Anoche me costó dormir. Quisiera deciros que viví una injusticia, pero podríais acusarme de ser yo quien la creó. Al fin y al cabo, sucedió en una novela que estoy escribiendo.

Voy a tratar de poneros en situación sin entrar en detalles, ya que es una parte clave del argumento. Me ahorro, de paso, deciros de qué novela se trata. En un momento dado, un personaje («Equis») pierde a una persona importante para él («Zeta»). No por el fallecimiento de Zeta, ojo; esto también hay que tenerlo en cuenta. Es decir, que, en teoría, podría parecer que tiene solución. Equis hace todo lo posible por recuperar a Zeta, sin éxito. La impotencia que siente provoca que toda su esperanza inicial se vaya tornando en desesperación. Y esto, a su vez, desemboca en ira. Una ira que, llegado un punto concreto del capítulo, expresa de forma agresiva.

Al revisar este capítulo, me di cuenta de que era un comportamiento tóxico. La mayoría de los observadores objetivos lo considerarían una «red flag» (advertencia ante una conducta negativa). Carencia grave en el control de emociones. Yo mismo lo pensé, insisto, al releer la escena, en frío. Y eso me ha hecho reflexionar.

¿Qué impresión me habría dejado Equis si no fuese yo el escritor? ¿Qué impresión dejará en los lectores? Voy más allá: ¿qué impresión dejaría en alguien que, hipotéticamente, solo conociese a Equis en esa situación determinada, al margen de sus circunstancias?

Creo que no hay discusión alguna en que la forma en que actúa, liberando su ira con agresividad, no es la más correcta. Pero sí que fue, y sigue siendo, la más honesta. Es la reacción que ese personaje tuvo en ese instante, a través del filtro de mi mente. No necesité forzarla. Otro día hablaré de cómo los personajes, y no yo, toman el control de muchas situaciones.

Para evitar que los lectores pudieran tener una mala impresión de Equis por esa escena concreta, pensé en cambiar su reacción. Pero, como dije antes, me habría parecido un engaño. Os estaría engañando a vosotros y me estaría engañando a mí. Equis dejaría de ser el auténtico Equis, y pasaría a ser una versión artificial de Equis. Probablemente, nadie se daría cuenta, excepto yo; lo cual no resta valor al engaño.

Tan injusta como la situación que vive Equis en el capítulo que os comento, sería que un lector lo tachara de personaje tóxico por su reacción. A mí, no os exagero, me costó conciliar el sueño, pues, por aquel entonces, yo era él. Quizá, por ese motivo, ahora que yo vuelvo a ser yo, un simple observador externo, sigo considerando que su comportamiento es tan reprobable como comprensible. Pero no podemos olvidar que cuento con el privilegio de haber ocupado sus zapatos. ¿Qué pensaría si no? ¿A cuánta gente, ya no necesariamente personajes ficticios, habré prejuzgado por un instante concreto de sus vidas? Como si los demás nos comportáramos de forma ejemplar y supiéramos controlar nuestras emociones desde que nacemos hasta que morimos…

Criticar a los demás nos hace sentir mejor con nosotros mismos, porque nos hace ver superiores. Sin embargo, no hay forma de saber cómo actuaríamos nosotros en esa misma situación, con las mismas circunstancias personales. De hecho, como dice Zeta en un momento determinado: «Yo habría hecho lo mismo». No puedo más que confiar en que, al leer la novela, se comprenda la enorme carga emocional y argumental que conlleva esa (aparentemente) sencilla frase.

Juzgar desde el desconocimiento, o el conocimiento parcial, es la verdadera injusticia.