A continuación podéis leer de forma gratuita los dos primeros capítulos de Ana Gómez y los siete medallones de Iglan, una novela juvenil llena de magia, aventuras, intriga, humor y valores positivos.
1
La tienda de antigüedades se mantenía ajena al paso del tiempo. Anclarse al pasado, sin embargo, no resultaba favorable para el negocio. Su ya de por sí escasa afluencia de clientes había decrecido hasta tal punto, que podía pasar días enteros sin realizar ninguna venta.
El propietario, un anciano hosco y altivo, tampoco ponía demasiado empeño por adaptarse a los nuevos tiempos. Parecía conformarse con todo cuanto la vida le había otorgado, y también con aquello que le había negado. Si era feliz o no, nadie podía saberlo. Se limitaba a permanecer allí, sentado tras el mostrador, casi siempre con un libro entre las manos, tan inmóvil como uno de los múltiples armarios repletos de trastos inservibles que lo rodeaban.
Aquella tarde, cuando el reloj marcaba las dos y siete minutos, el anciano levantó la vista de la novela que estaba a punto de terminar, alertado por el tintineo de las campanitas que pendían sobre la puerta acristalada que servía de entrada a la tienda. Pese a que era la tercera vez que leía aquel mismo libro, se sintió molesto por la interrupción. Quien acababa de acceder a su establecimiento era una niña de no más de doce años, abrazada a su abrigo largo y empapada desde la capucha hasta las zapatillas.
No fue hasta ese momento cuando el anciano reparó en cuánto estaba lloviendo en la calle. Resultaba evidente, por tanto, que la niña había entrado sin más motivo que el de ponerse a cubierto, pues no llevaba paraguas consigo. La mochila de su espalda parecía indicar que provenía del colegio. En otras palabras: no era una clienta. Mal comienzo.
—¿Qué haces ahí parada? —espetó el anciano—. Compra algo o lárgate.
La chica lo miró sin saber qué decir. Parecía nerviosa. Sus ojos marrones alternaban entre el paisaje externo y los pasillos de la tienda, como si tratara de decidirse.
—Y ponte encima de esa alfombra —siguió el tendero—. Mira qué charco estás formando.
—Lo siento —fue lo único que alcanzó a decir, temblorosa.
La niña se retiró la capucha, mostrando su piel pálida y sus cabellos rojizos recogidos en una coleta larga. Acto seguido se desprendió del abrigo, que colgó sobre la percha de la entrada. En cuanto a la mochila, prefirió dejarla en el suelo, apoyada contra la pared, a un lado de la puerta. Si iba a internarse en los oscuros pasillos de aquella tienda, al menos se esforzaría por no cabrear más al propietario.
El ambiente, más que acogedor, resultaba intimidante. Las bombillas del techo alumbraban a la mínima potencia, como si el dueño pretendiese ahorrar hasta el último céntimo en electricidad. Tampoco gastaba mucho en productos de limpieza; el polvo estaba a pocos centímetros de proclamarse nuevo soberano del lugar.
La niña se sintió tentada de preguntarle si había algún paraguas a la venta. Sin embargo, tras mucho pensarlo, optó por no hacerlo. No le parecía un artículo que pudiese ser considerado como «antigüedad». Y, de serlo, difícilmente resultaría de ayuda para protegerse de la lluvia. Por lo tanto, tendría que conformarse con el plan B: aguardar hasta que la lluvia cesase, o, al menos, disminuyese lo suficiente como para correr hasta su casa sin peligro.
Mientras recorría los pasillos, podía notar la mirada desconfiada del anciano clavada sobre su espalda. Ella, incapaz de disimular, se sintió culpable. Quisiera o no, iba a tener que comprar algo. Cualquier cosa. Y pronto.
—¿Cuánto cuesta este florero?
—Veinte euros —respondió sin ni siquiera mirar a cuál se refería.
Demasiado caro. Ella apenas llevaba unas pocas monedas en el bolsillo; lo que le había sobrado de su paso por la cafetería del colegio en el descanso entre clases. Además, aunque pudiera no ser relevante en su situación actual, le parecía un florero horroroso.
