Es extremadamente difícil que se valore la originalidad. A la gente (afortunada), lo que más le gusta es la cocina de mamá. Por eso, la mejor forma de incorporar ideas originales en una obra es combinarlas con otras que no solo son conocidas, sino aceptadas por la mayoría.
No es ninguna coincidencia que toda una miríada de historias, dentro de cualquier rama artística ligada a la narrativa, siga la estructura denominada «El viaje del héroe». Se divide en doce pasos: «mundo ordinario», «llamada a la aventura», «rechazo a la llamada», «encuentro con el mentor», «cruzando el umbral», «pruebas, aliados y enemigos», «acercamiento», «la gran prueba», «recompensa», «el camino de vuelta», «resurrección del héroe» y «regreso con el elixir». No me voy a parar a analizarlos, porque no es el objetivo de esta entrada, así que os invito a buscar información en internet si os interesa el tema.
No tiene nada de malo seguir una estructura clásica y manida. Suele funcionar. De hecho, suele funcionar mejor que aquello que se sale de dicha estructura, porque no muchas personas son capaces de apreciar algo que los saque de la normalidad esperada. La mayoría prefieren un poquito de «más de lo mismo», quizá con unas gotas de caos, pero dentro de un esquema reconocible. La zona de confort, podríamos decirle.
¿Por qué querría un escritor salirse de un esquema tan exitoso y navegar mareas desconocidas? No basta con tener mucha confianza en uno mismo. Da igual lo bueno que sea el texto que has escrito; si no es lo que el lector espera, tienes muchísimas opciones de perder su interés. No pasan de ahí. A la gente le asusta lo diferente, no os voy a descubrir nada nuevo.
Entonces, insisto: ¿por qué querría un escritor construir su casa sobre la arena del desierto, con lo fácil que sería, supongo, pues no soy arquitecto, erguirla en una ciudad, entre un supermercado y una parada de autobús?
Pues se me ocurren dos motivos. El primero, que el autor busque experimentar. Quiere construir su casa en algún lugar inesperado. Asume el riesgo y se lanza a la aventura. Espera que esa originalidad sea uno de los pilares de la obra y que todo orbite a su alrededor. El segundo motivo no es intencional. Y esto, permitidme la osadía, es más difícil. Porque lo normal es que la mente del autor siga los caminos marcados por las decenas, cientos o miles de obras que ha absorbido; tanto las que le gustaron como las que no. Que cuando vea un perro, suponga que dirá «guau», y cuando vea un gato espere su correspondiente «miau». Rara vez, estadísticamente hablando, encontraremos un perro narrativo que suene «oink», «beee» o «pio pio». Pero ¿y lo maravilloso que es cuando sucede?
Si la pluma de un escritor da a luz a un perro narrativo (que no es lo mismo que un perro animal, obvio), como ya digo, se comunicará con ladridos. Pero no porque el autor lo decida de forma consciente, sino porque, para él, es lo correcto. Ni se plantea otra opción. No puede elegirla cuando no es capaz de verla.
Tenemos idealizado el papel de protagonista. De forma inconsciente, esperamos que actúe según nuestros valores. Es algo que trasciende toda historia y género literario. Lo cual no quita que podamos aceptar, e incluso alabar o festejar, un comportamiento, digamos, políticamente incorrecto, siempre y cuando lo consideremos justificado. Al mismo tiempo, es comprensible que este protagonista genérico tenga dudas antes de aceptar poner su vida en peligro, en vez de quedarse en su casa echándose una siesta. De hecho, el tercer paso de «El viaje del héroe» es el rechazo a la llamada. Es decir, que no solo se acepta el rechazo, sino que se espera. Un paso un poquito tramposo, debo añadir, pues todos sabemos lo que pasará después. Da igual cómo de firme sea esa negativa, da igual lo profundas y justificadas que sean las dudas, al final aceptará. Ya sea por haber reflexionado o porque la acción lo impulse a ello, nuestro protagonista contestará a esa llamada.
PERO ¿Y SI NO?
¿Cómo dices?
¿QUÉ PASARÍA SI EL HÉROE NUNCA CONTESTARA A LA LLAMADA?
No habría historia, supongo. No sería héroe, para empezar. Llamar «héroe» al protagonista ya era un mal comienzo, así que ignoremos ese concepto. La idea de que el protagonista no cumpla con su papel causa rechazo. Da igual que tarde en decidirse, da igual que lo haga a regañadientes; lo importante es que lo haga. Derrota a los villanos, rescata a la princesa y destruye el puto anillo, por lo que más quieras.
Pensemos en ello. Un protagonista que no hace lo que se espera de él… No que lo haga de una forma peculiar, sino, directamente, que no haga nada. La primera sensación es de rechazo. Cuesta imaginárselo, incluso, ¿verdad? Bueno. Debo reconocer que no era mi objetivo cuando escribí Terrakalank. No creé a Mitranash, el protagonista, con la intención de deconstruir la figura del «héroe». Simplemente, sucedió. Sucedió, porque era el resultado lógico de un personaje racional y coherente. Porque, a veces, hay más caminos que el que otros nos han indicado. Y ni siquiera hay que buscarlos; basta con no ignorarlos cuando aparecen. Aunque lo más probable es que muchos autores ni siquiera reconozcan ese camino cuando lo tengan delante. Solo verán un muro. Un muro imaginario, creado por sus prejuicios.
Sé que lo que hice con Terrakalank fue muy arriesgado. Más aún cuando está hecho sin esa intención: la de arriesgar. Sé que, a veces, causará rechazo. Sé que, otras veces, causará incomprensión. Y sé que, en la mayoría de las ocasiones, ni siquiera se valorará como una característica propia de la novela. Una de las más importantes de Terrakalank, de hecho. Es difícil de identificar, más aún de apreciar. Pero, por encima de todo, es el toque personal de un autor que ha sabido seguir un camino poco transitado, y que puede afirmar, no necesariamente con orgullo, sino con satisfacción, que ha creado algo en lugar de limitarse a replicar con adornos. A mí me vale.
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