A continuación podéis leer de forma gratuita los cuatro primeros capítulos de Mictlan.tv, mi tercera novela.
Es una historia de suspense, bastante cruel y sangrienta, desarrollada en el interior de una ciudad muy peculiar, llena de criminales con carta blanca para dar rienda suelta a sus peores instintos, y en la que los números determinan la supervivencia de sus habitantes.
Desde dentro, una situación terrorífica. Desde fuera, un espectáculo entretenido.
1
Despertó en una pequeña habitación gris, sin ventanas, iluminada por una única bombilla. No había muebles ni adornos de ningún tipo. Ni siquiera enchufes o un interruptor con el que accionar la ya mencionada bombilla. A su lado tenía una pequeña botella de agua y un envase rectangular de plástico opaco, de muy mala calidad, que no permitía ver su contenido.
Arturo supuso que se hallaba en el interior de una celda. Recordaba con nitidez el momento en que lo detuvieron, así como a los agentes de policía que lo acompañaron durante el trayecto. Lo demás, a partir de ese punto, estaba muy borroso. No podría decir si habían transcurrido minutos, horas o días. Todo le daba vueltas; un problema agudizado por el dolor de cabeza. Las marcas rojas de sus brazos evidenciaban un trato no demasiado amable por parte de los agentes de policía.
El exceso de alcohol y la presencia de otras drogas más duras en su organismo se postulaban como los culpables de aquel mareo, que, sin embargo, poco a poco se fue desvaneciendo, hasta serenarse. Arturo se arrastró, de forma casi literal, hasta el envase de plástico, intrigado por su contenido. Era arroz. Aún se mantenía tibio, por lo que no debía de llevar mucho tiempo cocinado. En cualquier caso, no le pareció un envase propio de una cárcel. Y no era lo único que le parecía fuera de lugar. Si aquello era una celda, ¿por qué no había una, sino dos puertas, situadas en extremos opuestos de la sala? Suponiendo que una de ellas diese al pasillo donde se hallaban las demás celdas, ¿qué había detrás de la otra? ¿Un cuarto de baño? ¿Una cama? Porque, por muy grave que fuese el delito, ningún detenido estaba privado de dormir y hacer sus necesidades.
Quizá, pensó, se tratase de una celda de castigo. Tal vez, ofreciese una resistencia agresiva, hasta el punto de herir a un agente de policía; de ahí que lo hubiesen encerrado en ese lugar tan… vacío. Si pudiese recordar lo sucedido en las últimas horas, encontraría alguna explicación. Pero no podía.
Fue al intentar levantarse cuando Arturo notó el tacto metálico en sus tobillos. Llevaba sendos aros idénticos, lo suficientemente apretados como para no poder quitárselos, y lo suficientemente resistentes como para no poder romperlos sin herramientas adecuadas. Le recordó, aunque nunca había visto uno, a esos localizadores que obligaban a llevar a aquellos que debían cumplir una orden de alejamiento, como los condenados por violencia doméstica. Si se acercaban demasiado al (o, más habitualmente, «la») denunciante, esos localizadores emitían una alerta.
Arturo no había sido detenido por violencia doméstica, sino por tráfico de drogas. El único motivo de que quisieran tenerlo localizado en todo momento podría ser un teórico riesgo de fuga del país. Aun así, no estaba seguro de que fuese legal controlar la posición de una persona. Pero, hasta que pudiese hablar con los responsables, tendría que resignarse. Además, había algo que, dentro del drama, le parecía gracioso: no debían de tener mucha confianza en dicha tecnología, si creyeron conveniente ponerle dos aros metálicos en vez de uno solo.
Arturo recogió la botella de agua y el envase con arroz, y se aproximó a una de las puertas de la supuesta celda. Intentó abrirla, sin éxito. Tras convencerse de que no cedería con su simple fuerza, la golpeó con los nudillos.
—¡Eh! —gritó sin saber adónde dirigir sus quejas—. ¡¿Hay alguien ahí?! ¡Quiero saber de qué se me acusa! —Lo sabía perfectamente—. ¡¿Hola?!
No recibió respuesta de ningún tipo, así que decidió probar suerte con la segunda puerta. Para su sorpresa, esta vez los golpes y gritos no fueron necesarios. La manilla cedió enseguida, como si lo hubiese estado esperando. Sí: aquella puerta estaba abierta. Pero, no: al otro lado no había un cuarto de baño ni una cama.
Arturo no supo cómo reaccionar al sentir la luz del sol sobre su cabeza. El cielo estaba despejado. No corría nada de aire. Aún debían de faltar un par de horas para el anochecer. Todo parecía tan convencional… Durante varios segundos, permaneció inmóvil, contemplando la calle que se extendía frente a él. Todas sus suposiciones quedaron enterradas, no bajo una montaña de respuestas, sino de renovada incertidumbre. Ante lo cual, Arturo no pudo evitar hacerse una pregunta: ¿podía marcharse a casa, así, sin más?
—«Nuevo participante. Código 665».
Aquella voz lo sobresaltó. Parecía provenir de un sistema de megafonía cercano. O, si no cercano, de volumen elevado. Sin tiempo para reponerse, Arturo escuchó otro ruido a su espalda: el de la puerta cerrándose tras de sí. Intentó volver a abrirla, esta vez sin éxito. No fue hasta ese instante cuando se percató de que la puerta tenía el número «0» grabado.
Definitivamente, la situación era, cuanto menos, extraña.
Las calles y casas que tenía frente a él parecían las de un pueblo cualquiera de su país, México. Un pueblo pequeño, en todo caso, pues la mayoría de los edificios no superaban la segunda planta. Estaba algo descuidado, lo que no implicaba que estuviese abandonado. En cualquier caso, que no hubiese ni una sola persona o vehículo a la vista era del todo inusual.
Al alejarse de la puerta 0, Arturo pudo apreciar, con asombro, dónde estaba situada. Era un muro de alrededor de cinco metros de alto, que parecía rodear toda la zona, pues se extendía a ambos lados hasta perderse detrás de otros edificios. No había ninguna otra puerta a la vista. Ni siquiera una triste ventana. Lo único que pudo divisar sobre el muro fueron los megáfonos que emitieron aquel breve anuncio segundos atrás.
—Al final, Trump cumplió su promesa —dijo en alto, riéndose de su propio chiste.
—Ojalá hubiese sido él —respondió una voz grave.
Arturo se sintió aliviado al comprobar que no era el único habitante, o turista, de aquel extraño pueblo. Por unos instantes, se imaginó en la piel del protagonista de Soy leyenda…, y eso habría sido peor que acabar en la cárcel.
El hombre que había hablado era corpulento y barbudo. Llevaba una bandana de color rojo, lo que le daba apariencia de motero. Excepto porque carecía de moto alguna. Lo acompañaba una mujer más joven. Aunque no compartían estilo, tenían algo en común: ella también llevaba un pañuelo, en su caso anudado al brazo, del mismo color que la bandana del hombre. Quizá fuese simple casualidad, pero era demasiado llamativo como para ignorarlo.
—A riesgo de sonar como un loco… —dijo Arturo—. ¿Podéis decirme dónde estamos?
—Es una pregunta comprensible —respondió el hombre, sonriente—. Bienvenido al Mictlan.
No era la primera vez que Arturo escuchaba aquella palabra, aunque estas personas la pronunciaban diferente, acentuando la «i».
—¿Como el Mictlán, la ciudad de los muertos? —preguntó Arturo.
—Exacto —asintió el tipo de la bandana.
—Qué nombre tan tétrico para un pueblo.
—Quizá, llamarlo «pueblo» no sea lo más acertado —replicó la mujer—. Esto es una prisión.
Arturo miró a su alrededor. No había ni un solo guardia o cámara a la vista.
—No parece una prisión —concluyó, desconfiado.
—Es la reacción normal —respondió ella—. Si nos acompañas, te explicaremos todo lo que tienes que saber.
Arturo se encogió de hombros, resignado. No tenía una alternativa mejor. Los dos desconocidos lo llevaron hasta lo que, desde el exterior, aparentaba ser una casa normal. Sin embargo, el interior estaba prácticamente vacío, sin apenas mobiliario. La cerradura de la puerta estaba rota, así que cualquiera podía entrar. Tal vez se tratase de okupas. Por suerte, el agua y la luz aún funcionaban.
—Sé que estarás muy confundido —dijo el hombre—, como todos los que vinieron antes que tú. Permíteme que te explique. Lo he hecho tantas veces, que ya soy un experto —añadió entre risas.
