Siempre trato de convencerme de que las redes sociales no representan a la humanidad. Son un reflejo de la misma, claro, pero sería un gran error pretender extrapolar a la «vida real» lo que sucede dentro del contexto cerrado de una red social determinada, cuyos usuarios parecen más interesados en llamar la atención que en socializar. Deberíamos llamarlas «redes de arrastre».

A los humanos se nos juzga por cómo actuamos en sociedad. Un idiota, por ejemplo, resulta gracioso hasta que emplea dicha estulticia como arma arrojadiza. Es entonces, y no antes, cuando se nos borra la sonrisa de la cara. Porque, como ya digo, el problema no es la idiotez en sí, sino el uso que se hace de ella. Y eso también se aplica a la inteligencia, que podría ser considerado justo lo opuesto, o…, bueno, la misma cosa exacta.

En redes sociales, ponemos el factor de la sociedad en suspensión. Sabemos que está ahí, pero no nos sentimos tan vigilados. De hecho, hay a quien le molesta. «Ya no se puede hacer chistes de maricones», dice algún sujeto, sin ser consciente del contexto en el que se encuentra. «Claro que sigues pudiendo hacerlo», debería responderle alguien. «Solo que no aquí». Pues no hay nada más contextual que el humor; incluso el de mal gusto.

La gente, insisto, tiende a actuar en redes sociales como si no fuesen conscientes del contexto. Como si gritar algo al mundo fuese igual que gritárselo a los más gañanes de tus amigos mientras disfrutáis de vuestra privacidad. Y es por eso que, irónicamente, una red social no representa a la humanidad, pero sí a cada uno de sus usuarios por separado.

La raíz de la mayoría de los problemas de nuestra sociedad es la falta de empatía. Una característica difícil de cambiar, pues implica alterar todo nuestro sistema de valores, y más difícil aún de disimular. Puedes fingir empatía por un tiempo, pero no por siempre. Se suele hacer, sobre todo, para obtener algún beneficio; aunque este sea, tan solo, la falta de perjuicios. Pero, aun con eso, resulta extremadamente complicado mantener la falta de empatía escondida bajo la alfombra, por el simple hecho de que aquellos que dan muestras de ella ni siquiera son conscientes de estar actuando de forma perjudicial para los demás. Eso, y que no les importa. Es decir, si a mí no me importa una persona, ¿por qué va a importarme que no me importe? Si me importase que no me importe, automáticamente empezaría a importarme. Perdón por el trabalenguas, pero creo que queda claro. Es como los avisos de enfermedades en las cajetillas de tabaco. Quien fuma, ya conoce los riesgos. A quien realmente le importan los riesgos, no fuma. Y quien tiene un mínimo de empatía por los demás, no fuma en la calle; pero esa es otra cuestión. Bueno, en realidad no, pero no quiero desviar más el tema.

Me encuentro con cierta frecuencia, en redes sociales, a usuarios que buscan o fomentan páginas web de descarga de libros gratuitos. Lo cual, de por sí, no tiene por qué suponer una ilegalidad. Si entrásemos en cuestiones de piratería y en las mil y una piruetas que hacen (o no) algunos para justificar su falta de empatía y su bajeza moral, no acabaríamos nunca. Por eso, quiero limitarme a hablar de las páginas web de libros gratuitos legales. Básicamente, voy a remitirme a todo lo expuesto con anterioridad en esta entrada, pero sin ánimo alguno de recriminar, sino de abrir la puerta a una posible reflexión interna sobre lo perjudicial de nuestros actos.

No voy a perder el tiempo poniendo la venda antes de la herida, ni justificando que «no todo el mundo es así», que «cada uno hace lo que quiere», y demás axiomas tan básicos que no los considero ni dignos de participar en esta reflexión. Quiero poner el foco en el meollo del asunto, sin matices. Y por eso quiero empezar (je, un poco tarde) con una frase demoledora: consumir productos gratuitos atenta contra la sostenibilidad de toda industria. Es cortar las alas a los autores humildes. No tanto por el hecho de leer un libro gratis como por la normalización de este acto.

Imaginad que aparece una nueva cadena de restaurantes en España, que ofrece comida gratuita, tanto de manera presencial como a domicilio. En cuestión de semanas, el 99 % de la competencia habría caído en bancarrota. Os aseguro que ese 1 % restante no sería ningún restaurante humilde, sino todo lo contrario. Los clientes se negarían a pagar 8 € por un menú, ya que tienen la opción de pagar 0 € en ese nuevo restaurante. Y eso no significa que la cantidad de 8 € sea injusta, ni mucho menos. Es, de hecho, necesaria. La injusticia estaría, precisamente, en el menú gratuito.

Pero no nos hagamos los sorprendidos. Recuerdo que a la gente le molestaba tener que pagar 5 € al año por WhatsApp… Ya ni hablemos de donar a la Wikipedia, ¿eh? Lo queremos todo, y todo ya, pero sin aportar lo más mínimo, como señoritos mimados. Al fin y al cabo, la única persona importante soy yo. Yo y quienes me importan, que no son más que una extensión de ese yo.

El dinero, en realidad, no es una parte determinante de este asunto. Es cuestión de empatía y educación, sin más. Por eso cualquier enlace de descarga de libros, legal o no, tiene muchísimas más interacciones que los proyectos personales de cada autor. En ambos casos, compartir es gratis. ¿Quién necesita más ese apoyo que se les niega a tantos escritores? Como es obvio, los humildes. Es decir, que, una vez más, los ricos seguirán siendo ricos, mientras son los pobres quienes sufren las consecuencias. Y no caigamos en el recurso fácil de culpar al capitalismo, que no nos pilla por sorpresa. Esto es cuestión personal de cada uno. Tenemos que ser responsables de nuestros actos y decisiones. Aunque, por supuesto, a aquellos faltos de empatía les va a entrar por un oído y les saldrá por el otro. Pero esto no es ninguna red social, así que… mantengo la esperanza.