo misma y honrar a quienes confían en mí.
—Es fácil preocuparse por esas cosas cuando te lo dan todo hecho… —Fred suspiró—. ¿Pensarías igual de no ser por tu madre? ¿Cuándo saldrás de la comodidad de su ala protectora y volarás por ti misma, avecilla?
—Sólo lo haré si encuentro algo mejor. —Nala le guiñó un ojo—. Me gusta esto. Y tú estás muy lejos de poder ofrecerme algo que tan siquiera se le acerque.
Fred no pensaba rendirse jamás. Sabía que era una tarea difícil, pero esperaba poder convencer algún día a Nala para dejar de ser rivales, dejar sus respectivos negocios y empezar una nueva etapa como socios. ¿Por qué conformarse con ser personajes secundarios, pudiendo ascender a la categoría de protagonistas?
Por su parte, Nala no tenía dudas: era feliz trabajando con su hermano mellizo, Lyam, y con su adorada madre. Los consideraba aliados mucho más estables y fiables que Fred. Además, sus lazos eran de sangre, irrompibles, sempiternos, más profundos que una amistad. Una amistad que, por otro lado, no tenía por qué desaparecer a causa de “pequeñas diferencias laborales”.
Ambos, Nala y Lyam, tenían claros sus puntos fuertes y débiles, sus prioridades, las rutinas necesarias para optimizar su trabajo, y, sobre todo, sus propósitos en la vida. Sabían quiénes eran y quiénes querían ser. Conocían a la perfección tanto el archipiélago como a sus habitantes. Creían tener todo bajo control, con pequeñas excepciones…, como el uno al otro. Eran parecidos, pero también muy diferentes, algo que nunca había supuesto un obstáculo para su relación. Ninguno de los dos hermanos se consideraba por encima, ni tampoco por debajo del otro. Las fortalezas de uno lo eran de ambos; se daba por hecho. Así llevaba siendo desde que nacieron.
Pero ese terreno sobre el que se movían era mucho menos sólido de lo que pensaban. La tierra firme bajo sus pies estaba a punto de tornarse en arenas movedizas. Toda su realidad conocida dejaría de tener sentido cuando Mamá se topara con el anciano sin nombre. Y ese encuentro estaba a punto de producirse.
2
Con apenas un cuarto de siglo a sus espaldas, Lyam era respetado por la totalidad del gremio de mercaderes de las Islas de Calor. Sin excepción. No era de extrañar, pues contaba con el aval de su madre, quien había logrado colocar a su familia en una posición de prestigio incuestionable. Lo había conseguido con esfuerzo e inteligencia, sabiendo adelantarse a sus rivales, creando una red de influencia que rara vez le había fallado, y gozando de esa pizca de suerte indispensable para tener éxito.
La envidia que muchos les profesaban no nacía desde el odio, sino desde el respeto. Cualquier habitante del archipiélago estaría encantado de trabajar con o para Mamá. Sin embargo, ella jamás había necesitado de más ayuda que la que le proporcionaban sus dos hijos. Aunque todavía tenía cuerda para rato, la fatiga acumulada le exigía descansar de vez en cuando, por lo que Nala y Lyam se habían convertido en pilares fundamentales para su negocio. A todos los lugares donde no llegaba la madre, llegaban los hijos. Ambos habían heredado las cualidades de Mamá, además de sus ojos grisáceos y su cabello dorado.
Del padre poco sabían, salvo que falleció en un accidente marítimo cuando ambos tenían cuatro años. En realidad, ni siquiera llegaron a conocerlo. Mamá no guardaba especial afecto por él, al que definía como “una aventura de verano”. Lyam y Nala crecieron con la certeza de que su madre era todo cuando tenían y todo cuanto necesitaban. Incluso comprendían que ella hubiese tenido dudas a la hora de quedárselos o darlos en adopción. Más bien, lo que sentían era una infinita gratitud por haber tomado aquella difícil decisión. Mamá arriesgó todo cuanto tenía por criar en solitario a esas dos criaturas. Y, una vez más, su apuesta resultó ganadora.