Pasillo tras pasillo, la niña pelirroja descartó todo cuanto pasaba por delante de su campo de visión. La mayoría, por no interesarle ni poder permitírselo. Lo demás, por no saber identificarlo. Relicarios de mesa, un atalaje de collerón, un pequeño tablón de trillo… La chica jamás había visto u oído hablar de semejantes objetos. Y así seguiría siendo, al menos, un día más.
Lo único que llamó su atención fue un pequeño planetario rotatorio, accionado con una manivela… que no se atrevió a tocar. Tenía la convicción de que, si rompía algo, el anciano la metería en una jaula y la pondría a la venta, justo entre la sección de figuritas y la de marcos de plata. ¡Y seguro que no llevaba suficiente dinero en el bolsillo como para comprarse a sí misma!
Al girarse, un segundo objeto captó su mirada. Esta vez no se trataba de un artilugio mecánico, sino de un trozo de fina tela de color azul oscuro, adornada con grandes estrellas amarillas. Era una capa larga de vestir; aunque, siendo sinceros, jamás había visto a nadie vestir así, más allá de cuentos ilustrados o películas y series de dibujos animados. El patrón de diseño, sin embargo, le recordaba a su pijama favorito. Las semejanzas eran evidentes, pese a que su propósito resultase tan dispar. Simple casualidad, supuso.
—¿Y esta capa? —preguntó con voz tímida.
En esa ocasión, el anciano sí necesitó aproximarse al producto para determinar su valor. Aun así, se tomó su tiempo en responder.
—Si te vas ya —dijo con desgana—, te la dejo en diez euros.
—¿Puedo pagártela otro día?
—Por supuesto —respondió con menos hostilidad de la habitual—. Pero no te la llevarás hasta entonces.
Ambos se quedaron en silencio, en medio de un ambiente incómodo. Lo único que se oía era el ruido de la lluvia sobre el cristal y el aire golpeando la puerta. La niña necesitaba ganar más tiempo si no quería acabar expulsada de la tienda y calada hasta los huesos.
—Chiquilla, si no vas a comprar nada…
—No tengo mucho dinero —reconoció ella, avergonzada—. ¿Hay algo que cueste menos de…?
La niña comenzó a contar las monedas, con manos temblorosas. Sus nervios le causaron una mala pasada, cuando una de las monedas cayó al suelo y comenzó a rodar, como si quisiera escapar de allí cuanto antes. Un reflejo de sus pensamientos.
—Al fondo —indicó el propietario, sin esperar a que ella volviese a juntar el dinero—. Artículos defectuosos.
—Gracias —respondió tras dar caza a la moneda fugitiva.
—No me obligues a echarte, chiquilla.
—Me llamo Ana Gómez.
—Me da igual cómo te llames —replicó el hombre—. Date prisa, que no tengo todo el día.
La niña pelirroja albergaba más que serias dudas acerca de la veracidad de aquella afirmación…, pero tuvo la inteligencia y picardía suficientes como para guardárselas para sí misma.
La sección de «artículos defectuosos», tal y como la había descrito el tendero, no se diferenciaba mucho de cualquier otro pasillo de la vieja tienda. En la mayoría de casos se trataba de pequeños desperfectos, algunos más visibles que otros. Ana no pudo evitar preguntarse quién visitaría una tienda de antigüedades en busca de objetos rotos. ¿Acaso eran muchas las niñas que terminaban allí refugiadas en medio de la lluvia, y encontraban su salvación en aquel rincón polvoriento? Tal vez debería cambiarle el nombre; en vez de «sección de artículos defectuosos», podría llamarse «sección para compradores pobres».
A esas alturas, a la chica ya no le importaba tanto el producto como el precio del mismo. Cogería lo que aparentase costar menos dinero y se marcharía de allí, con o sin lluvia. No podía soportar tanta presión.
—Ven.
La niña, temiendo haber hecho algo malo sin saberlo, caminó de forma apresurada hasta el mostrador. Una vez allí, se quedó mirando al anciano, a la espera de saber por qué la había llamado.
—¿Y bien? —preguntó él, indiferente—. ¿Qué vas a llevarte?
—Todavía no lo sé —reconoció Ana.
—Entonces ¿qué haces aquí? Ya te he dicho dónde están los artículos más baratos.