La mujer entregó a Arturo una cuchara con más años que él. Se notaba por el desgaste del metal.
—¿Para qué quiero esto?
—Para comer —respondió como si fuese lo más obvio del mundo—. ¿O prefieres comer con las manos?
Arturo se había olvidado del arroz, pese a que aún llevaba el envase y la botella de agua consigo. Lo cierto es que le resultaba más cómodo usar un tenedor, pero tampoco quería ponerse exigente. Viendo las condiciones en que vivían, lo más probable era que no tuviesen más que un par de cucharas viejas. Esperaba, al menos, que la hubiesen lavado.
—Gracias —dijo al fin—. Entonces, ¿decís que todo esto es una prisión?
—Sé que no lo parece —reconoció el hombre—, pero estarás de acuerdo conmigo en que tampoco parece un pueblo normal y corriente. Todos sus habitantes originales se marcharon hace ya más de tres años, cuando compraron el pueblo entero para convertirlo en una prisión.
—¿Quién lo compró?
—Te lo diría si lo supiera. —El hombre volvió a reír—. Supongo que alguna empresa privada financiada por el gobierno.
Arturo asintió con la cabeza, pese a que seguía sin creerse aquello.
—Y levantaron un muro, por lo que he podido ver —dijo el recién llegado.
—Sí. Rodea todo el pueblo, como quizá ya hayas supuesto. Aunque también habrás notado que no es el muro lo que nos mantiene aquí.
Arturo mantuvo la mirada fija en su comida, pensativo.
—Creo que no te sigo.
—Las ajorcas —explicó el hombre—. Las pulseras de los tobillos.
—Ah, claro —asintió Arturo—. Supuse que tenían localizadores.
—Saltar el muro no serviría de nada, porque nos tienen vigilados continuamente.
—¿Y no habéis intentado quitároslas?
—Son más resistentes de lo que parece. —El hombre entrelazó las manos para reforzar su afirmación—. Y…, bueno, digamos que tienen otros métodos de prevenir que lo hagamos. La única forma de quitarse una ajorca sin romperla sería serrarse la pierna. —Sonrió. ¿Era un chiste?—. Pero también han previsto algo así. Por eso no llevamos una, sino dos.
Arturo se apresuró a tragar para no responder con la boca llena.
—Demasiadas molestias para tenernos vigilados, ¿no? Les costaría menos encerrarnos en una prisión convencional.
—Es que las ajorcas son algo más que localizadores —aseguró la mujer—. Y esto es algo más que una prisión.
—Vamos por partes —la interrumpió el hombre de la bandana—. No quiero que quede nada sin explicar. Lo primero que tienes que saber, amigo, es que nunca saldrás de aquí. Sé que es difícil de asimilar, pero…
Arturo negó con la cabeza.
—Ni siquiera he sido juzgado aún. Hasta que no sea declarado culpable, pueden pasar muchas cosas.
—Tu juicio ya ha concluido —dijo el hombre, con una expresión algo triste—. No el juicio que esperabas, siguiendo todos los cauces de la ley, sino el juicio de quienes han decidido encerrarte aquí, saltándose todo ese proceso.
—Pero… eso es ilegal —insistió Arturo—. Todos tenemos derecho a un juicio justo.
—¿Acaso vienes de un mundo justo e igualitario que desconozco? Porque yo soy del planeta Tierra, donde primero va el dinero, luego la lana, más tarde el varo, y finalmente, con suerte, la justicia.
—En cualquier otra situación, te compraría el discurso. Pero mi encarcelación no da beneficios a nadie, que yo sepa.
—Oh, qué equivocado estás —dijo con una sonrisa que empezaba a molestar a Arturo.
—¿Sabes algo sobre mí que yo no sepa?
—Sobre ti, no —reconoció el hombre—. Pero sí sobre esta prisión.
—Ya te dije que es algo más —repitió la mujer—. Supongo que la mejor forma de definirlo sería… «producto de entretenimiento».
—¿Para nosotros? —preguntó Arturo, desconcertado.
—No, no. —El hombre se partió de risa, como si hubiese dicho una tontería—. Para los cabrones que hay al otro lado de la pantalla.
Arturo no supo qué responder. La mujer se le adelantó.
—Mictlan no es un simple pueblo ni una simple prisión. Mictlan es un concurso de televisión.
2
En realidad, Mictlan no era un concurso de televisión. Esa, en todo caso, era la forma en que lo llamaban sus habitantes. Porque, aunque no fuese un concurso ni saliese por televisión, todos aquellos hombres y mujeres estaban «participando» en algo, y sus acciones se estaban «retransmitiendo».
La población de Mictlan estaba compuesta, exclusivamente, por criminales. Algunos más peligrosos que otros, pues no había separación entre, por ejemplo, traficantes de drogas y asesinos en serie. Pero todos tenían algo en común: habían sido llevados allí fuera de los cauces oficiales, saltándose las leyes y, de paso, la Declaración Universal de Derechos Humanos.
Arturo tuvo la suerte de ser recibido por dos de las personas más amistosas de Mictlan. El tipo con aspecto de motero respondía al apodo de «Viracocha». La mujer que lo acompañaba se hacía llamar «Amaru». Al parecer, en aquel lugar era costumbre no emplear los nombres reales.
Amaru los dejó a solas por unos instantes. Viracocha y Arturo continuaron su conversación en el interior de aquella casa carente de mobiliario. Aún había mucho que explicar al recién llegado.
—Las ajorcas no solo indican nuestra posición, sino que pueden recrear con bastante exactitud todos nuestros movimientos. No me preguntes por tecnicismos, pero supongo que emite unas ondas…
—¿Como el radar de un barco? —preguntó Arturo—. ¿O un murciélago?
—Puede ser. —Viracocha se encogió de hombros—. Pero es una tecnología mucho más avanzada que la de cualquier barco que yo haya visto. No solo saben con precisión dónde estamos, sino que pueden distinguir si estamos de pie, sentados… Incluso pueden ver todos los objetos que nos rodean.
—Eso suena demasiado preciso —replicó Arturo, incrédulo.
—Probablemente, lo sea más aún de lo que imaginas. Detrás de esto hay gente con mucho dinero. No solo por la financiación…
—Espera —lo interrumpió el nuevo preso—. ¿Quién iba a financiar algo así?
—Como ya te he dicho, no lo sé. —Viracocha volvió a encogerse de hombros—. Pero, desde luego, es alguien con más visión de negocios que remordimientos. No parecen tener inconveniente en librarse de todos nosotros.
—¿Y para qué necesitan saber con tanta precisión dónde estamos, qué hacemos y qué hay a nuestro alrededor? Es decir, ¿no habría sido más fácil poner cámaras de seguridad?
Viracocha asintió, comprensivo. Era una duda razonable.
—No quieren solo vigilarnos. Deja que te explique. Todos esos «datos precisos» enviados por las ajorcas son recogidos por un programa informático, que los adapta a un entorno virtual, o algo así, y que, según parece, tiene mucho éxito en internet.
—No entiendo nada. —Arturo suspiró, agotado—. ¿Es una especie de Big Brother virtual, o qué?
—Virtual, ultrarrealista y, lo más importante, morboso.
—Me cuesta creer que algo tan aburrido pueda interesar a nadie.
—¿Hablas del Big Brother o de Mictlan?
Viracocha rió ante su propio comentario, pero Arturo se mantuvo serio. Aún tenía la cabeza llena de dudas.
—¿Cómo sabes todo esto?
—Me lo contó un hombre que llegó aquí hace no mucho.
—¿Podría hablar con él? A lo mejor…
—No —lo interrumpió—. Murió poco después.
Arturo sintió un escalofrío. A Viracocha no le tembló la voz al decir aquello. Temía hacer la siguiente pregunta, pero no podía quedarse con la intriga.
—¿Cómo murió?
—Tuvo mala suerte…
Antes de que el tipo de la bandana pudiera seguir hablando, un anuncio de megafonía llegó del exterior.
—«El objetivo ha sido eliminado».
Ambos se quedaron en silencio durante unos segundos. El anuncio se repitió hasta en dos ocasiones.
—¿Qué es eso de «objetivo»? —preguntó Arturo.
—Es parte de…, del concurso. No, más bien habría que decir que es el concurso en sí.
Arturo recordó el anuncio que había escuchado al atravesar la puerta con el «0» grabado. Algo sobre un «nuevo participante». Evidentemente, debía de referirse a él.