Irónicamente, el apodo “Mamá” empezó siendo una especie de insulto por parte de sus rivales, quienes creían que tener dos hijos inesperados destrozaría su carrera. Ella adoptó con gusto aquel sobrenombre, convirtiendo su condición de madre en un trampolín, no en el pozo metafórico en el que muchos deseaban verla hundirse. Después de aquello, ya no quedó nadie en todo el archipiélago, e incluso alrededores, que pusiera en duda su capacidad para lograr lo que se propusiera.
Con su larga melena, Lyam era una versión masculina y rejuvenecida de Mamá. Verlo aparecer a lo lejos causaba una sensación extraña en quienes conocían a Mamá desde su juventud. Parecía la segunda venida de aquella joven que llegó a las Islas de Calor tres décadas atrás, dispuesta a comerse el mundo. Y vaya si lo había conseguido.
Tal y como era previsible, madre e hijo se dejaron ver en los muelles durante la Feria Naval. Todos los años, Mamá realizaba grandes inversiones en la compra de barcos, que después reacondicionaba mediante empresas subcontratadas para venderlos por cifras muy superiores. Un negocio en el que todos ganaban; en especial los vendedores, quienes podían dormir tranquilos sabiendo que aquella mujer no dejaría una sola factura sin liquidar. Algo no tan habitual, por desgracia, entre el resto de clientes.
—Puerto 3 —le indicó Lyam.
—No es suficiente —respondió Mamá.
—¿El barco? ¿Lo sabes antes de verlo? —No lo ponía en duda, pero sospechaba que ahí había una lección que aprender.
—Necesito un navío majestuoso —explicó ella—. El más grande que se haya construido jamás.
—Aquí están los mejores barcos de tres países.
—Ah, seguro que sí… —Mamá hizo una pausa—. Pero no es éste. Necesito algo mejor.
—¿Tienes comprador?
—“Compradora” —puntualizó—. Yo.
Lyam se quedó en silencio, intentando descifrar aquella contestación. Tras reflexionar varios segundos, llegó a la conclusión de que no había mensaje oculto en tan sencilla respuesta. Estaba siendo lo más literal posible. Lo cual no hacía más que generar nuevas incógnitas.
—¿Adónde piensas viajar con un barco tan grande? —“Ni siquiera tienes tripulación”,pensó, aunque no le sería difícil de conseguir.
—Ésa no es la pregunta que deberías hacerte ahora —replicó ella.
—Lo sé. Quiero decir, sé por qué el barco del puerto 3 no es suficiente para ti. El puerto más grande, el principal, es el número 1. Por lo tanto, el barco más grande estará amarrado allí.
—¿Y no te intriga saber por qué, sabiendo eso, he aceptado reunirme con este otro vendedor?
Mamá sonrió con expresión burlona, poniendo de nuevo a su hijo a prueba.
—Seguro que tienes tus motivos. —Lyam se encogió de hombros—. Y seguro que esos motivos son razonables. También estoy seguro de que los comprendería mejor si me los explicaras.
—Los Maxnnip se han interesado en él. Nala lo ha oído de Fred en persona, por lo que es información fiable.
Lyam asintió con la cabeza, aún pensativo.
—Comprar barcos no es su estilo…, así que se me ocurren dos opciones: que quieran algo en particular del navío, o que su interés vaya más allá de la propia transacción.
—Sea lo que sea, nos conviene descubrirlo —concluyó Mamá.
—¿Por eso me has pedido que te acompañe?
—Lo dejo en tus manos, Lyam. Tienes carta blanca.
—Gracias.
“Carta blanca”. Ésas eran las dos palabras favoritas de Lyam. Siempre actuaba respetando las limitaciones impuestas por su madre, pero de vez en cuando, en raras ocasiones, ella le otorgaba libertad total para actuar según considerase oportuno. Desde un punto de vista práctico y concreto, eso significaba que, con tal de sabotear el negocio de los Maxnnip, Lyam podía usar amenazas, sobornos, engaños, e incluso, si se le antojaba, comprar y hundir el barco. Cualquier opción era válida. En cierto modo, Lyam dejaba de ser un ayudante y se convertía en la figura de su madre. Tomaba las riendas de su negocio, que no era moco de pavo. Ponerse en los zapatos de Mamá era algo de lo que sólo dos personas en todo el mundo podían presumir, aunque el hechizo no durase más que unos minutos…, y aunque, estaba seguro, formase parte de un plan mayor que su madre no había compartido con él.