—¡Los estaba mirando! —se excusó ella.
—No basta con mirarlos —protestó el hombre—. Tienes que traerme uno hasta aquí y pagarlo. ¿Es que no sabes cómo funciona una compra, chiquilla?
—Me llamo…
Ana dejó la frase a medias. No merecía la pena discutir. Si había ido hasta el mostrador no era porque no supiese comprar, obviamente, sino porque él la había llamado. Pero, una vez más, se mordió la lengua.
En el exterior, la lluvia mantenía su intensidad. A este paso, el mal rato que estaba soportando Ana no le serviría de nada, pues, de todos modos, iba a tener que correr bajo el implacable chaparrón. Resignada, la niña volvió a la zona de artículos defectuosos.
—Ven.
Ana dio un respingo. Aquella voz, ahora estaba segura de ello, no pertenecía al anciano. Tampoco era una voz lejana, sino susurrante. Y, si sus oídos no le traicionaban, provenía de allí mismo, de ese pasillo.
—¿Dónde estás? —preguntó con voz débil, reflejo del miedo que sentía.
—Aquí.
Ana miró a su alrededor, desconcertada.
—No te veo.
—Acércate.
Aunque trataba de convencerse de que estaba siendo víctima de una broma, no se quedaría tranquila hasta descubrir al hombre, quizá un familiar del tendero, que la vigilaba desde algún punto indeterminado del pasillo. Allí no había cámara alguna, por lo que descartó aquella posibilidad de inmediato. Pese a la penumbra, tampoco parecía haber espacios en los que esconderse.
Fue entonces cuando Ana lo vio. En una de las estanterías, flanqueado por un jarrón descolorido y una jarra a la que le faltaba media asa, se erguía la figura de un hombre trajeado, con monóculo y bombín, apoyado con pose animada sobre un bastón de madera partido por la mitad. Desde luego, no se trataba de un hombre pequeñito, sino de una figura de ornamentación.
La mente de Ana estaba repleta de pensamientos inocentes y fantasiosos. Aquello, sin embargo, parecía plausible desde un punto de vista realista. Podía tratarse de un muñeco mecánico parlante, con varias frases pregrabadas que repetía sin parar. Un artículo de broma, en definitiva.
—Muy gracioso —dijo tras soltar un largo suspiro, ya más calmada—. Espero que no te compre nunca nadie.
Detrás del muñeco, oculto bajo la oscuridad de la propia estantería, halló un objeto que, a diferencia de todos los demás, parecía mantenerse en perfecto estado. Se trataba de un libro marrón, con gruesas tapas y hojas color ocre. En la sobria portada, más bien aburrida, podía leerse un título que captó de inmediato la atención de la niña: «Teoría y práctica del mago, nivel principiante».
—Guay —dijo para sí misma, con renovada ilusión.
Ana ojeó sus páginas con delicadeza aunque sin pararse a leer el texto. Lo que quería saber, antes de nada, era el motivo que lo había llevado a ocupar un lugar en aquella apartada sección de la tienda. Es decir, cuáles eran sus defectos. ¿Hojas rotas? ¿Manchas de tinta? ¿Garabatos? La chica pelirroja fue incapaz de hallar ese supuesto motivo.
Al pasar las páginas, Ana reparó en algo que le hizo esbozar una sonrisa. El libro contenía numerosas ilustraciones a color, con dibujos de plantas extrañas, animales fantásticos y todo tipo de materiales necesarios para conjurar hechizos, crear pócimas y demás lecciones para «magos nivel principiante». Pero no fueron las plantas, ni tampoco los animales, quienes hicieron sonreír a la niña, sino la joven maga que aparecía en varias de esas ilustraciones, y que servía de ejemplo para que el lector, o, en este caso, la lectora, pudiese replicar con mayor facilidad las instrucciones dadas en el texto previo. Vestida con una túnica larga de color verde oscuro, una capa morada con dos franjas doradas, una a cada lado de la misma, y un gorro puntiagudo de cuero marrón, a juego con las botas, aquella joven maga parecía una recreación ficticia de la niña que sostenía el libro entre sus manos. Piel pálida, pelo rojizo recogido en una coleta larga, ojos marrones… Incluso parecía de su misma edad, año arriba, año abajo.
