«París en otoño. Los últimos meses del año y el final del milenio.
Tengo muchos recuerdos de la ciudad: los cafés, la música, el amor… y la muerte.»
Capítulo 1 – París, Francia
Mi nombre es George Stobbart. Soy un abogado de patentes de California; una ocupación nada emocionante y que me permite vivir acomodado, alejado de cualquier tipo de peligro. Mi vida siempre ha sido pacífica, casi anodina. Sin embargo, todo cambió cuando decidí pasar las vacaciones recorriendo Europa.
Una de las paradas obligatorias de mi viaje era «la Ciudad de la Luz», París. Y es allí donde quiero comenzar esta historia.
(Nota del autor: La guía argumental no pretende reflejar al 100 % la historia mostrada en el videojuego. Algunos sucesos han sido modificados, tanto en orden como en forma, para hacer la narración más fluida y coherente. En cualquier caso, son diferencias pequeñas que solo notaréis quienes conozcáis Broken Sword de memoria. Del mismo modo, he añadido pensamientos de George no reflejados en la aventura, como es el caso de la introducción previa a estas líneas. Considero que son añadidos y modificaciones que no alteran la experiencia; y, en caso de hacerlo, la mejoran, del mismo modo que lo hace la corrección de los múltiples errores de traducción y adaptación con que nos llegó este maravilloso juego.)
«París en otoño. Los últimos meses del año y el final del milenio.
Tengo muchos recuerdos de la ciudad: los cafés, la música, el amor… y la muerte».
Me encontraba tomando una taza de café, poco antes de las dos de la tarde, en la terraza de un local llamado Café de la Chandelle Verte. La calle estaba tranquila y yo era el único cliente del bar; lo cual no me desagradaba, pues me permitiría poder charlar con la bella camarera.
Por desgracia, alguien estaba a punto de estropearlo todo…
Un hombre mayor, con sombrero y gabardina, que portaba un maletín marrón, entró a la cafetería. La camarera, como es obvio, tuvo que ir a atenderlo. Reconozco que me molestó. Ah, pero no fue este tipo quien lo «estropeó todo», sino quien llegó justo después.
Cuando giré la cabeza en dirección contraria, vi aproximarse a un payaso. Portaba un manojo de globos de colores, un acordeón y una sonrisa estúpida. No me gustan los payasos, y yo tampoco estaba en el mejor de los ánimos después del plantón que me acababa de llevar. Le pinché un globo con un palillo para que entendiera la indirecta. Creo que la captó al vuelo.
El payaso entró a la cafetería, como habían hecho el tipo del maletín y la camarera poco antes. Sin embargo, no paso mucho tiempo dentro. De pronto, salió corriendo a toda prisa, en dirección a un callejón cercano. Ya no llevaba esos globos ni el acordeón…, pero sí un maletín marrón.
Y, entonces, sucedió. ¡Boom! Una explosión me mandó por los aires. Por suerte, no fue una explosión muy potente; de lo contrario, habría muerto al instante. Dentro de la tragedia, yo era quien había salido mejor parado…
Cuando los oídos me dejaron de zumbar, aparté los escombros que me habían caído encima. Mientras me rehacía, lo único que oía era el continuo murmullo del tráfico. La vida continuaba a mi alrededor, pero la explosión cambió mi vida para siempre.
Lo primero que hice fue coger un periódico que encontré a mi lado. El artículo de primera página hablaba sobre la visita de un Premio Nobel de un país impronunciable de Europa del Este. Esa era la única noticia. Lo demás eran rumores, cotilleo y sensacionalismo. Entonces, vi la nota al pie de la página. Decía: «Salah Eh Dinn, 1345». Por raro que parezca, aquello acabaría siéndome de utilidad…
Preferí no tocar nada más. Mejor dejar las pruebas del crimen como estaban. Lo que sí hice fue entrar a la cafetería para asegurarme de que todo el mundo siguiese de una pieza. Por desgracia, no era así. El anciano estaba destrozado; la explosión lo había alcanzado de lleno. Parecía mentira que lo hubiese visto solo unos minutos atrás…
La camarera, en cambio, seguía viva, aunque inconsciente. Temiendo por su vida, la desperté para asegurarme de que no hubiera sufrido daños.
—Uff, mi cabeza… —Era lo único que le dolía—. ¿Cuánto vodka he bebido…? —Ni siquiera se había fijado en los muebles y cristales rotos—. ¿Cómo te llamas, chérí?
—George Stobbart.
—Oh… ¿Estadounidense?
Me lo preguntó con bastante inocencia, aunque pude notar cierta reserva. Era algo que parecía afectar a todos los europeos.
—¿Necesita que le eche una mano? —le pregunté.
—No me vendría mal una copa. Me encuentro mal, mareada y dolorida… ¡Y ni siquiera me acuerdo de la fiesta!
—No se asuste, pero la han dejado inconsciente.
—¡No me diga! ¿Qué ha pasado?
—Ha habido una explosión. Intente no hacer movimientos bruscos.