La matriarca de la familia utilizaría aquello como una distracción. Sabía que, aunque Lyam actuara con sigilo, los Maxnnip acabarían descubriendo que el chico rubio planeaba meter las narices en su negociación. Bastaba con que lo vieran rondando por allí para comprender que su solitaria presencia en los muelles no era producto de una inocente coincidencia. De esta forma, el puerto 3 acapararía todas las miradas, lo que permitiría a Mamá encaminarse al puerto 1 sin llamar la atención. Por eso había dado carta blanca a su hijo. Además, no se había esforzado en ocultar que planeaba reunirse con uno de los vendedores del puerto 3, por lo que otros cazatesoros irían, engañados, tras sus falsos pasos.
Con el camino despejado, y sin que nadie pudiese sospechar que su presencia en el puerto respondía a motivos ajenos a los negocios habituales, Mamá se aproximó al barco más impresionante de la Feria Naval: un navío de línea en perfectas condiciones, algo anticuado ya, pero más resistente (y elegante, todo sea dicho) que cualquier nave moderna.
—No es suficiente… —murmuró para sí misma, asqueada.
—¡No encontrará mejor navío en un millón de millas a la redonda! —exclamó un hombre extranjero de profunda y oscura barba, quien, sin lugar a dudas, era uno de los vendedores—. ¡Y si lo encuentra, esta preciosidad podría hundirlo!
—Es bonito, no lo niego —asintió Mamá—. ¿Cuál es su precio?
—Oh, me temo que no está a la venta, estimada amiga. Éste es uno de los exclusivos ejemplares personales del rey de…
—Es tarde —lo interrumpió—, y pronto iré a dormir, pero eso no significa que necesite que alguien me cuente cuentos. He venido a comprar un barco, no un rey.
El vendedor soltó una carcajada antes de contestar.
—Sé quién es usted… —El hombre le dedicó una amplia sonrisa—. Me pregunto si todos los rumores que circulan sobre su persona son ciertos.
—Eso sería imposible, incluso en mil vidas. Pero créame si le digo que estoy lejos de ser pobre. ¿Mi moneda no es válida para usted?
—De acuerdo. —Asintió con la cabeza—. Supongamos que puede comprar el navío. Supongamos que junta toda su fortuna, y después otras cien iguales. Nada cambiará. Como ya le he dicho, este barco no está a la venta.
—¿Qué hace, entonces, en la Feria Naval?
—Exhibición. Como le explicaba antes…
Mamá le hizo un gesto para que dejase de hablar. No estaba interesada en oír más excusas. Era una de las pocas cosas a las que no podía sacar rentabilidad.
—Es evidente que el dinero de la venta no irá a parar a sus bolsillos, pues usted no es más que un intermediario. Por eso no parece importarle tanto cerrar la transacción. Así que, dígame: ¿cuánto le han pagado los Maxnnip por hacerme perder el tiempo?
El vendedor volvió a reír.
—No lo suficiente, al parecer. Es usted más lista de lo que ellos creen.
—Y usted se ha metido en un lío mayor del que imagina. ¿Qué pensarán sus superiores cuando descubran que se ha negado a escuchar la oferta de una posible compradora?
La sonrisa del vendedor desapareció.
—Mire, amiga… No sé qué problemas hay entre los Maxnnip y usted…, pero sí sé algo: que no debería haberme involucrado. Por desgracia, ya es demasiado tarde para negarme. Quizá usted no pueda entenderlo, pero tengo tres hijos, una mujer y una madre a los que alimentar con un único sueldo. Como comprenderá, no podía negarme a aceptar el dinero extra que pusieron bajo mis sacras narices.
—No se preocupe —respondió ella, manteniendo el tono calmado—. Como ya dije antes, este barco no es suficiente para satisfacer mis propósitos. La venta no se iba a realizar, con o sin soborno. Disfrute de ese dinero que le han regalado, pues jamás obtendrá un sobresueldo tan fácil.