Ana cerró el libro y caminó con decisión hasta el mostrador. Ya había elegido su compra. Eso, claro está, siempre y cuando pudiese pagarlo.
—¿Qué le pasa a este libro? —preguntó mientras lo depositaba sobre el mostrador.
El anciano, que había vuelto a su lectura, ni se molestó en abrirlo. Le bastó con una mirada fugaz para evaluarlo.
—No funciona.
—¿No funciona? —repitió ella, confusa.
—Es un engañabobos. Leer sus líneas es tan útil como quedarse mirando la pared en una habitación oscura.
Desde luego, no era el mejor vendedor del mundo. Su brutal honestidad era una cualidad rara vez vista en el gremio. Y con razón.
—¿Cómo sabes que no funciona? —insistió Ana, sintiéndose extrañamente ofendida.
—Si funcionase, ¿crees que estaría aquí, vendiendo antigüedades?
A ella se le ocurrieron muchas réplicas, como que en realidad no estaba vendiendo nada, sino únicamente leyendo e ignorando a una posible compradora. O quizá podría decirle que un libro no necesitaba «funcionar» para ser útil, pues, en ocasiones, la fantasía resultaba más interesante que los hechos cotidianos, la historia o la ciencia. El valor de aquel libro no residía en su utilidad, sino en su capacidad de divertir y transportar la mente a un mundo más allá de la realidad conocida.
Pero no dijo nada. Lo cierto es que le convenía guardar silencio y asentir con la cabeza. Si el vendedor consideraba que el producto era defectuoso, estaría obligado a rebajar el precio.
—Me lo llevo —dijo Ana—. ¿Cuánto cuesta?
—Depende —respondió el hombre sin apartar la mirada de su propio libro—. ¿Cuánto dinero llevas, chiquilla?
—Unos… cuatro euros.
—Entonces cuesta cinco.
Ana sintió una punzada de rabia en el pecho.
—Eso no es justo… —protestó con timidez—. ¿No me lo puedes vender por un poco menos? Tú mismo has dicho que no funciona.
—No te puedo vender por cuatro euros un libro que cuesta cinco euros —replicó el tendero—. Eso sería ilógico. En cambio, sí que puedo regalártelo.
Desconcertada ante el comportamiento del anciano, Ana tardó en reaccionar.
—¿Lo dices en serio?
Cuando el propietario levantó la cabeza, no lo hizo para mirar a la niña, sino para observar el exterior de la tienda, a través del escaparate frontal.
—Ha parado llover —dijo con tono indiferente—. Si no te das prisa, este rato que me has hecho perder habrá sido en vano.
Ana cogió el libro sin apartar la mirada del anciano, sumido de nuevo en su lectura. Temía estar siendo víctima de un engaño, precursor de algún comentario irónico y dañino que aludiese a su ingenuidad.
No sucedió.
—Muchas gracias. —Ana inclinó la cabeza, con Teoría y práctica del mago, nivel principiante bien aferrado al pecho—. Te prometo que otro día traeré más dinero y me llevaré la capa.
—Sí, sí, vale…
El anciano seguía más interesado en perderla de vista que en vender sus mercancías. Un deseo fácil de satisfacer. Ana guardó el libro en la mochila, se puso el abrigo que había dejado en la percha de la entrada y salió de allí a toda velocidad, antes de que el tendero cambiase de opinión.
La lluvia, la tensión, la vergüenza… Al final, pasar por tanto sufrimiento había merecido la pena. Recordaría aquella experiencia con una sonrisa, después de todo. Su promesa de comprar esa preciosa capa azul estrellada no había sido falsa, ni mucho menos. Distinto asunto, cabría valorar, es que tuviese ocasión de cumplirla.
2
Draco cruzó el pasillo a toda velocidad, y a punto estuvo de chocar contra la puerta de la calle cuando ésta se abrió ante él. Nada le producía más felicidad que el regreso de su mejor amiga. Y aunque es cierto que, en su condición de perro, no tenía forma alguna de saber cuál era la hora actual, Draco llevaba un rato nervioso, pues era consciente de que Ana estaba tardando más que de costumbre.