—¿Es médico?
—No, pero solía jugar a médicos cuando era pequeño… ¿Se acuerda de algo?
—Non. Necesito una copa…
—En su condición —le advertí—, es mejor que no tome alcohol.
—¿El viejo ha muerto?
—Eso parece.
—¡Ah, mon Dieu!
Dejé a la camarera descansando y salí de la cafetería en busca de ayuda. Entonces, un gendarme bajito y con bigote se aproximó a mí, pistola en mano.
—¡Quieto! ¡Quédate donde estás!
—¡No dispare! ¡Soy inocente! ¡Soy americano!
—No te decides, ¿eh?
—¡Exijo ver al cónsul americano!
—¡Tira las armas y échate al suelo!
Un segundo hombre, quien aparentaba ostentar un cargo superior, llegó poco después. Su gabardina me hizo pensar que se trataba de un inspector. No me equivocaba.
—Guarde esa cosa, sargento Moue. —Con la situación más calmada, el inspector se acercó a mí—. Lo siento, m’sieur, pero no podemos dejar que se marche.
—¿Estoy detenido?
—¡Ah, non! Solo quiero hacerle unas preguntas. En avant, al café.
No tuve más remedio que acompañar a aquellos dos hombres de vuelta al Café de la Chandelle Verte. Mientras el inspector examinaba aquel desastre, el sargento se agachó junto al cadáver.
—Ya vale, m’sieur. ¡Deje de contener la respiración ahora mismo!
—Moue… —El inspector se giró hacia él—. ¿Se le ha ocurrido pensar que a lo mejor está muerto?
—Oui, m’sieur, pero prefiero ver el lado positivo. Además, me acuerdo de un caso donde el asesino escapó fingiendo que estaba muerto. De todas maneras, en este caso el hombre está bastante muerto. Está claro que el asesino sabía que estaba aquí.
—¿Cuántas veces le he dicho que no haga extrapolaciones prematuras? Lo único que sabemos es que está muerto.
—Parece una suposición razonable… —asintió el sargento.
—Un buen detective no supone nada. Mire a Maigret, por ejemplo.
—¡Pero es un personaje de ficción, monsieur! ¡No es más real que… Poirot o Tintín!
—Eso es diferente, Moue. Ellos eran belgas. De todas maneras, no es muy probable que usted aprenda algo hablando con los muertos. Examine a la chica y tómele declaración, si puede.
Preferí no intervenir en su conversación, pero ya me había quedado más que claro que ninguno de los dos era lo que podríamos considerar «convencional»…
—¿Su nombre, por favor? —me preguntó el inspector.
—George Stobbart. Soy de California.
—¿Y qué le ha traído a París, m’sieur Stobbart?
—Vacaciones. Estoy recorriendo Europa.
—Ha elegido bien. Esta es la época en la que la ciudad está más bonita.
—Sí, supongo. Sin contar las explosiones de bombas.
—¿Estaba cerca del café en el momento de la explosión?
—Sí. Estaba sentado en la terraza. ¡Tengo suerte de estar vivo!
—¿Vio entrar al fallecido en el café?
—Sí, lo vi.
—¿Estaba solo?
—Sí.
—¿Y le dijo algo?
—No.
—¿Vio a alguien más en el café?
—Había un tipo disfrazado de payaso. Llevaba un acordeón.
—Bon. Ya me empiezo a formar una imagen general… Y no es una imagen agradable. Moue, ¿está la chica bien?
—Sobrevivirá. La chica confirma la declaración del estadounidense. Un payaso con un acordeón; sin duda, un disfraz elaborado y excéntrico.
—Muy bien. Ya he oído suficiente. —El inspector me miró—. Ha quedado claro que usted no sabe nada. Puede marcharse. Espero que este pequeño incidente no estropee el resto de sus vacaciones.
—¿Y qué hay de mi seguridad? —pregunté, preocupado—. ¿No me puede dar algún consejo?
—¿Qué le puedo decir? Manténgase alerta, y tenga cuidado con los personajes sospechosos…
—Y no cruce la calle hasta que el muñeco esté en verde —añadió Moue.
—¡Qué gran consejo! —respondí con sarcasmo.
—M’sieur —dijo el inspector en un tono tranquilizador—, sinceramente, no creo que esté en peligro. Si recordara algo importante, por favor, póngase en contacto conmigo. —Me dio una tarjeta—. Eso es todo. Puede irse.
Gracias a la tarjeta, al fin pude saber su nombre: Augustin Rosso. Caminé hasta la salida, dispuesto a olvidarme de ellos, pero no pude evitar escuchar su última y desconcertante conversación.
—No hay mucho de donde sacar, m’sieur —dijo el sargento Moue.
—En la superficie no —reconoció Rosso—, pero ¿qué se esconde en el subconsciente? Ojalá pudiéramos abrir la puerta…
—¿Lo dice en serio, m’sieur? Pensé que su interés por la detección psíquica no era más que un pasatiempo.