—Algo me dice que hay algo más —masculló Arturo con desagrado—. Este concurso no consiste únicamente en un grupo de pendejos aburridos viéndonos por internet, ¿verdad?
Por la cara que puso Viracocha, supo que la respuesta no le iba a gustar. Y por su facilidad para explicarlo, dedujo que debía de haberlo hecho muchas otras veces antes.
Lo denominaban de diversas maneras: «el objetivo», «el concurso de caza», «el gato y el ratón»… Aquel falso concurso no consistía en un montón de delincuentes conviviendo en un pueblo abandonado, sino en ver cómo se mataban los unos a los otros. Cosa que, por si las dudas, sucedía.
Uno de los prisioneros, escogido de forma aleatoria, se convertía en «el objetivo». Su nombramiento era anunciado por megafonía, para que todos lo supieran. Desde ese instante, su cabeza tenía un precio. Quien lograra acabar con el objetivo recibiría una recompensa, además de un preciado tiempo de inmunidad. Después, se nombraba a un nuevo objetivo, en un ciclo interminable.
Ese macabro espectáculo se mostraba en internet, previo pago de los interesados, reemplazando a las personas de carne y hueso por avatares virtuales.
Arturo ya no estaba indignado. Ahora estaba horrorizado.
—¿Cómo puede alguien disfrutar de algo así?
—El ser humano es morboso y despiadado por naturaleza —respondió Viracocha—. ¿Qué diferencia hay con respecto a las peleas de perros o de gallos? ¿O a las corridas de toros? Para esta gente, nuestras vidas valen tanto como las de esos animales. Menos, incluso. No solo se libran de criminales, sino que lo convierten en todo un espectáculo lleno de dolor y sufrimiento. Así nos lo hacen pagar.
—Pero ¿saben que esto no es un videojuego? —insistió Arturo—. ¿Que detrás de esos muñecos virtuales hay gente real?
—Lo sepan o no, está claro que no les importa. Pueden cambiarnos los nombres y recrearnos como les venga en gana. Quizá mi representación virtual sea un ogro con cuernos, y la tuya…, no sé, un gringo con sombrero. En cualquier caso, para ellos no merecemos la etiqueta de «personas». Además, salen ganando. En vez de malgastar dinero público en mantenernos alimentados y calentitos en las prisiones del país, es una empresa privada la que costea nuestra… eliminación. En cierto modo, entiendo su falta de empatía hacia nosotros.
La megafonía emitió un nuevo anuncio, diferente a los anteriores.
—«Nuevo objetivo: 399».
Viracocha respiró aliviado.
—No es de los nuestros.
—¿Los vuestros? ¿Sois… una especie de banda?
—Sí, supongo que nos puedes llamar así. Verás…
Dentro de Mictlan había dos grandes bandas, que se hacían llamar «Mayas» y «Aztecas». No tenían nada que ver con la mitología, pero, dado que allí nadie se atrevía a usar su nombre real, sobre todo desde que sabían que estaban siendo monitorizados por internet, empleaban nombres mitológicos para referirse a las organizaciones y sus miembros.
No todos apoyaban la forma de actuar de Mayas y Aztecas. Además, para unirse a ellos, no bastaba con desearlo; tenían que hacerse notar. Quienes no formaban parte de aquellas dos grandes bandas eran conocidos como «Libres». Algunos de estos últimos decidieron juntarse en una tercera banda: los Incas. Viracocha era su líder.
Los Incas tenían una mentalidad diferente, menos belicosa. Aunque no pudieran oponerse a las reglas, las seguían a su manera. No solo ayudaban a los recién llegados, sino que se esforzaban por proteger a quienes fuesen elegidos como objetivos, en lugar de intentar matarlos.
—Yo mismo he sido objetivo en un par de ocasiones —confesó Viracocha.
—¿Y cómo te libraste?
—Si sobrevives dos días, quedas exento. Te aseguro que no es nada fácil cuando tienes detrás a tantos chacales deseando cobrar la recompensa… Pero ser el objetivo también tiene sus ventajas.
—Si tú lo dices…
Formar un grupo los ayudaba a sobrevivir. No siempre lo conseguían, por supuesto, pero podían presumir de haber salvado ya varias vidas. Para ello, se aprovechaban de las demás reglas de la prisión. Estaba terminantemente prohibido atacar a todo aquel que no estuviese marcado como objetivo. Si Viracocha, Amaru y demás Incas escondían a alguien, nadie podía obligarlos a revelar su posición por la fuerza, ya que el autor de una agresión se convertiría en «objetivo especial» durante toda una semana. Y si alguien se pasaba de la raya y asesinaba a cualquier prisionero no objetivo, recibiría la condición de «objetivo especial permanente». Es decir, que podría ser eliminado en cualquier momento, sin ninguna penalización. Sinónimo de sentencia a muerte a corto plazo.
Estas reglas servían para mantener la hostilidad dentro de unos márgenes admisibles para los organizadores. Si permitían a los prisioneros matarse entre sí sin miramientos, el espectáculo se acabaría enseguida. Necesitaban mesura. Necesitaban crear expectación. Los Mayas y los Aztecas, conscientes de esto, asesinaban sin miramientos a todos los objetivos, pero procuraban respetar al resto de prisioneros.
—Entonces —dijo Viracocha—, ¿quieres ser uno de los nuestros?
—Supongo que es lo mejor —aceptó Arturo, no del todo convencido—. Nunca he matado a nadie, y preferiría seguir sin hacerlo. Además, mejor formar parte de una banda que ir por mi cuenta.
Amaru, quien había presenciado el final de la conversación, entregó a Arturo un pañuelo rojo idéntico al que ella llevaba anudado al brazo.
—Ponte esto donde quieras —le indicó—, pero asegúrate de que sea visible en todo momento. Es nuestro símbolo.
—Los Mayas usan el amarillo —añadió Viracocha—. Los Aztecas, el negro.
Arturo asintió en silencio mientras decidía dónde colocarse el pañuelo. Finalmente, optó por anudárselo al brazo, como la mujer.
—También necesitaré un nombre raro de esos, ¿no?
—Ya lo he pensado —confesó Viracocha—. ¿Qué te parece «Wakon»?
—Podría ser peor. —Arturo no estaba en posición de replicar—. Tendré que acostumbrarme.
—Lo harás —sentenció Viracocha, sonriente.
La tranquilidad de aquel hombre era lo que más incomodaba a Arturo.
—No pareces muy afectado por todos esos horrores que me has descrito… ¿Cuánto tiempo llevas aquí?
—Dos años. Desde el momento mismo en que inauguraron esta prisión. Claro que tuve miedo… ¡Y mucho! Pero ¿crees que habría durado tanto si no hubiese conseguido domar ese miedo? Lo he asimilado como una parte más de mi nueva vida. A todo se acostumbra uno…
—Puede que me acostumbre al nombre de «Wakon», pero no a vivir en una prisión donde todos quieren matarte si sale tu numerito.
—Te acostumbrarás —insistió Viracocha—, quieras o no, porque no tienes alternativa.
Arturo maldijo en voz baja. Aún le costaba asimilar que todo aquello estuviese sucediendo de verdad. Que le estuviese sucediendo a él…
—Hay algo que no termina de convencerme. Si quieren librarse de vosotros, ¿por qué tenéis luz, agua, comida y ropa?
Todavía hablaba en tercera persona, como si no fuese con él. Viracocha prefirió no incidir en ello. Wakon necesitaba tiempo para aceptar su nueva realidad.
—En eso no es diferente a una prisión convencional —aseguró el líder de los Incas—. Aunque aquí no nos cuidan porque los obligue la ley, sino porque su negocio depende de ello. Les interesa que sobrevivamos en condiciones aceptables. El gasto que emplean en ofrecernos esos servicios básicos es una inversión. Más tarde lo recuperan, con amplios beneficios, mediante la plataforma de internet.
—¿Y tú cómo sabes eso?
—Es de lógica —sentenció Viracocha con firmeza—. De no ser así, no lo harían.
Parecía una respuesta poco elaborada, pero, en efecto, escondía una lógica aplastante. Si los organizadores ganaban dinero haciendo las cosas de esa manera, su gasto quedaba más que justificado.
—No seré yo quien defienda a los políticos… —dijo Arturo—. Pero no puedo creer que las autoridades miren para otro lado.
—¿De verdad te sorprende ver corrupción en México? —espetó Amaru.
De nuevo, silenciado por un argumento tan simple como demoledor. La mujer, que iba de un lado para otro, volvió a dejarlos a solas.
—Si lográramos que todo esto se hiciese de conocimiento público… —insistió Arturo.
