Crear una historia no es un acto mecánico. No es como cocinar, montar un mueble o ver una película, por poner tres ejemplos cualesquiera. Para todo ello se necesita concentración, pero a un nivel más superficial, siempre ligado a la inmediatez de la información que nuestros ojos transmiten al cerebro.
Crear una historia, como ya digo, es otra cosa. Para empezar, una historia no se crea con las manos, sino con la mente. Incluso si nunca llegásemos a exteriorizar esos pensamientos, la historia ya habría sido creada. Esa es la clave. Podría quedarse ahí para siempre, donde sólo nosotros disfrutaríamos de ella. Pero supongamos que queremos dar a conocer esa historia a los demás, o darle un estilo y consistencia que sobrevivan al desgaste de nuestro cerebro. Llega el momento de escribirla.
Escribir una historia sí tiene su lado mecánico. Uno, en realidad, más bien pequeño. Por muy nítida que veamos dicha historia en nuestra cabeza, no será más que una pauta a la hora de escribir. Una idea sin forma. Mejor dicho: una idea sin la forma correcta, que es nuestra responsabilidad moldear.
Sentarse a escribir es muy sencillo. Únicamente se necesitan dos pasos: sentarse y escribir. A poder ser, en ese orden. Siempre con un teclado como fiel escudero, en mi caso. La parte mecánica es extremadamente simple. Sería suficiente para elaborar una lista de la compra o transcribir un texto. Si hablamos de chatear o escribir un tuit, la cosa se complica. Ya hay que pararse a pensar (aunque ojalá algunos dedicasen más tiempo a esto, y otros lo postergasen hasta el fin de sus días).
Si lo que estamos creando es una historia de ficción, como pueda ser una novela, ni siquiera el «pararse a pensar» resulta suficiente. Es necesario llegar a un nivel más profundo de la mente, no supeditado a la vida real sino al margen de esta. Debemos abstraernos de nuestro ser, cambiar una realidad por otra: la de nuestra existencia por la de las existencias que nosotros estamos creando.
A veces cuesta llegar a ese nivel mental. Si hay distracciones, o si algo nos preocupa en exceso, es imposible. No podemos limitarnos a ser «un autor escribiendo desde su casa», sino que debemos aspirar a ser la obra en sí. ¿Escribimos sobre una ciudad? Tenemos que proyectarnos en ella. ¿Intervienen personajes? Necesitamos meternos en su mente. Y eso no significa adivinar sus pensamientos, sino convertirnos en los personajes. En todos ellos. Alegrarnos por sus éxitos, sufrir por sus problemas, etcétera. En medio de la abstracción, todos esos sentimientos son nuestros. La única manera de que parezcan auténticos es que lo sean. Estoy seguro de que los actores y actrices siguen esa misma «regla de oro».
Alcanzar esa especie de trance es lo más complicado. Te atrapa. Una vez dentro, dejas de crear (metafóricamente hablando) y pasas a describir lo que ocurre. Es como si no fueses más que un espectador de esa historia que tu «yo consciente» diseñó.
Es como soñar.
El trance de escritura, como un sueño, puede volverse ingobernable y llevarnos por sendas que jamás pensamos recorrer. En ocasiones, regresar a la realidad consciente es tan inmediato como un pestañeo, mientras que otras veces requiere de un proceso progresivo, como esas mañanas en las que tardamos varios segundos en comprender, con alivio o decepción, que lo que acabamos de experimentar pertenecía al plano onírico.
La mayor diferencia entre la escritura y los sueños consiste en que, mientras que el sueño se disuelve entre las arenas del tiempo, la escritura permanece amarrada al plano físico, adquiere una forma concreta, perceptible por todos, y, por lo tanto, puede ser transmitida con precisión y exactitud. Así que, si me preguntáis, os diré que: sí, escribir es mejor que soñar.
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