—¿«Un pasatiempo»? ¡Está a punto de presenciar un gran descubrimiento científico!
Preferí no escuchar más. No sé si mi cabeza hubiera podido soportarlo…
Capítulo 2 – París, 2ª parte
De nuevo en el exterior de la cafetería, me encontré con una mujer que estaba sacando fotografías de la escena.
—Disculpe, mam’selle. Me llamo George Stobbart.
—Oh, un estadounidense, por cómo suena.
—Correcto. De vacaciones en París.
—¿Estabas aquí cuando explotó la bomba?
—¡Justo delante del café!
—¿Te fijaste en un hombre de alrededor de sesenta años, con sombrero y gabardina?
Ni siquiera me había preguntado cómo me sentía…
—Sí —respondí—. Entró justo antes de que la bomba explotase. ¿Tenías algún tipo de… relación con él?
—Oh, no. Nada parecido. Soy Nicole Collard, de La Liberté.
—¿Qué es eso? ¿Una discoteca?
—Es un periódico.
—¿Eres periodista?
—Soy una reportera gráfica independiente.
—Entonces…, ¡tú podrías hacerme una entrevista sobre la bomba! —exclamé—. La versión de un testigo presencial. «Minutos después de la sacudida que conmovió todo París…». Ya sabes, tragedias de la vida real, ese tipo de cosas.
—Me ceñiré a los hechos, gracias. ¿Viste al que puso la bomba?
—Ya sé que parece una locura, pero ¡iba vestido de payaso!
—Oh, vaya… Es él otra vez…
—¿Has visto al payaso anteriormente?
—Es… una larga historia.
—Yo tengo mucho tiempo.
—Yo no —replicó de forma cortante
—¿Viniste para hablar con el anciano?
—Su nombre era Plantard. Yo no lo conocía, pero me llamó ayer por la noche. Dijo que tenía una historia que me interesaría. Me pidió que nos encontráramos en el café. Supongo que nunca sabré qué me quería contar…
—A no ser que tengas el don de Rosso para la interrogación psíquica —bromeé. Por su mirada, supe que iba por mal camino—. ¿Por qué no me cuentas algo sobre ese payaso?
—¿Por qué quieres involucrarte?
—¡Porque casi me mata! ¿No es razón suficiente?
—Supongo que sí. Apunta mi número de teléfono. Tú me ayudas con mi historia y yo te cuento lo que sé. Y ahora mismo vamos a dejar bien clara una cosa: esto son solo negocios.
—Trato hecho.
—Tengo que revelar estas fotos. A bientot, m’sieur.
—De acuerdo. Ya nos veremos.
Cuando Nicole se marchó, me fijé en que el escuálido sargento Moue había salido de la cafetería y estaba haciendo guardia junto al hueco que minutos antes había sido una puerta.
—Sargento, antes de la explosión vi al asesino meterse en el callejón que hay al otro lado de la calle.
—¿Lo siguió?
—No. Lo perdí de vista.
—Es un callejón sin salida. Si lo que dice es cierto, debió escapar por el subsuelo. Y ¿sabe cuántos kilómetros de alcantarillas hay debajo de esta gran ciudad?
—No es una pregunta que me haya hecho nunca… —reconocí.
—No tengo ninguna duda de que el inspecteur Rosso organizará una búsqueda adecuada.
—¿Cómo llegaron Rosso y usted al lugar de la explosión tan rápido?
—Las fuentes del inspector Rosso constituyen un misterio perpetuo para mí, m’sieur. ¡Hay gente que dice que ha hecho un pacto con el diablo!
—¿Y usted qué cree?
—Yo creo que él es el diablo.
Ante eso, no supe qué decir.
—¿Qué está haciendo Rosso con esa chica? —pregunté.
—Le está dando un repaso rápido, como decís los estadounidenses.
—¿Eh?
—Una vez que le mete el diente a un caso, nada puede lograr que lo suelte.
—¿Hablaba en serio sobre todo eso del detective psíquico?
—¡Por supuesto! El inspecteur Rosso es un pionero y un visionario. Sus técnicas revolucionarias, una vez perfeccionadas, pueden cambiar los métodos policiales para siempre.
Dado que Moue no se mostraba dispuesto a compartir más información, decidí investigar por mi cuenta. Para empezar, seguiría los pasos del payaso, rumbo al callejón. Allí encontré una entrada a la alcantarilla, pero estaba cerrada y resultaba imposible de abrir con las manos desnudas. Iba a necesitar una herramienta apropiada. Casualmente, cerca de la cafetería, justo en el lugar donde conocí a Rosso y Moue, había un obrero trabajando. En concreto, este se dedicaba a abrir un gran agujero el suelo. Tenía una gran caja de herramientas; seguro que dentro podía encontrar algo para abrir la tapa de alcantarilla. El problema, claro está, era que aquel obrero no me dejaría llevarme sus herramientas así porque sí. Bastaba con ver su expresión malhumorada para saber que no bastaría con pedírselo por favor.
—¡Oye, tú! —Llamé su atención.