—¿Y cómo esperas conseguir eso? —La pregunta de Viracocha no obtuvo respuesta—. Los espectadores son parte del problema. Y no tenemos forma de llegar al resto de la población. Si vas a centrar tus esfuerzos en algo, que sea en sobrevivir, Wakon. Cuanto antes te des cuenta…
La megafonía volvió a interrumpir la conversación.
—«El objetivo ha sido eliminado».
Arturo dedicó una mirada de desconcierto al líder de los Incas.
—¿Tan rápido?
—No es lo más habitual, pero ocurre de vez en cuando.
A Arturo le hubiese gustado que Viracocha se mostrase más apenado. O asustado. O lo que fuese, menos normalizar un asesinato.
—Y… ¿qué pasa con los cadáveres?
—Los llevan a habitaciones selladas. ¿Recuerdas la puerta por la que entraste?
—Sí, claro. Tenía un cero grabado.
—Ahí quería llegar. —Viracocha dio una palmada—. Alrededor de Mictlan hay otras nueve salas como aquella. Diez en total, repartidas a lo largo del muro, en orden inverso a las agujas del reloj. Todas las mañanas, las habitaciones se abren durante diez minutos. Diez minutos exactos —remarcó—. Durante ese tiempo, cualquiera puede acceder a recoger provisiones. Tenemos un pacto con los Mayas y los Aztecas, para asegurarnos de que todos reciban una cantidad justa de provisiones. Las puertas 7 y 8 pertenecen a los Mayas. Los Aztecas se quedaron con la 4 y la 5. A nosotros nos corresponden la 0 y la 1. En la 0 no hay provisiones, pero es por donde entran los nuevos prisioneros, como bien sabes.
Por la posición del sol, Arturo intuía que la puerta 0 estaba situada en el extremo occidental de Mictlan. Una información que, a decir verdad, no le serviría de nada. También pudo deducir que la prisión tenía forma circular.
—¿Las provisiones de una única puerta son suficientes para alimentar a todos los Incas?
—Nadie va a morir de hambre, si es lo que te preocupa. —No era una respuesta muy alentadora—. Alguna vez hemos tenido que recurrir a la puerta 2, pero, por lo general, no nos hace falta.
Cuanto más aprendía, más dudas le surgían.
—Por curiosidad… —Arturo titubeó. No sabía si sería una pregunta incómoda—. ¿Cuántos Incas hay en estos momentos?
—Contándote a ti, catorce.
—¿Catorce? —El nuevo prisionero no ocultó su decepción—. Debo confesar que esperaba más.
—Hemos llegado a ser casi veinte, pero… —Viracocha chasqueó la lengua—. En fin, ya sabes.
Ser parte de un grupo aumentaba las probabilidades de sobrevivir, pero no las garantizaba al 100 %.
—¿Vivís todos juntos?
—No, no. Estamos repartidos por la zona. Vamos cambiando de casa. Quedarnos siempre en la misma no es buena idea. En caso de problemas, nos encontrarían con facilidad.
—¿Eso significa que tenéis acceso a todas las casas de esta zona?
—Es fácil, puesto que casi todas las cerraduras están rotas. El problema es el contrario: mantener las puertas cerradas. No podemos —aclaró, antes de que Arturo hiciese la pregunta—. Por suerte, casi nadie busca problemas con quienes no son el objetivo.
Una vez más, aquella respuesta no sirvió para tranquilizar a Arturo.
—¿Cómo que «casi nadie»? ¿Es que hay alguien que sí?
—He visto de cada loco… —Viracocha resopló—. Ahora mismo, hay dos de esos «objetivos especiales permanentes» sueltos.
Arturo sintió un escalofrío.
—¿Personas que han matado a otros prisioneros que no eran el objetivo?
—Exacto.
—Pero…, eso significa que ellos también pueden ser asesinados, ¿no?
—Si fuese tan fácil, yo mismo lo habría hecho. —La sonrisa de Viracocha no negaba la veracidad de aquella afirmación—. Te aseguro que no sentiría ninguna lástima por matar a esos dos hijos de puta. Uno de ellos es Kukulkán, el líder de los Mayas. Todos sus hombres lo respetan, y él, a cambio de su inmunidad, les ofrece protección. Kukulkán está siempre encerrado en el ayuntamiento de Mictlan, el cuartel general de los Mayas.
—¿No se supone que hay una recompensa por matar a los «objetivos especiales»?
—Sí, claro. Pero dudo que nadie pudiese llegar a disfrutarla. Si se te ocurre poner una mano encima a Kukulkán, el siguiente líder de los Mayas te lo haría pagar, seas o no el objetivo. Por eso nadie ha conseguido despegarlo del trono aún. Lo conozco desde que llegué; él también estaba aquí el día que inauguraron la prisión. ¡Así que ni se te ocurra pensarlo! Quédate al margen, Wakon.
Arturo levantó las manos, en gesto de inocencia.
—No soy ningún asesino. —El silencio que sucedió a aquella frase le hizo entender que quizá acabase de meter la pata. No sabía por qué estaba allí Viracocha. Nervioso, se apresuró a seguir hablando—. ¿El segundo «objetivo especial permanente» es el líder de los Aztecas?
—¡Qué va! —Por suerte, Viracocha no parecía molesto—. Es un cabrón Libre muy escurridizo. Los Mayas y los Aztecas lo andan buscando, pero lo único que han logrado es perder a algunos de sus hombres. No sé dónde tiene su escondite, ni lo quiero saber. Lo mejor para todos es que lo eliminen cuanto antes.
—¿Va armado?
—Si te digo que lo llamamos «Katana»…
—Vale, lo pillo.
Viracocha rió. A Arturo seguía chocándole esa actitud tan desenfadada del líder de los Incas. ¿Él también acabaría por acostumbrarse a aquel horror hasta el punto de reír de forma tan despreocupada? En ese momento, solo podía sentir miedo e incertidumbre. Ni el mejor chiste del mundo podría sacarle media sonrisa. En cambio, Viracocha reía como si nada. Como si todo fuese una broma.
¿Y si de verdad lo era? ¿Y si todo era una broma? Tal vez, la policía le estuviese dando un escarmiento. Su castigo por tráfico de drogas no era pasar una temporada en prisión, sino ser sometido a esa especie de «terapia de choque». Un susto que le hiciese replantearse su vida. Desde luego, si salía de allí, se plantearía no volver a…
Arturo sintió un zumbido en las piernas. Viracocha estuvo a punto de caer al suelo al ver aquello. Cuando las ajorcas de los tobillos de Arturo dejaron de vibrar, comenzaron a emitir una luz roja tan potente que traspasaba la tela del pantalón.
—¿Qué carajo es esto?
No fue Viracocha quien contestó, sino el sistema de megafonía.
—«Nuevo objetivo: 665».
3
—«Nuevo objetivo: 665» —repitió la megafonía.
Arturo no supo cómo reaccionar. Durante unos instantes, se limitó a observar a Viracocha, quien escudriñaba la calle desde una de las ventanas de la planta baja de aquella vivienda que parecía abandonada. Amaru no tardó en unirse a ellos, con expresión alarmada.
—¡Tenemos que salir de aquí!
De no ser por la luz de sus ajorcas, Arturo ni siquiera se habría dado por aludido. No recordaba que su número fuera el 665. La luz era imposible de disimular; quienes crearan aquel dispositivo sabían lo que se hacían, desde luego. Arturo pensó que ninguna luz podría atravesar la tela de seis o siete pantalones, pero llegó a la conclusión de que llevar seis o siete pantalones, sobre todo en una época de temperaturas suaves, llamaría la atención tanto como la propia luz.
—Nadie sabe que estoy aquí —dijo para intentar tranquilizar a sus dos nuevos amigos.
—No es difícil de averiguar —replicó Viracocha—. Saben que eres nuevo, que nosotros recogemos a los nuevos, y que esta es nuestra zona. Incluso podrían habernos estado vigilando.
A medida que Arturo iba siendo consciente de su situación, podía notar el miedo creciendo en su interior.
—¿Adónde vamos?
—No es momento de hacer preguntas —lo interrumpió el líder Inca—. Si quieres sobrevivir, guarda silencio y sígueme.
Cuando se ponía serio, Viracocha imponía respeto. Arturo decidió obedecer sin rechistar. Suficiente tenía ya con tratar de calmar su corazón, que latía a mil por hora, y sus piernas, que no dejaban de temblar.