A Mamá no le preocupaba que los Maxnnip estuviesen intentando sabotear la compra del barco, ni que hubiesen utilizado a aquel humilde vendedor para distraerla el tiempo suficiente como para… ¿Para qué? En realidad, no importaba. Si aquello tenía relación o no con lo que estaba sucediendo en el puerto 3, tampoco importaba. Lyam lo descubriría. Y si no, más sencillo aún: pasarían página y se concentrarían en el siguiente negocio.
Lo que preocupaba a Mamá era algo diferente, previo e inexplicable: ¿cómo habían descubierto los Maxnnip sus verdaderas intenciones? Mamá solía comprar barcos en estado mejorable para repararlos y venderlos a precio mucho mayor. Jamás había comprado un barco tan espectacular como ése para su uso personal. ¿Por qué habían averiguado, o “adivinado”, que su objetivo era aquel navío de línea? Era imposible que Nala se lo hubiese contado a Fred, ni siquiera por accidente, y no sólo porque fuese una chica muy inteligente y leal, sino porque, además, ella no sabía nada de este plan en concreto. Mamá no se lo había dicho a nadie. Lyam era la única excepción, y había ocurrido minutos atrás, mucho después de que el vendedor hubiese sido sobornado.
Algo no encajaba.
De pronto, una voz próxima sacó a Mamá de sus pensamientos. Era un anciano de expresión afable y anticuada dicción, como no tardaría en comprobar.
—Disculpadme, mi señora, pero, si no es demasiada indiscreción… ¿Para qué necesita una dama de vuestra condición un buque de guerra?
—Pues sí, es demasiada indiscreción.
—¿Coleccionismo? —El anciano negó con la cabeza, sonriendo—. No, claro que no.
—Odiosos prejuicios… ¿No puede una mujer trabajadora permitirse un capricho de vez en cuando?
—Los caprichos son para gente débil. Todo lo que vos hacéis responde a una necesidad o un motivo de peso.
—Qué adecuado. No se me ocurre nada de más peso que un navío de línea.
—Quizá dos, uno sobre otro —bromeó el anciano.
—Tendré que conformarme con cero, me temo.
—¡Dichosos los oídos!
Mamá arqueó una ceja al escuchar aquella respuesta.
—Es evidente que me conoce, caballero. ¿Puedo saber con quién tengo el placer de compartir los últimos rayos de sol de este precioso día?
—Os daría gustoso mi nombre… si tuviese un nombre que daros.
—Vaya. —Mamá sonrió—. Un anciano sin nombre y que utiliza lenguaje arcaico. Usted debe de ser el hombre más misterioso de los doce mares.
—¡Y vos habéis tenido la enorme fortuna de encontraros con mi persona! —bromeó él, entendiendo el tono sarcástico de Mamá.
—¿Tendré también la buena fortuna de poder regresar a mi hogar sin que me persigan más acosadores?
—¡¿“Acosadores”?! —El anciano soltó una carcajada—. ¿Eso es lo que soy para vos?
—Mis disculpas. —Mamá inclinó la cabeza—. Quizá no elegí el término correcto para referirme a personas que me asaltan por la calle sin ni siquiera presentarse. ¿Cómo debería llamaros, milord? —dijo imitando la forma de hablar del anciano—. ¿“Lord Anónimo” os parece un nombre digno de vuestra categoría? Vuestro escudo de armas podría ser un rectángulo vacío. Eso confundirá a los enemigos en el campo de batalla. Y dado que tratar de confundir a personas parece ser una de vuestras principales aficiones…
—Je, je… Sois muy cruel con este anciano. Os pido perdón si mi forma de hablar os resulta molesta, pero las costumbres de toda la vida son difíciles de cambiar a estas alturas. Sin duda son los últimos rayos de sol…
—No tiene de qué disculparse. —Mamá le dedicó una sonrisa tranquilizadora—. Deduzco que su hogar está lejos del archipiélago.
—Muy, muy lejos. Lo que quizá no deduzcáis es que recorrí esta distancia sin mayor propósito que el de dar con vuestra persona.
—¿Ha venido por mí?
—Por vos —asintió.
—¿Sabe? Me está poniendo difícil omitir el término “acosador”.