—Pensé que te habían arrestado.
—Era un malentendido.
—Cuando sacó esa pistola… ¡Fiu! Pensé que era el final. Esas armas automáticas disparan en serio, ¿sabes?
—Se confundió —insistí—. Pensaba que era un terrorista.
—¿Tú? ¿Un terrorista? ¡Ja!
—Me imagino que solo estaba haciendo su trabajo. Oye, ¿qué hay en la caja de herramientas?
—¿A qué viene tanto interés por las herramientas?
—Son estupendas. Las herramientas son la seña de identidad de la civilización.
—¿Estás de broma?
—En serio —asentí—. Usar herramientas es lo que nos distingue de los animales.
—¿A quién estás llamando animal? —El hombre se ofendía con facilidad—. ¡He conocido a gente de tu clase antes! Mirándome desde arriba solo porque soy de la clase trabajadora… ¡Creo que debería arrancarte la cabeza de un puñetazo!
Decidí ignorar aquella amenaza e insistir.
—¿Tienes una herramienta para levantar tapas de alcantarilla?
—Da la casualidad de que sí.
—¡Estupendo! Déjamela. Solo será un rato.
—¡Non!
—Vaaa, venga…
—¡Non! Consigue una tuya.
—Déjame que te explique lo que voy a hacer con tu herramienta de levantar tapas de alcantarilla…
—Déjame que te explique lo que te voy a hacer con mi pico…
Creo que ya había agotado su paciencia. Era mejor cambiar de tema.
—¿Viste a un viejo con un maletín?
—Oui. ¡Viejo memo estúpido! ¿Sabes lo que me dijo? «El trabajo me fascina», va y me dice. «Podría mirar todo el día». ¡Le podía haber arrancado la cabeza!
—¿Reconociste al hombre?
—Non. ¿Debería? ¿Era alguien famoso?
—No, pero me imagino que ahora lo es. Se llamaba Plantard.
—¿«Se llamaba»? Entonces, ¿está muerto?
—Sí.
—Qué pena… Me arrepiento de haberle llamado lo que le llamé. ¡Ojalá pudiera dar marcha atrás al reloj! ¡Ojalá hubiera sido más tolerante!
El arrepentimiento y el remordimiento son emociones extrañas. Sacan a relucir lo peor de la gente.
Había conseguido que el obrero bajase la guardia. Tal vez, después de todo, pudiese ganarme su amistad. Lo único que necesitaba era un obsequio oportuno.
—Toma, puedes quedarte mi periódico para que te entretengas cuando hagas un descanso.
—¡No tengo tiempo para leer eso! ¿No ves que estoy ocupado?
—Puedes leerlo en la hora de la comida.
—Solo tengo diez minutos, y si mi jefe se saliera con la suya… no tendría ni eso. Me pondría un suero, y así no tendría que parar para comer.
—¡Venga! ¡Coge el periódico y deja de quejarte!
Para mi sorpresa, el obrero aceptó la sugerencia y cambió el pico por el papel.
—¡Puag! ¡Mira esto! ¡Malditos liberales! ¿Salvar a los delfines? ¡Cogerlos y comerlos, es lo que yo propongo! ¡Todo ese jaleo por unos peces! ¿Y esto de aquí abajo? ¡Ah! ¡Salah Eh Dinn corre en el Prix de l’Arc de Triomphe!
—¿Es una carrera de caballos? —pregunté.
—¿Un caballo? ¡Non! ¡Una leyenda! ¡Bucéfalo vuelto a nacer, mon ami! ¡Esa yegua es como un rayo! Anda, hazme un favor. Cuídame la obra unos minutos. ¡Voy a apostar dinero por esa yegua!
Estaba tan emocionado que no esperó a que respondiese. Si esperaba que me quedase allí, vigilando su agujero, lo llevaba claro. En cuanto se marchó, cogí la herramienta para levantar tapas de alcantarilla y me dirigí al callejón sin salida. Gracias a ella podría descender hasta el subsuelo.
Capítulo 3 – París: alcantarilla
Los túneles del sistema de alcantarillado me deparaban varias sorpresas. Nada más bajar encontré un objeto pequeño y redondo tirado en el suelo. Parecía una bola de plástico de color rojo brillante. Cuando la recogí, me di cuenta de que se trataba de una nariz de payaso. En el interior estaban impresas las palabras «La Risée du Monde, París».
Más adelante encontré un pañuelo de papel arrugado y húmedo. Estaba frío y grasiento. Asqueroso, sí, pero podía servirme de pista. A su lado, enganchado en una valla metálica, había un trozo de tela de colores vivos.
No podría llegar más lejos, puesto que el camino estaba cortado por una valla. Supuse que el payaso debía de haber utilizado una escalera de mano cercana, así que yo hice lo mismo. De este modo, llegué al patio interior de un edificio próximo a la cafetería.
—¡Quédate donde estás, rata de alcantarilla! —La voz de un hombre me sobresaltó—. ¡Sabía que volverías, y ahora te he pillado!