Otras dos personas que portaban pañuelos rojos se acercaron a ellos. Arturo se quedó paralizado, pese a saber que eran Incas. Nada garantizaba que no fuesen a atacarlo entre los tres. Podrían reclamar una recompensa y hacer felices a los espectadores. Dos pájaros de un tiro. Si se veía obligado a salir corriendo, ¿cómo podría despistarlos en un lugar desconocido para él?
—Cubrid la zona —ordenó Viracocha a sus aliados—, y despistad a quienes vengan a buscarnos.
Era evidente que habían dedicado tiempo a prepararse. Probablemente, todos hubiesen tenido que pasar por ese trámite en más de una ocasión. Cada uno de los Incas sabía lo que tenía que hacer. Y eso, si realmente pensaban ayudarlo, beneficiaba a Arturo. Su supervivencia estaba en manos de aquellos completos desconocidos.
«Sobrevivir». Nunca había sentido ese verbo tan suyo, tan cercano, tan necesario. En las próximas cuarenta y ocho horas, Arturo tendría que «sobrevivir». Cualquiera podría tratar de asesinarlo, sin que tal crimen tuviese repercusión negativa alguna. De hecho, por lo que le habían contado, era más bien al contrario.
—¿Cuál es la recompensa por…? —No se atrevió a terminar la frase.
—Cuatro semanas de inmunidad —afirmó Viracocha, sin detenerse—. Durante ese tiempo, el cazador no puede convertirse en objetivo.
—El cazador… —repitió Arturo, asqueado. ¿Acaso era él un ciervo?—. Supongo que cuatro semanas son toda una eternidad aquí dentro.
—Sí. Y ocho son más que cuatro.
La frase de Viracocha podía sonar evidente, pero estaba resolviendo otra de las innumerables dudas de su nuevo protegido: las recompensas eran acumulables. Que alguien estuviese gozando de un periodo de inmunidad no lo hacía menos peligroso.
Viracocha llevó a Wakon, como él lo llamaba, hasta la puerta número 1. Según los cálculos de Arturo, debían de encontrarse en el extremo sudoeste de Mictlan.
—Recoge lo que haya dentro y vámonos de aquí antes de que llegue alguien.
Arturo se había propuesto obedecer sin rechistar, por su propio bien. Sin embargo, había una voz en su cabeza a la que no podía ignorar. Pese a la urgencia del asunto, supo detectar una posible mentira en la explicación de Viracocha.
—Espera… ¿No dijiste que las puertas solo se abrían diez minutos por la mañana?
—Durante esos diez minutos, las puertas se abren para todo el mundo. Pero el objetivo puede acceder a todas las salas selladas en cualquier momento.
—¿Por qué no me habías contado eso?
—¡Porque no esperaba que tuvieses tan mala suerte! —Viracocha se impacientaba. No era tiempo de debates—. Es otra de las funciones de las ajorcas. ¡Ahora haz lo que te digo! —insistió.
El nerviosismo creciente de Viracocha no ayudaba a tranquilizar a Arturo, quien, por otro lado, sentía algo de alivio al saber que su condición de objetivo le proporcionaba alguna ventaja.
—¿No puedo esconderme dentro de esta sala hasta que todo pase?
—La puerta seguirá abierta mientras estés dentro, así que será como meterte en una ratonera. ¿Es lo que quieres?
Arturo no creyó necesario responder a esa pregunta. Se aproximó a la puerta, dando por hecho que al otro lado encontraría comida, ropa o algún utensilio que hiciese su vida un poco más confortable. Es decir: lo que, según Viracocha y Amaru, colocaban allí los organizadores todas las mañanas. Sin embargo, el objeto que había dentro de la sala, tirado en el suelo, no le serviría para comer, y mucho menos para vestirse. Era un revólver.
—Mira lo que he encontrado…
Cuando regresó al exterior, ya no solo le temblaban las piernas. Sentía como si la mano con que sostenía el revólver perteneciese a una persona diferente.
—Un rayo de buena suerte dentro de tu desgracia —dijo Viracocha—. ¿Cuántas balas tiene?
Arturo se quedó bloqueado, contemplando el arma.
—¿Cómo se abre?
Viracocha cogió el revólver y abrió el tambor.
—Seis balas. Si te ves obligado a usarlas, hazlo con cabeza. No las malgastes.
Cuando el líder Inca trató de devolvérselo a Arturo, este retrocedió.
—No, no. Quédatelo tú. Nunca he disparado un arma.
—¿Y de qué me sirve a mí? —replicó Viracocha—. No puedo matar a nadie.
—¡Yo tampoco!
El hombre corpulento quiso volver a replicar, pero recordó que no había explicado otra de las ventajas de los objetivos.
—Tú sí que puedes, Wakon. Los objetivos tienen derecho a defenderse. Puedes hacer lo que te dé la gana sin que te penalicen por ello. ¡Así que coge el puto revólver y vámonos de aquí!
La idea de que todo aquello fuese un escarmiento de la policía sonaba cada vez menos plausible. Ese lugar, esa situación… Todo era real. Estaba sucediendo de verdad, y estaba sucediéndole a él. Si quería sobrevivir, tendría que aceptar su nueva realidad cuanto antes. Arturo aceptó el revólver y siguió corriendo tras Viracocha.
Ya había empezado a anochecer, lo que provocaba que la luz de las ajorcas destacase cada vez más en medio de la creciente oscuridad. Si iban a esconderse, tendría que ser en un lugar bien cerrado. Viracocha lo llevó hasta una casa situada entre las zonas 0 y 1; numeradas, claro está, en función de las respectivas puertas del muro, que seguían esa misma numeración. El líder Inca hubiese preferido ocultarse más cerca del centro; es decir, más alejados de las puertas; pero habían tardado más de lo previsto en llegar hasta allí, y eso podía pasarles factura. Tardar diez segundos más o menos podía marcar la diferencia entre ser descubiertos o salvarse.
—Te voy a explicar lo que va a pasar —dijo Viracocha en una voz que casi era un susurro—. Los Mayas y los Aztecas saben que no has tenido tiempo de ir muy lejos, así que se centrarán en esta mitad de la prisión. Los Mayas empezarán por el sector 9, que está entre su zona y la nuestra. Después, llegarán al 0. Por su parte, es probable que los Aztecas se salten el sector 3 y comiencen directamente por el 2. Al no encontrarte, pasarán al 1. Nosotros estamos entre medias del 0 y el 1, así que tardarán en llegar aquí. A medida que pasen las horas, empezarán a ponerse más y más nerviosos. Su mayor amenaza no es el tiempo, sino la otra banda. No solo tienen que encontrarte, sino que tienen que hacerlo antes que sus rivales. Eso los hará precipitarse. Cometerán fallos.
—¿Esa es mi única esperanza? —se lamentó Arturo, poco convencido—. ¿Que se precipiten en la búsqueda?
—Dos días es mucho tiempo… —Era un «sí» suavizado—. Asegúrate de que no haya rendijas en la pared o en las ventanas. La luz de las ajorcas, en la oscuridad, es imposible de disimular. Nosotros haremos todo cuanto esté en nuestras manos para despistarlos.
—Espera. —Arturo, asustado, agarró a Viracocha del brazo—. ¿Tengo que quedarme solo?
—Si me quedo contigo, seremos más fáciles de localizar. Y tampoco es que pueda defenderte si nos descubren. Solo… procura que no lo hagan. Aprovecha este tiempo a solas para familiarizarte con el revólver. Si ves a alguien con un pañuelo negro o amarillo…
—¿Y si no lleva pañuelo de ningún color?
—Los Libres saben que esta es nuestra zona. Si uno de ellos viene aquí, no será para invitarnos a cenar.
Viracocha lo ayudó a comprobar que todas las ventanas estuviesen bien cerradas antes de dejarlo a solas. Arturo pensó en bloquear la puerta por dentro, ya que la cerradura estaba rota, pero eso daría a entender, de forma inequívoca, que alguien se escondía dentro de aquella vivienda de dos plantas.
Arturo decidió quedarse en el piso superior. De este modo, si alguien irrumpía en la casa, tendría más tiempo para reaccionar. Allí arriba había tres habitaciones y un cuarto de baño. Para su sorpresa, todas estaban amuebladas: camas, armarios, estanterías, mesitas… Sin embargo, no encontró ningún objeto que pudiese aprovechar. Mejor dicho: no había ningún objeto en absoluto, aparte de los propios muebles. Arturo optó por la habitación más grande. Si escuchaba algún ruido sospechoso, se escondería en el armario empotrado. Las otras dos habitaciones también contaban con armarios, pero eran demasiado pequeños y podían resultar incómodos.