El anciano rió, avergonzado.
—Debo esforzarme más, entonces. ¿Escucharéis al menos lo que tengo que deciros? Ha sido un viaje extenuante.
—Si de verdad cree que pueda estar interesada en lo que tiene que decirme…
—¡Oh, vaya si lo creo! Al fin y al cabo, ese enorme navío de línea no ha sido suficiente para vos.
—¿Ha escuchado la conver…? —Mamá se quedó callada de golpe. Acababa de comprender algo evidente, que hasta entonces no lo era tanto. A su mente le costaba procesar semejante información—. Espere un momento… ¿Ha sido usted quien ha…? No puede ser… ¿Quién es usted?
—Ya os dije que no tengo nombre. —El anciano se encogió de hombros, resignado—. De verdad, lo siento. No puedo ofreceros un nombre…, pero sí puedo ofreceros algo mucho mejor que ese ostentoso navío. ¿Estáis dispuesta a acompañarme?
3
Nala y Lyam empezaban a preocuparse. Eran más de las dos de la madrugada, y su madre seguía sin aparecer. No era la primera vez que regresaba tan tarde a casa, aunque siempre por motivos justificados, nunca a causa de la Feria Naval. Se suponía que volvería tan pronto como terminase sus asuntos en los muelles, mientras Lyam investigaba los negocios de los Maxnnip en el puerto 3 y Nala se ocupaba de distraer a Fred. Pero las horas pasaban, y la mujer no daba señales de vida.
Los mellizos acordaron que, si aún no había regresado para cuando el reloj marcase las tres en punto, saldrían a buscarla. Por suerte, no tuvieron que hacerlo. Mamá se plantó ante ellos casi sin poder hablar, con una mezcla de nerviosismo y excitación. Resultaba complicado discernir si aquello era muestra de alegría, temor o ambas. Algo fuera de lo común había ocurrido, eso estaba claro. No era habitual ver a Mamá, adalid del estoicismo, la calma y la paciencia, tan afectada por nada.
—Coged todo cuanto consideréis estrictamente imprescindible —ordenó a sus hijos—. Cargad en bolsas tanta ropa como podáis llevar.
—¿Adónde vamos? —preguntó Nala, confundida.
—Muy, muy lejos.
—¿Para siempre?
—No lo sé.
Los dos hermanos se miraron sin entender nada. Ninguno se movió.
—¿Vas a decirnos para qué querías ese barco? —preguntó Lyam, suponiendo, de forma errónea, que guardaba relación con el misterioso asunto que tenían entre manos.
—Esto no tiene nada que ver con el barco —replicó Mamá—. Es algo mucho más grande, Lyam. Es algo que no puedes entender. Ninguno de nosotros podemos.
—¿Y qué sentido tiene hacer algo que no podemos entender?
—Hacerlo es la única forma de entenderlo.
—No suena muy convincente… —murmuró Nala.
—¿Confiáis en mí?
Mamá no necesitó decir nada más; sus dos hijos obedecieron sin rechistar. Ella jamás los había decepcionado, y rara vez, si es que hubo alguna, se equivocaba al tomar decisiones arriesgadas. Seguir sus indicaciones al pie de la letra era una apuesta ganadora. Aunque, todo sea dicho, esas “apuestas” nunca antes implicaron abandonar su hogar de forma apresurada en mitad de la noche.
La pequeña mansión en que vivían Mamá y sus dos hijos estaba construida muy cerca del mar, en la mayor de las cuatro porciones de tierra que formaban la región conocida como Islas de Calor. Tenían su propio puerto privado, donde almacenaban todos los barcos en proceso de reparación y venta, además de los que usaban para su transporte personal o por negocios. Ése sería su punto de partida, y también su último punto de apoyo con la realidad conocida. Lo único de lo que podían estar seguros. Cuando lo dejaran atrás, todo cambiaría para siempre.