—¿De qué estás hablando?
—¡Sal de ahí inmediatamente!
—Eso es lo que estoy intentando hacer. —Todavía tenía medio cuerpo dentro de la maloliente alcantarilla—. Dame la mano, por favor.
—¡No me pillarás con trucos como ese! ¡Mantente a distancia, m’sieur!
Salí de la alcantarilla con movimientos pausados, para mostrar mis buenas intenciones. Se trataba de un hombre algo mayor. Por su uniforme, deduje que era el conserje.
—Necesito hacer una llamada urgente —dije.
—Aquí no hay teléfono. Quiero saber qué hacías en la alcantarilla.
—¿No oíste la explosión?
—¿En la alcantarilla? —No se mostraba preocupado—. Lo más probable es que sea una combinación mortal de gases combustibles y productos químicos.
—No, en el café. Definitivamente, una combinación mortal de música de acordeón y vileza.
—¡¿Qué?! ¡¿El café?! ¡¿Explotado?! ¡Mon Dieu! ¡Eso es terrible!
—El asesino iba disfrazado de payaso. Se escapó por la alcantarilla.
—Un hombre estuvo aquí antes que tú. ¿Crees que era el payaso?
—Puede ser.
—Eso todavía no explica qué hacías tú dentro de la alcantarilla. ¡Puede que estés aliado con él!
—Qué va, yo soy un simple turista.
—La mayoría de los turistas se conforman con la torre Eiffel, el Louvre o Pigalle… ¡Nunca me había dado cuenta de que mis tuberías de desagüe constituían una atracción turística!
Sus dudas eran razonables.
—Cuéntame algo del hombre que estuvo aquí —le pedí.
—¿Qué más hay que contar? ¡Era el típico criminal, igual que tú!
—¿Te dice algo el nombre de Plantard?
—No, nada. ¿Quién es?
—Murió en el café. ¡Voy a encontrar al responsable, aunque eso signifique que tenga que buscarlo en las alcantarillas de todas las ciudades de Europa!
—Necesitarás botas apropiadas. No llegarás muy lejos con ese estúpido calzado deportivo.
El hombre seguía sin confiar en mí…, así que decidí arriesgarme: le mostré la tarjeta que me había entregado Rosso, con el objetivo de hacerme pasar por él.
—¿«Inspector Augustin Rosso»? —leyó el conserje—. ¿«División de homicidios»? Entonces, ¿tú no eres un turista?
—Lo siento, quería mantener mi identidad en secreto.
—¡No te disculpes, m’sieur! —Su actitud cambió de golpe—. ¿Sabes? Tenía la impresión de que había en ti algo diferente. Es… tu postura. Tu pose. Oh, sí, no hay forma de confundir el porte de un hombre disciplinado. Debería haberlo sabido. Yo también estuve en el ejército, ¿sabes? ¡Cuando tenía tu edad estaba jugándome la vida en el desierto de África! ¿Cómo puedo ayudarle, inspecteur?
—Háblame del otro hombre.
—Oh, era un miserable, m’sieur. Me agarró del brazo con una llave y, de repente, puso su cara junto a la mía. ¡Pero no sabía contra quién se estaba enfrentando! ¡Cometió un grave error al meterse con una de las Hienas del Desierto!
—Sí, sí, me hago a la idea. ¿El tipo que viste llevaba un maletín?
—¡Pues sí que la llevaba! Abrazada entre sus brazos como si fuera un bebé.
—Pertenecía a su víctima —puntualicé.
—¿Qué crees que tenía dentro? ¿Drogas? ¿Joyas robadas?
—No lo sé, pero el asesino pensó que era más valioso que la vida de un hombre.
—Nada es más valioso que eso, m’sieur.
A continuación, le mostré el trozo de tela que encontré clavado en la valla de la alcantarilla.
—¿Has visto antes este tejido?
—Es igual que la chaqueta que encontré. Se le debió de caer a aquel hombre. Reconocería ese dibujo en cualquier sitio.
—¿Tienes aquí esa chaqueta?
—No, m’sieur. Una de las mangas estaba totalmente descosida, así que la he llevado a arreglar. Tenía el nombre del sastre dentro, en la etiqueta.
—¿Se la llevaste a ese sastre?
—Non. Se la di a una costurera itinerante rumana.
—Qué suerte la mía… —Suspiré—. ¿Había algo en los bolsillos?
—Ni un penique. ¿Sabes lo que creo? ¡Se quitó el traje de payaso y astutamente se disfrazó de persona normal!
—Me parece que estoy delante de un genio… ¿Qué nombre ponía en la etiqueta?
—Era un nombre extranjero… Todryk, creo.
—¿Te quedaste con la dirección?
—No había ninguna, m’sieur. Solo un número de teléfono.
—Vaya, supongo que es imposible acordarse de un número de teléfono que solo has visto una vez…
—74980859.
Me quedé petrificado.
—¿Estás bromeando?