Los minutos transcurrían con una lentitud pasmosa. O esa impresión le daba, pese a no llevar ningún reloj encima. Aprovechó el tiempo para aprender a abrir y cerrar el tambor del revólver, una acción simple, pero que, como tantas otras, podría suponer la diferencia entre la vida y la muerte. Contó hasta en más de quince ocasiones las balas que tenía. Practicó el apuntado, tratando de calmar su pulso. La extrema tensión no lo ayudaría a estabilizar sus ya de por sí temblorosas manos.
La primera hora se hizo tan larga como una eternidad. Solo debía aguantar cuarenta y siete «eternidades» más.
Arturo recorrió la planta superior en busca de algo con lo que ocultar la luz de las ajorcas. Se le ocurrió utilizar las cortinas de la bañera, pero no tenía modo de cortarlas, así que optó por anudarse la camiseta alrededor de uno de los tobillos. De poco le serviría, pues la luz se seguía viendo. Especialmente, en el otro tobillo.
Durante la noche, la temperatura se mantuvo dentro de unos márgenes agradables. Aun así, él no paraba de sudar. Los nervios no disminuían. No dejaba de caminar de un lado para otro. De vez en cuando consultaba el reloj de su muñeca, solo para descubrir que no tenía reloj alguno en ella. La costumbre.
Arturo se metió en el armario para buscar la mejor posición, en caso de requerir esconderse con urgencia. Necesitaba adoptar una postura que le permitiese disparar el revólver sin riesgo de herirse a sí mismo. No habría una segunda oportunidad. Tendría que aprovechar el factor sorpresa. Al no haber ropa ni baldas, pudo tumbarse en el suelo.
Ahora que lo estaba viviendo en sus propias carnes, le pareció toda una proeza que Viracocha hubiese sobrevivido hasta en dos ocasiones como el objetivo. Pese a contar con la protección de los Incas, otros dos grupos, cada uno de ellos más numeroso, iban tras él. ¡Y eso sin contar a los Libres! ¿Habría tenido Viracocha que asesinar a alguien para sobrevivir, o pudo aguantar las cuarenta y ocho horas escondido sin más?
En el mejor de los casos, Arturo solo tendría que permanecer allí, oculto en una casa vacía, hasta el amanecer. Quienes lo estuviesen buscando también necesitarían dormir, por lo que, tal vez, aplazarían la búsqueda hasta la noche siguiente, cuando la luz de las ajorcas era más llamativa. Le tranquilizaba, en parte, pensar que podría pasar el día con los Incas. Siendo así, solo tendría que aguantar dos noches. Solo dos noches. Solo…
Arturo despertó con un sobresalto. Le costó recordar el lugar en el que se hallaba; era un espacio pequeño, iluminado por una luz roja. Enseguida le vino a la mente la imagen de la habitación y el armario. ¿En qué momento se había quedado dormido dentro? ¿Cuánto tiempo habría pasado desde entonces? Y, lo que era peor: ¿por qué se había despertado sobresaltado?
Conocía la respuesta. Sabía que no había sido un sueño. Unos pasos procedentes de las escaleras se lo confirmaron: allí había alguien más. Arturo se puso de rodillas, con el revólver firmemente agarrado entre las manos. Si la persona que estaba subiendo a la segunda planta era Viracocha, más le valdría anunciar su llegada, o se arriesgaba a recibir una bala de regalo.
A Arturo le dio la impresión de que los pasos se alejaban, para, poco después, volver a acercarse. Ya sonaban demasiado cerca. Esa persona estaba dentro de aquella misma habitación. Arturo confiaba en que no se viese la luz de las ajorcas desde el exterior. No podían atravesar las puertas, pero bastaba con que hubiese una rendija traicionera que lo delatase en medio de la oscuridad… Aunque, si lo estaban buscando, era probable que hubiesen encendido las luces del pasillo y las habitaciones. Eso podía jugar a su favor. Arturo se aferró a esa conclusión con tanta fuerza como se aferraba al revólver.
Las puertas del armario podían bloquear la luz de las ajorcas, pero solo mientras se mantuviesen cerradas. Un estado que no tardaría en cambiar. Desde su posición, arrodillado en el interior del armario empotrado, Arturo no pudo distinguir si la persona que lo observaba desde el otro lado era un Inca. Cuando identificó el pañuelo blanco de su brazo, ya era tarde. El hombre desconocido le pateó la mano, haciéndole soltar el revólver. Arturo intentó volver a cogerlo, pero el tipo lo agarró de un brazo y lo arrastró al exterior. Cuando notó el tacto del cuchillo sobre su garganta, se quedó bloqueado.
—Tranquilo —dijo el hombre desconocido—. No hagas ruido. No voy a matarte.
Arturo asintió levemente con la cabeza. No hacer ruido era fácil. Tranquilizarse, no tanto.
—Si quisiera matarte —siguió el hombre del pañuelo blanco—, ya lo habría hecho. —Poco a poco se fue retirando de él, e incluso lo ayudó a ponerse en pie—. ¿Vas armado?
—Solo tengo ese revólver —respondió mientras elevaba los brazos, en gesto de rendición. —Te tomo la palabra. Me lo guardaré, como medida de precaución. No hagas movimientos sospechosos.
El hombre, de pelo largo y rizado, recogió el revólver del suelo del armario. Arturo se sintió tentado a salir corriendo cuando le quitó la vista de encima, pero le pareció más sensato no enfadar a aquel tipo doblemente armado. Era cierto que pudo haberlo matado y no lo hizo, pese a contar con una oportunidad tan clara. Quizá pudiese confiar en él, después de todo.
—¿De qué banda eres? —preguntó Arturo, señalando el pañuelo blanco con la mirada.
—Mayas.
—Creía que vuestro color era el amarillo. —No hubo respuesta—. ¿Por qué…? ¿Por qué no me has matado?
—No somos como esos salvajes Aztecas. Los Mayas tenemos nuestra jerarquía, nuestras normas…
«Y gracias a Dios por ello», pensó Arturo. Aquello no se correspondía con lo que le había contado Viracocha. No todos los Mayas eran unos asesinos despiadados. Ese hombre pudo asesinarlo y cobrar la recompensa, pero, por algún motivo, parecía dispuesto a ayudarlo. Lo cual, le hizo preguntarse por qué había confiado en la palabra de Viracocha como si se tratase del mismísimo Mesías.
—Si no vas a matarme, ¿por qué me has buscado?
—Para sacarte de aquí y llevarte a nuestro cuartel general.
—¿Por qué?
El hombre de pelo largo y rizado empezaba a cansarse de tanta pregunta.
—Para que no te maten los Aztecas ni los Libres —respondió con desgana—. Cierra la boca y sígueme. Aquí no estás a salvo.
El Maya bajó al piso inferior con paso lento. Se asomó a la puerta de la calle para asegurarse de que no hubiese nadie a la vista y, pocos segundos después, indicó a Arturo que se acercase.
—Esto es lo que vamos a hacer. —Señaló hacia un extremo de la calle—. Iremos por allá, alejándonos de los Aztecas. Si te mantienes cerca de mí, nadie que lleve un pañuelo amarillo te hará daño. En cambio, si te alejas de mí, date por muerto.
Arturo asintió, conforme.
—¿Qué haremos si vemos un pañuelo negro?
—Correr como locos. Pero no te alejes de mí en ningún momento —insistió.
—Entendido.
Arturo se limitó a correr por donde le indicaba su acompañante. El Maya no le quitó la vista de encima en ningún momento, como si temiera que fuese a cambiar de opinión. No sería por falta de ganas, pero Arturo no era tan estúpido como para tratar de escapar de un hombre armado con un revólver. Sobre todo, teniendo en cuenta que huir de él implicaba meterse en la boca del lobo. Ese pañuelo blanco parecía tener inmunidad ante los amarillos, y sabía cómo evitar a los negros. Sobre los rojos, el color identificativo de los Incas, no dijo nada.
En mitad de la noche, bajo la única luz de la Luna, pues no parecía que aquellas farolas se encendiesen en ningún momento, las ajorcas destacaban tanto como una jirafa en medio de una manada de lobos. Lo cual resultaba un símil de lo más apropiado.