Lyam y Nala cargaron en una lancha tantas bolsas y cajas como permitía aquella pequeña embarcación. Mientras tanto, Mamá se ocupó de contactar con la empresa de vigilancia que custodiaba su casa cada vez que ellos se marchaban de la isla. Iban a necesitar sus servicios con urgencia, pese a que ni siquiera pudieron especificar cuándo regresarían. ¿Horas? ¿Días? ¿Semanas? ¿Meses? ¿Toda una vida, o quizá no más de un instante? Era difícil precisar antes de conocer su destino. Peor aún: desconocían el propio “viaje”.
—¿Vamos a salir de las Islas de Calor? —preguntó Nala, a los mandos de la lancha, esperando instrucciones.
—No. —La respuesta de su madre no hizo más que aumentar la confusión generalizada de la situación.
—Dijiste que íbamos “muy, muy lejos” —recordó la chica.
—Iremos adonde ningún barco puede llegar.
—¿Tierra firme? —bromeó Nala.
—A otro mundo.
Los tres se quedaron en silencio, analizando las expresiones de los demás.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Lyam a su madre.
—Sé lo raro que debe de sonar desde vuestra perspectiva. —Mamá hizo una pausa, intentando aclarar sus pensamientos—. Tratar de convencer de cosas aparentemente ilógicas con argumentos lógicos es una contradicción, y, por tanto, una pérdida de tiempo. Por eso, para que lo “ilógico” se convierta en “lógico”, hay que abandonar el complicado camino de las palabras y tomar un atajo.
—Demostrarlo —concluyó el chico de dorada melena.
Mamá asintió con la cabeza, mientras relevaba a su hija en el control de la lancha.
—¿Qué es lo que has visto, mamá? —preguntó Nala, impaciente.
—Lo mismo que estáis a punto de ver vosotros. —Su tono era neutro, imperturbable—. Algo que aún no he terminado de asimilar, pero sí de creer. Por favor, hacedlo vosotros también. No tenemos tiempo.
—De acuerdo. —Lyam se dio por satisfecho—. Sigo sin entenderlo, pero comprendo lo que quieres decir: únicamente lo entenderé cuando lo vea. Pensar en ello, intentar averiguarlo, preguntar detalles… Nada de eso acelerará el proceso.
—Así es.
—Las cosas no son lo que parecen —dijo Nala, con la mirada perdida en la profunda oscuridad del horizonte—. Estamos muy limitados. Hay tantas cosas que no comprendemos por simple desconocimiento…
—Eso suele llevar al rechazo —añadió Lyam.
—Por suerte, no soy parte de esa mayoría prejuiciosa. ¿O debería decir “juiciosa” a secas?
—Te noto emocionada, hermana.
—Lo estoy. —Nala sonrió.
—¿No te parece suficiente con la realidad que conoces?
—Me atrae más la que desconozco. No puedo evitarlo.
Cuatro eran las Islas de Calor. Todos lo sabían. Cuatro, ni más ni menos. Un número, el cuatro, fácil de recordar. Ni siquiera la más grande de las cuatro era demasiado extensa, por lo que todos sus habitantes conocían cada una de las cuatro islas como la palma de su mano. Entre unas y otras no había mucha separación, así que también conocían a la perfección los tramos de mar que las rodeaban. Resultaría imposible, o al menos así lo consideraría cualquier persona sana, sin graves afecciones mentales, que de repente apareciese una quinta isla de la nada.
Excepto porque eso era lo que había ocurrido.
—¿Qué narices…?
Lyam se mostraba perplejo. Su hermana, en cambio, parecía cada vez más emocionada.
—La realidad es mucho más compleja de lo que somos capaces de comprender. Oí esa frase hace tanto tiempo…
—¿Es alguna clase de truco? —insistió Lyam, incrédulo.
—¿Y eso qué cambiaría? Los trucos no dejan de ser otra forma de mostrar la realidad.
—Cálmate, Nala.
La isla era muy pequeña; la menor de las cinco que ahora formaban la región de las Islas de Calor. Eso, claro, en el supuesto de que alguien decidiese contabilizarla como parte del conjunto, dato que no era cierto en absoluto. Por extraño que pudiera parecer, la quinta isla no pertenecía al lugar en que se hallaba. En realidad, no pertenecía a ningún lugar concreto.