—Lo memoricé gracias a un pequeño truco que aprendí en el desierto. Me enseñó la técnica un curandero tuareg.
—¡Es increíble!
—Viene bien para el cajero del supermercado. ¿Me van a dar una recompensa? —preguntó.
—La honestidad, m’sieur, tiene su propia recompensa.
—Entonces, me alegro de no tener que confiar en la honestidad para pagar las facturas.
—Me tengo que ir. Gracias por tu ayuda. Los ciudadanos de París dormirán un poco mejor esta noche.
—¿Vraiment? Solo estaba cumpliendo con mi deber, m’sieur. ¡Buena suerte, inspecteur! ¡Espero que caces pronto al asesino!
El hombre me acompañó hasta la puerta de salida.
Capítulo 4 – París: teléfono
Necesitaba contactar con ese tal Todryk, el sastre que confeccionó la camisa del hombre disfrazado de payaso. Podía utilizar el teléfono del obrero, ya que lo había dejado en la caseta de herramientas cuando se marchó para apostar en una carrera de caballos. Marqué el número que me dijo el conserje, con la esperanza de que su memoria fuese tan buena como aseguraba.
—¿Quién es? —contestó una voz de hombre.
—Hola. Me llamo George Stobbart. No me conoce.
—¿En qué puedo ayudarlo?
—Estoy intentando localizar a uno de sus clientes. ¿Podría pasarme por ahí para hablar con usted?
—No, eso no es posible.
Iba a ponerme las cosas difíciles.
—Vale, escuche, todo lo que necesito es un nombre.
—¿De qué está usted hablando? ¿Para quién trabaja usted?
—Estoy obrando por el interés de la verdad y de la justicia.
—Ah, gracias a Dios —respondió, aliviado—. Por un momento pensé que era policía.
—Señor Todryk, hay vidas inocentes en peligro. Vidas que usted puede salvar.
—¿Hace recolectas de beneficencia? ¿Es eso?
—No, no. Todo lo que necesito de usted es información. ¿Conoce a alguien llamado Plantard?
—No, nunca he oído hablar de él.
—¿Quiere que le diga lo que pasó a Plantard? —Sé que estaba jugando sucio, pero iba a tratar de apelar a sus emociones—. ¿Cómo fue asesinado a sangre fría?
—Ya se lo he dicho: nunca he oído hablar de Plantard.
—Me imagino que Plantard es un hombre muy familiar, ¿no cree? En su pequeño apartamento, Madame Plantard está haciendo la cena, deseosa de escuchar el sonido familiar de su marido abriendo la puerta. El pequeñín espera a que su papá vuelva de trabajar, impaciente por mostrarle las buenas notas que ha conseguido hoy en el colegio. Solo que, esta noche, Monsieur Plantad no va a volver a casa.
—Se olvidó del perro —me interrumpió.
—¿Eh?
—El fiel perrito, esperando oír la voz de su amo.
—Quizás no tengan un perro —repliqué—. ¿Usted qué cree?
—No conozco a Plantard. Nunca oí hablar de Plantard. ¡Nada de esto tiene que ver conmigo!
—¿Sabía que uno de sus clientes era a veces payaso?
—Si a alguien le hace feliz ponerse una nariz de broma y echarse natillas por el pantalón, ¿dónde está el problema?
—Gracias por nada, Todryk.
Colgué el teléfono, molesto por lo poco colaborativo que se mostraba aquel sastre tan antipático. Esperaba tener más suerte con la reportera. Marqué el teléfono que ella misma me había apuntado en un papel, y no tardó en contestar.
—Bonjour?
—Hola, soy George Stobbart, el americano de la cafetería.
—Ah, oui!
—Dijiste que te llamara si podía ayudar…
—¿Tienes alguna noticia para mí?
—¡Y que lo digas! Conocí a un testigo que me habló del payaso, y sé dónde compra el asesino los trajes.
—¿De verdad? Eh, estoy muy impresionada.
—Bueno, no fue fácil… —dije, tratando de sonar humilde.
—Mira, ¿por qué no te pasas por mi apartamento?
—Estupendo, ¿dónde vives?
—Rue Jarry, 361.
—Vale. Voy para allá.
Capítulo 5 – París: Rue Jarry
No tardé mucho en encontrar el portal donde vivía Nicole. Se hallaba entre dos tiendas: una con ropa carísima y otra cerrada. Intenté acceder al portal, pero la puerta no cedía. Ante la ausencia de portero automático, no tuve más remedio que preguntar a una mujer que vendía flores en un humilde puesto, al otro lado de la calle.
—¡Hola!
—Bonjour, m’sieur! ¿Quiere que le lea el futuro?
—Eh… No, gracias.
—Soy muy buena, no me llevará más de un minuto.
—No soy supersticioso. Además, si solo vas a tardar un minuto, no debo tener mucho futuro.
Pensé en comprar unas flores para Nicole, en un intento de empezar nuestra alianza con buen pie.
—Me llevaré un ramo de esas flores blancas.