Arturo y el Maya se cruzaron con cuatro personas en su camino apresurado hacia el ayuntamiento, atraídos por la luz de las ajorcas. Tres de ellos portaban pañuelos amarillos. El último, llevaba un pañuelo blanco idéntico al del tipo que lo había salvado. Todos cambiaron de parecer al ser conocedores de la situación. No conformes con eso, decidieron acompañarlos durante el resto del trayecto. La escolta de Arturo aumentaba por momentos. Esa supuesta protección de Viracocha y los Incas, quienes optaron por dejarlo a solas, se quedaba en nada comparada con la seguridad, basada en un mayor número y fuerza, que le proporcionaban los Mayas. Era como comparar un grupo de amigos con una banda organizada.
Al fin, Arturo y sus cinco acompañantes llegaron a su destino: el ayuntamiento de Mictlan, cuartel general de los Mayas.
4
Aunque no podía evitar sentirse nervioso, Arturo ya no temía por su vida. Los Mayas lo habían encontrado, pero no lo habían matado. En vez de eso, lo protegieron y condujeron hasta su cuartel general sin ponerle un dedo encima. El motivo parecía evidente: querían que se uniera a ellos. No podrían imponerse a sus rivales si se dedicaban a asesinar a todo el que entrase por la puerta número 0.
¿Debía aceptar Arturo la oferta de los Mayas? Sería lo más inteligente, desde luego. Mejor dicho: era su única opción. No es que tuviese nada en contra de Viracocha y los Incas, pero sabía que los Mayas acabarían con él tan pronto como se negase. Todo aquel que no fuese un aliado, era un enemigo.
Por dentro, el ayuntamiento no parecía tal cosa, sino, en todo caso, un garaje amplio. Un garaje sin vehículos, pero bastante bien cuidado. Hasta tenían televisión; otro motivo para elegirlos por delante de los Incas.
El hombre de pelo largo y rizado, así como los tres acompañantes con pañuelos amarillos, accedieron al ayuntamiento junto con Arturo. Por algún motivo, el otro tipo de pañuelo blanco tuvo que quedarse en el exterior, vigilando. Tal vez, los colores representasen algún tipo de jerarquía, estando los blancos por debajo de los amarillos.
En el interior, Arturo solo divisó a otras dos personas. Supuso que los demás estarían durmiendo… o buscándolo casa por casa. En cierto modo, le parecía gracioso. De saber que pretendían reclutarlo, se habría dejado atrapar mucho antes. Podría, incluso, haberse presentado voluntario. Los Incas no le dejaron tiempo ni para reflexionar.
—Tenemos que atarlo, por seguridad —le informó uno de los hombres con pañuelo amarillo—. En estos momentos, nuestro jefe se encuentra descansando.
Arturo quiso responder que no intentaría huir, ni mucho menos atacar a nadie aprovechando su condición de objetivo, pero sabía que no lo creerían. Si lo conocieran bien, sabrían que no era un hombre peligroso. Pero no podía culparlos por cuestionar sus intenciones. Además, si pretendía formar parte de aquella banda, lo mejor era evitar confrontaciones innecesarias. Obedecería sin rechistar.
Lo ataron de pies y manos, pero no lo llevaron a ninguna celda, ni nada parecido, sino que lo dejaron allí mismo, sentado en una silla, mirando hacia el televisor. Era, desde luego, una situación de lo más peculiar. Allí estaba él, con sus ajorcas luminosas, atado, viendo la televisión junto al hombre de pañuelo blanco que lo acompañó hasta el ayuntamiento, y otros dos Mayas con pañuelos amarillos, como si fuesen los mejores amigos del mundo. Si le hubiesen dicho que se trataba de una broma, no le habría extrañado. Le habría parecido previsible, incluso.
No fue hasta después del amanecer cuando, al fin, Kukulkán hizo acto de presencia. Nadie tuvo que decirle de quién se trataba, pues lo reconoció tan pronto como apareció. Era un hombre de unos cincuenta años, de aspecto elegante, sorprendentemente bien vestido para el lugar en que se hallaban. Pero no era esa la razón de que lo hubiera reconocido, sino otra más llamativa aún: las ajorcas de sus tobillos emitían la misma luz rojiza. Viracocha había asegurado que Kukulkán era «objetivo especial permanente», y eso lo confirmaba.
—Buenos días, caballeros. Siento haberlos hecho esperar.
Sus tres acompañantes se pusieron en pie, así que Arturo hizo lo mismo, con cierta dificultad debido a las ataduras. Kukulkán se aproximó al hombre de pelo largo y rizado.
—He de suponer que fue usted quien lo encontró.
—Sí, señor.
—Buen trabajo. Asegúrese de bañar su pañuelo en el cubo de tinte amarillo antes de marcharse. Desde hoy, es uno de los nuestros.
—¡Muchas gracias, señor! ¡No lo defraudaré!
—¿Iba armado?
—Llevaba este revólver. —El hombre recién ascendido se lo ofreció con ambas manos, como si fuese un objeto delicado.
—Quédeselo. —Kukulkán lo rechazó de forma cortés—. No necesito armas, teniéndolos a ustedes.
—Muchas gracias, señor. Y… ¿cuál será mi nombre?
Kukulkán se quedó en silencio, pensativo, durante los siguientes segundos.
—¿Qué le parece «Balam»? El «jaguar protector».
—Será un honor, señor. Estoy muy agradecido.
Arturo empezaba a cansarse de tantas formalidades, pero procuraba memorizar todo el protocolo para cuando se viese en su misma situación. Esperaba conseguir su propio pañuelo amarillo cuanto antes. Por ahora, tendría que conformarse con el blanco. Eso, claro está, después de que lo hubiesen desatado.
Kukulkán miró a los otros dos hombres que los acompañaban.
—Por favor, retiren las ataduras a nuestro invitado y llévenlo al templo dentro de diez minutos.
El líder de los Mayas se marchó sin dar más explicaciones.
—Enhorabuena por el ascenso —dijo Arturo a Balam—. ¿Puedes darme algún consejo?
—Calla y obedece.
Como consejo, no era gran cosa. Pero, la verdad, tampoco había mucho más que decir. Balam se despidió con una leve inclinación de la cabeza y se dirigió, henchido de orgullo, a cambiar el color de su pañuelo. Desde ese instante, los Mayas contaban con un nuevo integrante oficial.
Los otros dos tipos desataron a Arturo de pies y manos, y lo acompañaron hasta el lugar que Kukulkán había denominado «el templo». Arturo no tenía ningún inconveniente en rezar, pues era creyente…, pero del Dios cristiano, de la Iglesia que él consideraba convencional. Ese «templo», que no era más que un antiguo despacho redecorado; de forma muy conseguida, todo sea dicho; estaba dedicado a deidades mayas. Es decir, a los auténticos mayas, no a aquella banda carcelaria. Todas las paredes estaban adornadas con murales. Había, incluso, un par de antorchas, que remplazaban a la luz eléctrica. Pero lo que más destacaba era la mesa para rezar, situada en el centro de la sala, cubierta por un delicado tapete blanco.
Kukulkán demostraba ser muy devoto. Por si la sala no fuese lo suficientemente ceremoniosa de por sí, él se había vestido a juego con una túnica maya. El láser rojo de las ajorcas de ambos no resultaba tan «tradicional» como el resto de la ambientación, pero tampoco desentonaba. Si acaso, le daba una tonalidad algo más tétrica a la escena.
—Bienvenido a nuestro templo, señor…
—Wakon.
Por precaución, prefirió usar el apodo que le puso Viracocha antes que su nombre real.
—¿«Wakon»? —Kukulkán observó el pañuelo rojo que Arturo aún llevaba anudado al brazo. Debería habérselo quitado—. Intuyo que ya ha conocido a esos desagradables gazmoños sureños…
—No es que quisiera unirme a ellos —se defendió Arturo—, pero me hablaron muy mal de ustedes, y me vi obligado.
—No lo culpo, señor Wakon. Usted hizo lo que creía conveniente… Sin embargo, ya ha podido comprobar que no acertó. Mis hombres lo encontraron con tanta facilidad gracias al poco cuidado que tuvieron los Incas. Fue toda una suerte que lo encontráramos antes que esos salvajes Aztecas. Lo habrían matado en ese mismo lugar, ¿sabe?
—Ya… —respondió, aunque en realidad no podía estar seguro—. ¿Conoce al jefe de los Aztecas?
Kukulkán se tomó unos segundos para pensar la respuesta.
—Ellos no siguen… patrones de respeto. No tienen un líder como tal. Es decir, sí que nombran un «jefe», pero sin una jerarquía establecida. Se ha fijado en la luz de mis ajorcas, ¿verdad?