Mamá detuvo la lancha sobre la orilla, procurando que no quedase encallada, y se apeó sin apartar la vista del centro de la isla. Allí, rodeada de nada más que árboles y arena, se elevaba una bonita y bien cuidada casa de dos plantas, construida en madera. No era tan grande como su mansión, pero podía albergar sin dificultades a una familia numerosa. Lyam y Nala se preguntaron si aquél sería su hogar durante los próximos días, y si tendrían que compartirlo con alguien más. El “porqué” llegaría tarde o temprano.
—¿Has comprado esto? —preguntó Lyam.
—Nada de lo que tenéis ante vosotros se puede comprar. Nuestro dinero no tiene valor aquí. —Mamá señaló en dirección a la casa—. Dejad todas nuestras pertenencias dentro, rápido.
Lyam quiso protestar, pero se mordió la lengua. Nala ya corría hacia la casa, cargada de bolsas, mientras su hermano volvía al interior de la lancha para proseguir con la descarga.
—Puedo aceptar que tengas motivos para hacernos venir hasta aquí de forma inesperada —dijo Lyam a su madre, quien lo ayudaba a vaciar la pequeña embarcación—. Pero sigo sin entender a qué viene tanta prisa. ¿Es que tenemos que ir a algún otro sitio después de éste?
—¡Aún no hemos ido a ninguna parte! —replicó Mamá—. El viaje empieza pronto, así que no os entretengáis. Os explicaré todo en la casa.
Lyam suspiró profundamente antes de seguir los pasos de su hermana, quien ya estaba plantada frente a la puerta de madera. No tardó en alcanzarla, pues era una isla más bien pequeña.
—No abre nadie —dijo la chica, decepcionada.
—Vuelve a llamar —sugirió Lyam.
En lugar de eso, Nala probó a empujar la puerta. Ninguno se sorprendió al ver que estaba abierta. El interior ofrecía un ambiente tenue y silencioso, apenas iluminado por la luz de la luna que se filtraba a través de las ventanas. Por suerte, aquella edificación contaba con instalación eléctrica, por lo que bastaba con accionar el correspondiente interruptor para poder admirar tan extraña y humilde decoración.
—Esta arquitectura… —Lyam observó detenidamente el interior de la casa—. Nada de esto pertenece a las Islas de Calor.
Ocho habitaciones amuebladas y preparadas para su uso, cada una de ellas con su propio cuarto de baño. Más que una casa, parecía un pequeño hostal. Era un edificio autosuficiente, con bomba de agua y un generador eléctrico en el sótano.
—¿Es algún tipo de residencia comunitaria? —preguntó Nala.
—Ahora es vuestro hogar —respondió alguien—. Eso es todo lo que importa.
La voz del anciano sobresaltó a los dos jóvenes, quienes, acto seguido, supusieron que se trataba del propietario o encargado del terreno.
—Disculpe por haber entrado sin permiso. —Lyam inclinó la cabeza—. Creíamos que no había nadie…
—Y no lo había —lo interrumpió el anciano—. Pero no nos andemos por las ramas. Faltan pocos minutos para las cuatro en punto.
—¿Qué ocurre a las cuatro? —Nala miró al anciano con renovado interés.
—Iniciaréis el viaje.
—¿Cuál es nuestro medio de transporte?
—Esta isla.
Lyam y Nala miraron a su madre, quizá esperando alguna explicación por su parte. No sucedió. Tal vez, pensaron, supiera tan poco como ellos del asunto en que estaban a punto de involucrarse.
—¿Dice la verdad? —preguntó Nala.
—Sólo hay una forma de saberlo. —Mamá sonrió—. Enseguida lo comprobaremos.
—¿Por qué estáis las dos tan emocionadas? —Lyam parecía ser el único que albergaba dudas—. ¿Alguien me va a explicar qué ocurre?
—Yo lo haré —respondió el anciano—, pues ésa es mi tarea. Esta isla, la Novaxioma, no es una isla convencional. Es una isla desubicada, anclada al tiempo, aunque no al espacio.
—¿No están el tiempo y el espacio ligados? —replicó Lyam—. Así funciona el mundo. Ambos siempre dependientes del movimiento del observador…
—Vos lo habéis dicho: “así funciona el mundo”. Así funcionan todos los mundos. Pero ¿qué ocurre entre ellos?