—Yo que usted no lo haría. Son lirios, m’sieur. Algunas personas los asocian con la muerte.
—¡Ah! Gracias por decírmelo. ¿Qué otras flores tienes?
—¿Dalias?
—¿Significan algo?
—Inseguridad.
—Hmm… No quiero darle una impresión equivocada sobre mí. ¿Qué me dice de esas amarillas largas?
—Son iris, ¡la llama de la pasión!
—¿Y las pequeñas amarillas?
—Sensualidad.
—No me valen. Quiero impresionarla, aunque no quiero que se me tire al cuello…
—¿Quién es la afortunada?
—Se llama Nicole Collard. ¿La conoces?
—Sí, vive en el piso de arriba mío, en el bloque de apartamentos al otro lado de la calle.
—Intenté entrar, pero la puerta estaba cerrada.
—¡Se lo he dicho al casero millones de veces! Es por la humedad. El edificio entero es como una esponja. Empapa toda la humedad de Dios sabe dónde.
—¿Quieres decir que la puerta se atranca porque la madera se ha ensanchado?
—Correcto —asintió—. Hay una manera hábil de abrirla. No empuje bruscamente; dé un suave golpe por encima de la cerradura.
—Gracias por el consejo. ¿Cuánto tiempo lleva Mademoiselle Collard viviendo aquí?
—Unos meses. Se va a llevar una gran sorpresa cuando llegue el frío. Corriente que entra por las ventanas, calefacción insuficiente… Es una lucha intentar mantener el piso caliente. El único motivo por el que estoy ahí es porque el alquiler es barato. Su joven dama se merece algo mejor.
—Creía que era una fotógrafa famosa.
—No tan famosa como ella pretende, aunque se vista con ropas caras. —No lo dijo con desprecio, aunque quizá sí con cierto tono de burla—. La he escuchado llorar hasta quedarse dormida por las noches. Pero no le vaya a contar lo que le he dicho. Es muy orgullosa. Demasiado, si quiere saber mi opinión.
—He cambiado de idea. ¿Podrías predecir mi futuro?
Consideré que seguirle la corriente no haría ningún daño. La mujer se tomó unos segundos para pensar.
—Va a partir en un viaje muy largo.
—Vaya, qué sorpresa —respondí con ironía—. Dígame algo que no sepa.
—Diez francos, por favor, querido.
—¿Diez francos? ¡Es un robo! ¿Cómo funciona esto de predecir el futuro?
—Si lo supiera, no estaría vendiendo flores para sobrevivir.
—¿Nunca te has preguntado por qué has sido bendecida con este don?
—Pues… imagino que es un poco como la televisión vía satélite. Algunos hemos nacido con un receptor de parabólica incorporado.
—¿Realmente puedes predecir el futuro?
—¡Solo el tiempo lo dirá, m’sieur! Lo más raro es que yo no puedo ver mi propio futuro.
—Eso debe ser inquietante.
—Un poco. Imagino que es una especie de mecanismo natural de seguridad. O eso…, o es que no tengo futuro.
Me despedí de ella y volví a cruzar la calle.
Capítulo 6 – París: apartamento de Nico
El truco de la vendedora de flores funcionó; al fin pude abrir la puerta del portal de Nicole. La reportera me recibió en su apartamento.
—Bonjour! Me alegro de que haya podido venir, m’sieur…
—Por favor, llámame George.
—Vale. Yo soy Nicole. Siéntate, George. ¿Qué has estado haciendo?
—He estado explorando las alcantarillas cerca de la cafetería.
—Eso explica el olor…
—El payaso utilizó la alcantarilla para cambiarse de ropa y escapar. Perdió una chaqueta, y un conserje la encontró. He hablado por teléfono con su sastre. Y también sé dónde alquiló el disfraz de payaso.
—Has tenido más suerte que yo.
¿Cómo podía llamar a eso «suerte»? «Trabajo duro», más bien.
—¿Qué pasó al final con tus fotografías? —le pregunté.
—Se las llevé al editor, pero no estaba interesado. Me dijo que abandonara la historia.
—Pero tú no vas a hacer eso, ¿verdad?
—Oh, no. Voy a descubrir qué hay detrás de esos asesinatos. ¿Sabes qué es lo que creo? ¡Que es una conspiración! Los policías de tres países diferentes han estado muy callados sobre los asesinatos. La prensa no encuentra conexión. Echan la culpa a extremismos minoritarios militares, religiosos o políticos.
—Eso incluye a casi todo el mundo —concluí—. ¿Cómo consiguió Plantard tu nombre?
—Por el periódico, La Liberté. Yo había escrito un artículo conectando dos asesinatos sin resolver, uno en Italia, el otro en Japón. Los casos eran increíblemente parecidos: una víctima rica, un motivo desconocido y un asesino disfrazado. Plantard dijo que él me podía proporcionar más información. ¡De alguna manera el payaso debió de haberse enterado de nuestra cita!
—Cuéntame más acerca de las anteriores víctimas del payaso —le pedí.