—Sí —asintió Arturo, cada vez más relajado—. Me han dicho que es usted un «objetivo especial permanente».
—Exacto. Puedo ser asesinado en cualquier momento. Sin embargo, aquí sigo. ¿Sabe por qué?
—Porque lo respetan.
El líder de los Mayas asintió con la cabeza, satisfecho.
—Yo cuido de todos mis hombres, les proporciono un hogar, una familia… Y ellos me devuelven ese cariño. Dejaría que cualquiera de ellos me apuntase con una pistola a la cabeza, porque tengo la certeza de que nunca apretaría el gatillo. En cambio, ¿sabe qué ocurriría si me pusiese al frente de los Aztecas?
No parecía una pregunta trampa. Arturo respondió lo que consideraba obvio.
—¿Que lo matarían sin dudarlo?
—Por supuesto. Porque los Aztecas solo siguen un patrón: el número de muertes. Solo aquellos que han asesinado con anterioridad pueden ser parte de su grupo, y es aquel que acumula mayor número de muertes quien se considera cabeza de los Aztecas.
Arturo dio gracias a Dios por no haber sido encontrado por aquella otra banda.
—Entonces, cambiarán mucho de líder, ¿no?
—En realidad, no. Es algo muy poco habitual, porque su líder suele acumular mucho tiempo de inmunidad. Esa es su protección: la inmunidad. Cuatro semanas por asesinato, ya sabe. Si estás en la élite de los Aztecas, es porque has matado mucho. Y, si has matado mucho, probablemente tengas inmunidad. En cambio, si a uno de ellos se le acaba la inmunidad y sale elegido como objetivo…, son sus propios compañeros quienes acaban con él sin pestañear.
—Es… terrorífico.
—Desde luego que lo es. Son auténticos salvajes. Y ni siquiera la inmunidad les hace dejar de matar, como ya supondrá. El que era su líder hasta hace poco, murió intentando cazar a un objetivo. Este había tenido la suerte de conseguir una pistola, y… En fin, siento aburrirle con todas estas historias.
—Al contrario, señor Kukulkán. Le agradezco toda esta información.
Arturo pensó en preguntarle qué había hecho para convertirse en «objetivo especial permanente», pero quizá eso sería abusar de confianza. Mejor enfocar la pregunta de otra manera.
—¿No tiene usted miedo, sabiendo que puede ser asesinado en cualquier momento?
—Cualquier persona del mundo puede ser asesinada en cualquier momento, y no por ello vivimos con miedo.
—Ya, pero, normalmente, la ley nos protege, y matar a alguien tiene consecuencias negativas…
—Nada de eso cambia aquí —insistió Kukulkán—. La ley son mis hombres. Si alguien se atreviera a hacerme algo, conocería de cerca esas «consecuencias negativas» de las que habla.
Arturo entendía lo que quería decir, pero seguía sin estar convencido.
—Fuera de esta prisión, no somos «objetivo» de nadie. Aquí no es solo que podamos morir, sino que muchos estarían encantados de mandarnos al otro barrio…
—Por favor, no llame «prisión» al Mictlan. Tiene razón al pensar que este es un lugar peligroso, pero le aseguro que aquí, dentro de nuestra base, estoy mucho más seguro de lo que puede estar casi cualquier persona de todo el continente. Esto no es una casa, sino una fortaleza en miniatura. ¿Acaso no le desapareció a usted el miedo desde el instante en que cruzó las puertas del ayuntamiento?
—En parte, supongo.
—A eso me refería, señor Wakon. Hay dos motivos para no tener miedo. El primero es sentirse completamente seguro. No importa si de verdad lo estamos o no; basta con sentirnos así para que desaparezca nuestro miedo.
—Pero me resulta muy difícil sentirme a salvo, con todo esto…
—Lo entiendo, lo entiendo —respondió Kukulkán—. Para casos como el suyo, debemos fijarnos en el segundo motivo para no sentir miedo: saber que nada de lo que hagamos puede salvarnos.
Esta vez, tal y como reflejaba su rostro, Arturo no comprendió lo que quería decir.
—¿A qué se refiere?
—La muerte es una certeza inequívoca para los seres vivos, y, sin embargo, todos vivimos sin darle mayor importancia. ¿Lo entiende? Cuando nos llegue nuestra hora, ¿de qué sirve preocuparse? ¿De qué sirve tener miedo? Solo debemos cerrar los ojos y dejarnos llevar.
Aquella afirmación no terminaba de convencer a Arturo.
—No tengo miedo a la muerte, sino a todo el tiempo que viviré entre medias. A que me pase algo hasta entonces.
—Pero, mi estimado Wakon, no tiene sentido preocuparse por ello. El momento de su muerte ya ha llegado.
—¿Qué?
Kukulkán miró a los dos hombres que aguardaban junto a la entrada del templo.
—Por favor, colóquenlo en el cadalso.
Los hombres agarraron a Arturo por la espalda mientras Kukulkán retiraba el tapete de la mesa. Debajo ocultaba cuatro grilletes; dos en cada extremo. Su utilidad parecía evidente. Arturo intentó soltarse, pero entre los tres consiguieron tumbarlo sobre la mesa, bocarriba, sin demasiados esfuerzos. A continuación, cerraron los cuatro grilletes sobre sus muñecas y tobillos, dejándolo casi inmovilizado.
—¡¿Qué estáis haciendo?! —gritó mientras intentaba soltarse.
—Tranquilícese, señor Wakon —contestó el líder de los Mayas—. ¿Acaso no entendió nada de lo que le dije?
—¿Qué va a hacer? —preguntó sin estar muy seguro de si quería conocer la respuesta.
—¿Es usted creyente?
—¿Q-Qué? —Trató de calmarse—. Sí, lo soy.
—¿En qué cree?
Una vez más, Arturo no estaba seguro de si se trataba de una pregunta trampa. Optó por ser sincero.
—En Dios.
—En el Dios de los españoles, supongo.
—Dios no es de nadie —replicó Arturo—. Es universal.
—Eso es lo que los españoles nos hicieron creer. Nosotros ya teníamos nuestros propios dioses antes de su llegada. Y también nuestras propias tradiciones. Casi todo ello se ha perdido con el tiempo. Sin embargo, depende de nosotros conseguir que estas tradiciones se mantengan. ¿Me sigue?
—¿Tradiciones? ¿Qué tradiciones?
—Los ritos mayas… Nuestros dioses… Las ofrendas…
Arturo conocía perfectamente esas «ofrendas», y, desde luego, no quería ser parte de una.
—Señor Kukulkán, yo puedo ayudarlos. Déjeme unirme a su banda.
El líder de los Mayas negó con la cabeza.
—Pero por supuesto que va a ayudarnos, señor Wakon. No uniéndose a nosotros, sino trayéndonos los favores de quienes nos vigilan desde arriba.
—¿Los dioses?
Kukulkán rió.
—No, no. Los dioses no. Los que nos vigilan por las ajorcas.
—¡Pero usted no puede tener inmunidad! —insistió Arturo, desesperado—. ¡Es un «objetivo especial permanente»!
—No necesito inmunidad, ya se lo dije antes. Confío en mis hombres tanto como ellos confían en mí. Además, ¿no sabe que nos dan dinero a cambio de las ajorcas? ¿Cómo cree, si no, que podríamos permitirnos todo lo que tenemos aquí?
—¡Pero el hombre que me trajo aquí…! Ese… Balam. ¡A él le permitió unirse a la banda!
—¿Y qué quiere decir con eso? Él ahora es uno de los nuestros y tiene mi protección. Nada que ver con usted.
—¿Por qué no se quedaron con sus ajorcas en vez de con las mías?
Kukulkán suspiró, como si le estuviese preguntando cosas demasiado obvias.
—Porque no vale cualquier ajorca, estimado Wakon. Solo pagan por las que están encendidas. Y ahora, si me disculpa, pongamos fin a esto; el desayuno debe de estar a punto de llegar.
—¡Pero…!
—Por favor —dijo a sus hombres—, traigan la cesta.
Arturo intentó soltarse, pero los grilletes no cedían ni lo más mínimo. Uno de los Mayas se acercó a ellos con una pequeña cesta vacía entre las manos. Al otro lado de la mesa se hallaba Kukulkán, desenfundando un cuchillo. Fue entonces cuando Arturo entendió el propósito de la cesta. Y fue entonces cuando, ignorando el dolor punzante de muñecas y tobillos, se sacudió con todas sus fuerzas para intentar escapar.
– CONTINÚA EN MICTLAN.TV –
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