Para la niña pelirroja, abrazar a Draco supuso el primer rayo de sol en aquel día tan triste y nublado. Todos los problemas se tornaron irrelevantes por unos instantes. Era la forma más pura e inocente de felicidad. No podía imaginarse la vida sin él.
—Perdón por llegar tan tarde —se disculpó ante Draco, como si pudiese comprender la excusa.
Aquel golden retriever tan leal y juguetón, que debía su nombre a un personaje de la saga de novelas favorita de Ana, había sido su compañero inseparable desde que sus padres lo trajeron a casa, apenas recién nacido, cuatro años atrás. Pasaban todas las tardes juntos, siete días a la semana, sin excepciones. Y lo más maravilloso del asunto era que ninguno de los dos se cansaba de la presencia del otro. Pese a su juventud, la niña sabía lo difícil que resultaba hallar un amigo que no lo fuera únicamente por interés.
Ana acarició el bonito y cuidado pelaje color vainilla de Draco antes de comenzar a desvestirse. Aunque ya no llovía, su cazadora y su mochila seguían empapadas, amenazando con formar un charco en la entrada. La chica se sintió culpable cuando vio las huellas de barro que sus zapatillas habían formado junto a la puerta, y que ahora el incansable Draco se encargaría de propagar por todo el pasillo.
—Que no te vea mamá —le advirtió.
Por desgracia, ya era tarde para eso. Como invocada por sus palabras, la madre de Ana apareció en el otro extremo del pasillo, ataviada con un delantal de cocina sobre su ropa de estar por casa.
—¿Dónde te habías metido, cariño? —Sin tiempo para responder, siguió hablando—. ¿Por qué estás tan sucia?
—Es que… he atajado por el camino de tierra.
Ana prefirió omitir toda la parte de la tienda de antigüedades. Tampoco quiso incidir en las ventajas de llevar un teléfono móvil consigo, pues era una conversación que ya habían mantenido en varias ocasiones, siempre con el mismo resultado: la negativa tajante de sus padres. Doce años no les parecía edad suficiente para asumir semejante responsabilidad, pese a que Ana Gómez, de por sí, era una niña muy obediente y bien educada.
—Voy a calentar la comida —dijo la mujer—. Mientras tanto, date una ducha rápida y cámbiate de ropa.
—Vale.
—¡Y procura no mancharme más el suelo!
—Que vaaale —repitió la niña, al mismo tiempo que miraba a Draco para intentar transmitirle la seriedad del asunto.
Las zapatillas que había dejado junto a la puerta, así como las patas del golden retriever, no eran lo único que se había manchado de barro. Ana podía notar la suciedad en su cara y en su pelo. Sin duda, aquella carrera apresurada a través del camino de tierra le había pasado factura.
Tras una confortable ducha, no tan rápida como hubiese deseado su madre, Ana se vistió con su pijama favorito, ese de color azul con patrón de estrellas amarillas que tanto se asemejaba a la capa de la tienda de antigüedades.
—¿Es que no tienes más pijamas? —La mujer suspiró, resignada, al ver aparecer a su hija en el comedor.
—Ninguno tan bonito como éste —respondió Ana mientras ocupaba su asiento—. ¿Dónde está papá?
—Tenía otra entrevista de trabajo. Tuvo que comer antes e irse pitando.
—¡Guay! A ver si esta vez hay más suerte.
—No sé yo…
La madre de Ana tenía motivos para mostrarse pesimista, sobre todo en base a sus experiencias recientes. Llevaba ya dos meses y medio de baja, tras un accidente con el coche, a la espera de una operación que parecía no llegar nunca. Hasta entonces, y quién sabe cuánto tiempo más después, debía extremar las precauciones si no quería empeorar su dolor de rodilla y espalda. Además, la baja laboral conllevaba una pérdida de la cuarta parte de su salario; una cantidad nada desdeñable.
Las preocupaciones no hicieron más que multiplicarse cuando, apenas un mes después, la empresa para la que trabajaba su marido se declaró en bancarrota. Conclusión: despido e imposibilidad de pago. Desde entonces, el padre de Ana había buscado otro empleo de forma desesperada, sin éxito. La crisis laboral en que estaba sumido el país, un asunto que a Ana le era ajeno, tenía gran parte de la culpa.
