Guía argumental de Broken Sword II – Parte 1
Guía argumental de Broken Sword II – Parte 1
Fecha de publicación: 27 de junio de 2018
Autor: Chris H.
Etiquetas: Broken Sword
Fecha de publicación: 27 de junio de 2018
Autor: Chris H.
Etiquetas: Broken Sword
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Capítulo 1 – París: casa del profesor Oubier

  Una urgencia familiar me obligó a volver a casa, en Oakland, California, poco después de toda aquella historia con los templarios. Pasé medio año sin ver a Nicole; un tiempo durante el que nuestra relación se enfrió. Bueno, lo cierto es que se congeló por completo. Esperaba celebrar nuestro reencuentro tras seis meses alejados, pero ella tenía otros planes: una entrevista con un arqueólogo. Algo relacionado con una piedra maya que encontró mientras investigaba una trama criminal.
  Nico me invitó a acompañarla a casa del profesor Oubier, el ya mencionado arqueólogo. Desde fuera, su vivienda me pareció de lo más misteriosa. Aunque, para misterio, el que estábamos a punto de encontrar dentro…
  Tal vez esté pecando de prejuicioso, pero el tipo que abrió la puerta no tenía aspecto de arqueólogo. Era alto, fuerte, de rasgos centroamericanos. Nos invitó amablemente a pasar, por lo que intuí que se trataba de un empleado doméstico. Grave error. El muy desgraciado me golpeó la cabeza a traición. Antes de perder el conocimiento, pude observar cómo su compinche, un hombre de pequeña estatura, disparaba un dardo tranquilizante, con una cerbatana, a Nicole.
  Lo siguiente que recuerdo es estar atado a una silla, dentro de una habitación cerrada, con la puerta en llamas. ¿Podía empeorar mi situación? Pues sí, porque también habían soltado una enorme araña, que se aproximaba lentamente hacia mí, con no muy buenas intenciones. Solo había tres cosas que no me gustaban de las arañas: la pinta que tenían, cómo se movían y el hecho de que vivieran en el mismo planeta que yo. Estaba convencido de que no era nativa de Europa, igual que los dos tipos que nos atacaron.
  Miré la estantería llena de libros que tenía a mi espalda, con la vaga esperanza de encontrar una copia de Qué hacer con una araña venenosa mientras estás atado a una silla. No hubo suerte, aunque me di cuenta de que una de las patas de la estantería había sido reemplazada por un bloque de madera suelto. Aprovechando que la silla a la que me habían atado tenía ruedas, me aproximé a la estantería y pateé el bloque de madera. El mueble cayó sobre la araña. A lo mejor había sido un poco bruto, pero era cuestión de supervivencia.
  En el hueco donde instantes atrás estaba la estantería, había un pequeño soporte de metal, que pude utilizar para cortar la cuerda de mis muñecas. Ya solo restaba hallar la manera de atravesar la puerta en llamas. Los barrotes de las ventanas me impedían escapar, por lo que iba a tener que encontrar una forma ingeniosa de apagar el fuego.
  Lo primero que llamó mi atención fue el dardo que utilizaron para dormir a Nico. Estaba tirado en el suelo. Era muy afilado, con una cola de plumas amarillas y verdes. Me lo guardé con cuidado de no pincharme. A su lado estaba el bolso de Nico, en el que encontré tres objetos: un pintalabios, una nota manuscrita y, lo más sorprendente, unas bragas de nailon con un corazón bordado en la parte delantera. ¡Cómo habían cambiado los gustos de Nico mientras yo estuve fuera!
  Supongo que no era asunto mío leer la nota, pero pensé que, a lo mejor, me daría una pista sobre el caso en el que estaba metida Nico. En realidad, la nota estaba firmada por André Lobineau, el historiador que Nico había conocido en la facultad. La carta era una sarta de pamplinas sentimentales, y descubría que la «lencería exótica», como él la llamaba, era un regalo suyo. Lobineau se veía a sí mismo como un rival por el amor de Nico, pero yo no creía que ese desgraciado tuviese oportunidad alguna. En la carta, además, indicaba su número de teléfono.
  Sobre el escritorio encontré una fotografía de un hombre y una mujer. Supuse que serían Oubier y su esposa. También había una botella de tequila. Por lo general, no bebía licores fuertes, pero no estaba siendo para nada un día normal… Tan pronto como el líquido entró en mi boca, lo escupí. Quemaba como demonios y estaba asqueroso. Por si fuera poco, estuve a punto de tragarme un gusano que había dentro. Gusano que, por supuesto, me guardé en el bolsillo.
  En un cajón del escritorio encontré una vasija pequeña decorada. La examiné con detenimiento y descubrí que contenía una llave. De poco me iba a servir, estando la puerta en llamas, pero igualmente recogí ambos objetos para que el gusano tuviese algo de compañía.
  Solo me faltaba por registrar la cómoda. Fue toda una alegría descubrir que sobre ella había un sifón… vacío. Las puertas de la cómoda estaban cerradas, y la llave de la vasija no servía, por lo que me vi obligado a forzar la cerradura con el dardo. En el fondo, soy un manitas. Dentro de la cómoda encontré un recambio para el sifón, con el que pude apagar el fuego antes de que se propagase por la habitación.
  Abrí la puerta de una patada, para no quemarme la mano con el pomo, y corrí hacia la salida de la mansión. Antes de abandonar el edificio, me fijé en la mesita que se hallaba a su lado. Sobre ella había un trozo de periódico doblado por la mitad. En él se mencionaba un eclipse de Sol próximo, pero que, por desgracia, no sería visible desde Europa. El mejor sitio para contemplarlo era México. Dentro del recorte había envuelto otro trocito de papel, que resultó ser un informe bancario de la cuenta de Oubier. Los últimos movimientos eran extracciones de grandes cantidades, todas hechas desde Marsella.
  Encima de la mesita también había un teléfono. Supuse que sería buena idea llamar a Lobineau. Por muy mal que me cayese, podía ser mi única esperanza de encontrar a Nico.
  —Hola, André. Soy George Stobbart, el novio de Nico.
  —Querrás decir «el exnovio de Nico».
  —Mira, no te he llamado para buscar pelea. Necesito hablar contigo sobre Nico.
  —¿No puedes aceptar que ya no le interesas?
  —André, escucha, tenemos que hablar. La vida de Nico depende de ello.
  —Vale… ¿Te acuerdas de la cafetería de Montfauçon?
  —Claro.
  Lobineau finalizó la llamada sin ni siquiera despedirse. Más le valía a ese desgraciado aparecer…
  Intenté salir de la mansión, pero descubrí que la puerta principal estaba cerrada. Esta era demasiado pesada como para echarla abajo a patadas, así que iba a tener que buscar la llave. Por suerte, ya la tenía conmigo. Era la llave que encontré dentro de la vasija. ¡Al fin libre!