—El primero fue Arno Bilotta, el barón farmacéutico millonario. Hizo dinero con anfetaminas, en el boom de las dietas y el adelgazamiento de la posguerra. Millones de amas de casa, literalmente espídicas por librarse de sus traseros…
—¿Lo mataron por su dinero?
—No. No tenía parientes vivos, y su fortuna fue a parar al orfanato donde había crecido. El único testigo del caso fue su ama de llaves filipina. Ella jura que fue conducido a su muerte por un muñeco de nieve.
—¿Y qué hay de la segunda víctima del payaso?
—Yamada, el controvertido político ecologista japonés. Heredó la fortuna del consorcio electroquímico de su padre. Estaba decidido a desmantelar la industria automovilística de Japón.
—No creo que ganara muchos apoyos con una política tan absurda como esa…
—Yamada era un hombre con visión de futuro. Iba muchos años por delante de su tiempo.
—Si tú lo dices… ¿Cómo murió?
—A manos de un pingüino emperador gigante —aseguró Nicole.
—Un muñeco de nieve, un pingüino, y ahora un payaso… La verdad, odio admitirlo, pero esto da miedo. No pienso aceptar ninguna invitación para fiestas de disfraces.
—No te culpo por tener miedo. Yo también tengo. Pero esta historia puede ser mi única oportunidad de dar un gran salto como reportera.
—O de morir prematuramente —puntualicé—. Oye, hablas muy bien inglés para ser una chica francesa.
—Gracias. Tú hablas muy bien inglés para ser estadounidense.
Ja, ja. Muy graciosa.
—Rosso ni pestañeó cuando le conté lo del payaso —dije—. Es como si ya lo supiera.
—Es típico de un sangre fría como Rosso. He visto hamburguesas de queso con más nervio.
—Mira. —Le mostré el trozo de tela—. El asesino se enganchó con una valla, y este trozo se desprendió.
—Ese color… ¡Ah! ¡Tienes que ver esto!
Nicole buscó entre sus fotografías y me entregó una en la que se veía a un hombre con pantalones de cuadros muy llamativos.
—Es igual que el trozo de tela —observé, sorprendido.
—Exacto. Su chaqueta debía de tener el mismo patrón. No debería de ser difícil encontrar a este tipo. Échale un vistazo a su mejilla izquierda.
—Hmm… Una cicatriz en forma de herradura.
—O de media luna.
¿Era aquel hombre el asesino que buscábamos? Las pistas parecían claras… Pero localizarlo no sería tan sencillo.
—¿Cómo te metiste en el mundo de la fotografía? —le pregunté.
—Supongo que se lo debo a mi padre. Me compró mi primera cámara. Yo tenía ocho años, y mis padres se acababan de separar.
—¿Vivías con tu padre?
—Sí. Mi madre se fue con su nuevo novio. No me importó. Mi padre era todo lo que necesitaba. Cuatro años después, murió en un accidente de avión.
—Oh, lo siento.
—No pasa nada. Me gusta hablar de él. Era más como un hermano mayor, realmente. Siempre bromeando y riendo… Papá siempre quiso que yo estudiara Bellas Artes. Por eso fui a la universidad.
—¿Estudiaste fotografía en la universidad?
—No, no podía costearme el material. Nos cobraban todo lo que usábamos: pintura, lienzos, papel… La mayor parte del año acabé haciendo minimalismo; era más barato.
De pronto, recordé algo que se me había pasado por alto: el texto escrito dentro de la nariz de payaso.
—Mira esto. Pone: «La Risée du Monde, París».
—Es una tienda de disfraces, cerca de la estación Saint-Lazare.
—Iré a echar un vistazo. Quizá el dueño recuerde quién alquiló el disfraz de payaso.
—¿Por qué no te la pones, George?
—¿Qué? No me voy a poner eso de ninguna manera. Tendría un aspecto ridículo. Además, puede que el asesino estuviera acatarrado…
Me despedí de Nicole y puse rumbo a La Risée du Monde.
Enlaces:
– Parte 1: capítulos 1-6
– Parte 2: capítulos 7-18
– Parte 3: capítulos 19-30
– Parte 4: capítulos 31-42
Saga completa:
– Broken Sword: La sombra de los templarios
– Broken Sword II: El espejo humeante
¡Genial! Te has puesto con la de Broken Sword. He echado de menos la referencia a «Un médico precoz», aunque ha sido un buen reemplazo. Por cierto, ¿eso fue cosa de la traducción?
A ver que tal queda. ¡Un saludo!
No pillé esa referencia. ¿Me la puedes explicar?
@Chris H. Cuando le pregunta si es médico, y George responde:
– Aprendí con Doogie Howser.
– No le conozco.
– Tan solo es una de las mentes médicas más brillantes del planeta.
O algo así xD
La verdad es que tiene un montón de referencias a la televisión. Especialmente, aunque no sea el caso, a series y programas de Reino Unido (por motivos obvios). La mayoría tuve que buscarlos en Google para entenderlos. Este lo pasé por alto del todo.