—Veo a papá menos tiempo que cuando trabajaba… —se lamentó la niña pelirroja.
—Encontrar trabajo es fundamental, cariño —replicó su madre con dulzura—. Ya lo sabes.
Lo supiera o no, era algo que le producía cierta tristeza. No por la crisis laboral en sí, que le sonaba a chino, sino por la preocupación reflejada en el rostro de sus progenitores. Quizá algún día pudiera ser ella, una Ana ya en edad adulta, quien ganara el suficiente dinero como para que sus padres no tuviesen que sufrir tanto. Compraría una gran casa, con un enorme jardín en el que corretearían sus numerosos perritos. Draco cuidaría de todos ellos cuando Ana estuviese en el trabajo, y por la tarde se divertirían juntos.
Había tanto que Ana desconocía…
Ella, quizá algo ingenua, o tal vez desbordante de ingenio, tenía un plan B. Un plan titulado «Teoría y práctica del mago, nivel principiante». ¿Quién necesita un trabajo convencional cuando domina multitud de hechizos?
—Come, Ana —apremió su madre, al ver a la niña sumida en sus pensamientos—. Se te va a enfriar.
¡Ja! ¿Y qué problema supondría algo tan banal como una comida fría, se preguntaba ella, cuando dominase el poder del fuego? ¡Ese maravilloso libro le cambiaría la vida!
Al menos… en su imaginación, claro.
Después de ayudar a su madre a recoger la mesa, y no sin antes limpiar las manchas de barro que tanto ella como Draco habían dejado en el pasillo, Ana recuperó su mochila, aún en la entrada. Tras asegurarse de que estuviese bien seca, la subió a su habitación, situada en la segunda planta de la vivienda. Sin perder ni un segundo, la colocó sobre la cama y abrió la cremallera superior. Cualquier otro día se habría limitado a extraer el material escolar para repasar la lección y finalizar cuanto antes sus tareas. Sólo de esa forma podría tener la tarde libre para jugar con Draco, o cualquier otra cosa que quisiera hacer…
Pero ese día no era como los demás. Por una vez, sus prioridades habían variado. La niña se veía incapaz de dejar de pensar en aquel viejo libro marrón, de gruesas tapas y hojas color ocre. Los deberes y Draco tendrían que esperar.
Ana depositó sobre la mesa, quizá con más cuidado del necesario, el ejemplar de Teoría y práctica del mago, nivel principiante. Nunca había sentido tanta motivación por estudiar algo, fuese lo que fuese, como la que le despertaba aquel libro. Sin embargo, no había llegado a sentarse aún cuando su mente decidió que era el mejor momento de recordarle aquellas monedas que había dejado en el bolsillo de su abrigo, después de que el anciano tendero, en un inesperado gesto de generosidad, le hubiese regalado el libro.
Podría haberlas dejado allí. Al fin y al cabo, ¿qué prisa tenía por guardarlas en su hucha de ahorros? Las monedas no irían a ninguna parte; no necesitaba bajar a propósito a por ellas.
Pero lo hizo.
—Ahora vengo —dijo a Draco—. Espérame aquí.
Y ese momento lo cambió todo.
Los ladridos del golden retriever sobresaltaron a la niña pelirroja cuando ésta se disponía a regresar al piso superior. No era algo habitual en él, ponerse a ladrar dentro de casa y sin motivo.
—¿Qué estáis haciendo? —preguntó su madre, con un ligero tono de reproche, al ver a la pequeña cruzar el pasillo con paso ligero.
—Nada, mamá.
—No hagas rabiar a Draco. Si los vecinos…
El resto de la frase fue imperceptible para Ana, quien ya se habría apresurado a subir las escaleras, en dirección a su cuarto.
—¡Ya estoy aquí!
Cuando la niña cruzó la puerta entornada de su habitación, se quedó petrificada ante la inesperada escena que aguardaba dentro. Draco permanecía en tensión, elevado sobre sus cuatro patas, rodeado de hojas de papel color ocre. Entre los dientes llevaba lo que sin duda se trataba de la cubierta de Teoría y práctica del mago, nivel principiante.