—Creo que no le sigo.
—El tiempo y el espacio son conceptos humanos —dijo Nala—. Los hemos creado para tratar de dar sentido a la realidad, desde nuestra limitada visión del universo. Hay mucho más. ¡Siempre hay mucho más!
—¿Entiendes algo de lo que está ocurriendo? —le preguntó su hermano, desconcertado.
—Nada de nada. —La chica se encogió de hombros—. Pero no necesito entenderlo. Quizá no lo haga nunca. Y lo acepto, porque es parte de mi condición de ser humano.
Mamá interrumpió la charla, sin dejar de consultar su reloj.
—Por favor, escuchad lo que tiene que deciros. Esta misión es muy importante para mí.
—¿“Misión”? —repitió Lyam, sorprendido.
Ella no respondió.
—He hecho una petición a vuestra madre —explicó el anciano—. Y, por extensión, también a vosotros dos. Éste ha sido mi último viaje. Como diría una sabia mujer a la que tuve el gusto de conocer recientemente, hoy he contemplado los últimos rayos de sol. Vine hasta aquí con un cometido que estoy a punto de cumplir, y, tras ello, cesará mi existencia.
—¿Insinúas que vas a morir? —preguntó el chico.
—Toda vida debe tener un propósito. Sin él, la existencia y la no existencia serían indistinguibles.
—¿Cuál es esa misión? —apremió Lyam, impaciente.
—Lo creáis o no, esta isla es capaz de viajar entre mundos. —El anciano sonrió con una mezcla de orgullo y nostalgia—. Y ahora os pertenece. A cambio, debéis encontrar las Cuatro Estrellas, unas gemas fulgurantes de tonalidad amarillenta.
—¿Y dónde tenemos que buscar? ¿En el archipiélago?
—La Novaxioma os llevará hasta ellas. Vosotros debéis devolvérselas.
—¿Devolvérselas… a la isla? —A Lyam le costaba asimilar todo lo que oía de boca del anciano.
—Tened mucho cuidado, pues las Estrellas deben ser manipuladas únicamente por los habitantes del mundo en que os encontréis. Necesitáis que sean otros quienes traigan las Estrellas, que quedarán ligadas a ellos hasta que la Novaxioma haya recuperado su poder.
—Más despacio, por favor —le pidió Lyam.
Pero ya no había tiempo para más explicaciones.
—¡Es la hora! —exclamó Mamá—. ¿Me acompañaréis?
—Por supuesto. —Nala aceptó sin tan siquiera pensárselo—. Quiero descubrir lo que hay más allá de la realidad que conocemos.
Lyam respiró hondo, aún lleno de dudas.
—Un viaje familiar, ¿eh? —dijo tras unos segundos, resignado—. Al menos nos libraremos de los Maxnnip por un tiempo.
El anciano hizo una reverencia con aroma a despedida.
—Mi misión ha concluido. Ahora comienza la vuestra.
Cuando el reloj marcó las cuatro en punto, todas las luces se apagaron. Hasta el brillo de la luna parecía haber menguado, si no desaparecido por completo, como si el sol hubiese decidido mirar hacia otra parte. El ruido ensordecedor de unas repentinas y violentas corrientes de aire, que rodeaban toda la isla, puso a Mamá y sus dos hijos en alerta, esperando, quizá, que en cualquier momento saliera volando una de las paredes de madera, o el propio techo. Tenían la impresión de hallarse en el centro mismo de un huracán. Sin embargo, ni la arena, ni los árboles, ni la casa, ni todo lo que se encontraba dentro de ella, incluyendo a sus ocupantes, sufrieron el más mínimo contratiempo.
Las corrientes de aire desaparecieron de forma tan repentina como llegaron, devolviendo la calma a aquella isla que el anciano llamó “Novaxioma”. Poco después, lo único que se escuchaba era el suave murmullo del mar, como si todo hubiese recuperado la normalidad.
Excepto porque nada lo había hecho.
– CONTINÚA EN NOVAXIOMA: CUATRO ESTRELLAS –
Buena forma de captar mi atención y hacer que quiera seguir leyendo. ¡Espero su publicación con entusiasmo!