—¡Nooo! —Ana corrió hacia él, con el corazón acelerado—. ¡¿Qué has hecho?!
Draco se calmó al tener a su amiga al lado. El perro dejó caer la cubierta al suelo y se dirigió a uno de los rincones de la habitación, donde tenía su pequeña mantita, como si, de repente, todo aquello no le causara más que una profunda indiferencia.
—¡Eso no se hace! —le riñó.
Ana miró a su alrededor, inmóvil, oscilando entre la rabia y la tristeza. Aun así, había espacio para la esperanza. Todas las páginas parecían intactas y estaban numeradas. Si lograba reordenarlas, podría volver a montar el libro. Aunque, siendo honestos, más que un libro, se trataría de un montón de hojas sueltas apiladas. Tendría que conformarse con eso.
La niña pelirroja inició su cometido, bajo la atenta mirada del golden retriever. A ella le dio la impresión de que era una mirada cargada de tristeza, o tal vez de intranquilidad.
—No me mires así. Estoy enfadada contigo, ¿vale?
Draco nunca había actuado de esa forma con ningún otro libro. Ni siquiera cuando era un cachorro cometió el error de confundirlos con juguetes. No le interesaban en absoluto. Al menos, hasta ahora. ¿Por qué había cambiado? Mejor dicho: ¿qué le había hecho cambiar?
A Ana sólo se le ocurrió una posible respuesta: el olor. Ese ligero aroma a humedad, que el libro debía de haber adquirido de los viejos muebles de la tienda, podía resultar desagradable para Draco. Aunque a ella no se lo parecía, comprendía que su nariz humana no podía competir contra el olfato de su amigo de cuatro patas.
Para evitar otro indeseado ataque de Draco, Ana guardó la cubierta, principal causante del olor, dentro del cajón superior de su mesilla de noche. Por ahora le bastaba con leer las hojas sueltas, aunque fuese una por una. Para ello, claro está, antes debía ordenarlas.
En un primer momento, Ana comenzó a clasificar las hojas sobre el escritorio de la habitación. Enseguida comprendió que no sería espacio suficiente, por lo que su cama también acabó llena de papeles. Ni siquiera cuando oyó la puerta de la calle, señal de que su padre estaba de vuelta en casa, detuvo tan pesada tarea. Cuando algo se le metía en la cabeza, no había quien la detuviese.
Entre texto e ilustraciones, sumaban seiscientas treinta y ocho páginas. Cualquiera podría llegar a pensar que era demasiado contenido para un mago principiante. Una cantidad, además, superior a la que ella había calculado a ojo, lo que le llevó alrededor de media hora de clasificación. Y lo peor, después de todo aquel esfuerzo, era que el libro… estaba incompleto.
—¿Qué has hecho con la hoja que falta? —acusó a Draco—. No te la habrás comido, ¿verdad?
El perro, ahora tumbado junto a ella, elevó la cabeza con la misma indiferencia que había mostrado todo aquel largo rato. Si la hoja marcada con los números quinientos sesenta y siete y quinientos sesenta y ocho estaba ya en su estómago, no había mucho que pudiese hacer…, salvo llevarlo al veterinario, pues la celulosa no aparecía en ninguna lista nutricional como uno de los alimentos más recomendados para animales cánidos.
No, no podía ser que Draco se hubiese tragado aquella hoja de papel. Tenía que estar allí, cerca, muy cerca. Si el golden retriever no había abandonado la habitación mientras Ana recuperaba las monedas de su abrigo, significaba que la hoja no podía andar muy lejos. Ésa era la conclusión lógica…, aunque lo cierto es que la dichosa hoja no aparecía por ninguna parte.
—Ven.
Cuando oyó aquel susurro, Ana dio tal respingo que a punto estuvo de pisar a Draco. El golden volvió a ponerse en tensión, nervioso, tal y como lo había encontrado su amiga al entrar a la habitación.
—¿Dónde…? —La chica, temblorosa, no pudo ni acabar la frase.
Era la misma voz exacta que escuchó en la tienda de antigüedades; la voz que había atribuido al muñeco vestido de forma trajeada, con monóculo y bombín, cuyo bastón había sufrido un trágico accidente, que lo mandó directo al rincón de productos defectuosos.
¿Acaso la había seguido hasta allí? ¡Agh, pues claro que no! ¡Ésa era una idea absurda! Necesitaba tranquilizarse y pensar con frialdad. Si la voz no provenía del muñeco, sólo quedaba una posibilidad…
—Acércate.
Draco gruñó a la mesilla de noche. No fue ninguna sorpresa para Ana, quien también había clavado su mirada sobre el cajón superior de la misma, donde, minutos atrás, había guardado la cubierta de Teoría y práctica del mago, nivel principiante. ¿Era ése el motivo de que Draco hubiese ladrado y mordido el libro? ¿Había oído él también la voz cuando Ana se hallaba en el piso inferior?
Decidida a resolver aquel enigma, la niña pelirroja, armada de valor, asió con firmeza el pequeño pomo del cajón de la mesilla, y tiró de él con delicadeza, temiendo, quizá, que algo le saltase a la cara. Por suerte, no sucedió nada parecido. De hecho, no sucedió nada, en general. La cubierta rota del libro se mantuvo tan inmóvil como cabría esperar de cualquier otro objeto inanimado.
Sin embargo, tanto Ana como Draco seguían convencidos de que el origen de la voz no podía ser otro más que aquel cajón. Y no tardarían en comprobarlo.
—¿Me has llamado? —dijo ella, sin una idea mejor.
—Así es.
La chica sintió una punzada de emoción al oír aquella voz susurrante. No era miedo, sino una extraña combinación de intriga y asombro. A su modo de ver, estaba siendo testigo de la constatación de que, defectuoso o no, aquel libro tenía capacidades extrasensoriales. Lo que ella habría definido como «poderes mágicos».
—¿Qué es lo que quieres? —preguntó Ana de la forma más respetuosa que fue capaz.
—Antes de nada, me gustaría recuperar las hojas que me han sido arrebatadas por ese animal peludo…
La chica estuvo a punto de reír por puro nerviosismo. Esa cubierta marrón hablaba, ya no quedaban dudas. Hablaba, y no eran mensajes inconexos, sino frases coherentes. Estaba teniendo una conversación con un libro roto. Por un instante, sintió ganas de ponerse a ladrar y morderlo, como Draco. ¿Una locura? No mayor que la que estaba viviendo.
Ana se apresuró a coger el taco de hojas sueltas, ya ordenadas, y a reintroducirlas en su lugar correspondiente, como si estuviese dando de comer a la cubierta parlante. En cuestión de segundos, Teoría y práctica del mago, nivel principiante volvía a estar de una pieza.
—¿Y ahora qué? —preguntó ella, ansiosa por comprobar en qué desembocaría toda aquella situación.
—Ábreme por la página quinientos sesenta y ocho.
—¿Puedo…?
—Venga, venga, no seas tímida. ¡Que no muerdo!
Ese comentario hizo cualquier cosa menos tranquilizarla. Hasta entonces, ni siquiera se le había pasado por la cabeza la posibilidad de que el libro pudiese hacerle daño. Ahora no podía quitárselo de la cabeza. De darse el caso, esperaba que Draco la salvase del peligro.
Cuando Ana se disponía a cumplir las instrucciones del libro, sus manos se detuvieron.
—¿Has dicho… la página quinientos sesenta y ocho?
—Eso he dicho.
—Es que… la he perdido —reconoció ella, avergonzada—. ¡Pero te prometo que la encontraré!
—No tienes que buscar ni que encontrar nada —replicó el libro con paciencia—. Lo único que tienes que hacer es abrirme por la página quinientos sesenta y ocho. Cinco, seis, ocho.
Pese a la comprensible perplejidad que nublaba su mente, Ana decidió obedecer sin rechistar. Empezó desde la mitad del libro y fue avanzando con rapidez. No tardó en llegar hasta la página quinientos sesenta y seis, donde una ilustración mostraba varios medallones antiguos; siete, para ser exactos. Nada de interés. Al menos, para ella.
Ya sólo le quedaba voltear una única hoja…
Y cuando lo hizo…
– CONTINÚA EN ANA GÓMEZ Y LOS SIETE MEDALLONES DE IGLAN –
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