Capítulo 2 – París: cafetería de Montfauçon

  Cuando llegué a la cafetería, no había señales de Lobineau. Decidí pedir un café y esperar.
  —¡Eh, garçon!
  El camarero me ignoró. Estoy seguro de que lo hizo a propósito. En ese momento, me fijé en el hombre que ocupaba la mesa contigua.
  —Perdone —le dije—, ¿no le conozco?
  —¿Eh?
  Fue entonces cuando me acordé.
  —Usted estaba aquí el día que encontré las catacumbas.
  —¿Yo? Ah, sí, ya me acuerdo de usted.
  —¿Todavía sigue en la policía?
  —No, ya no. Ahora soy un hombre ocioso. ¿Qué le trae de vuelta a París?
  —Mi novia.
  —¡Ah! Quién pudiera ser joven y estar enamorado…
  —¿Por qué dejó la policía?
  —Me obligaron a retirarme. Fui el chivo expiatorio para cubrir las ineficacias del departamento.
  No quise ahondar más en el tema. Sospechaba que mis aventuras por las alcantarillas y catacumbas pudieran estar directamente relacionadas con su despido…
  —¿Ha oído hablar del profesor Oubier?
  —No, m’sieur. No me suena el nombre.
  —Por lo visto, es un experto en historia maya.
  —Me pilla un poco fuera de mi campo, m’sieur. Si hubiese sido un asesino en serie o un sodomita, a lo mejor hubiese podido ayudar.
  El camarero rellenó la copa de vino del exgendarme, que este aderezó con su propia petaca. Después de insistir, conseguí que el camarero me hiciese caso y me sirviese una taza de café, momento que aproveché para interrogarlo.
  —¿Conoce a un hombre que se llama André Lobineau?
  —Sí, lo conozco. ¿Qué pasa?
  —He quedado con él aquí. ¿Se ha marchado ya?
  —No. Hoy no lo he visto.
  Iba a tener que seguir esperando.
  —¿Ha oído hablar del profesor Oubier?
  —Sí —asintió el camarero—. Se casó con esa actriz, la «Perrita Salchicha». Solían venir aquí, el profesor chiflado y la estrella de cine.
  —Si la mujer de Oubier era una estrella, ¿cómo es que nunca he oído hablar de ella?
  —Era famosa en Francia —replicó, algo molesto—. ¡El mundo no termina en Hollywood! Su nombre de artista era Carol Kleimachs. Murió en circunstancias sospechosas.
  —¿Cómo murió?
  —He oído que él le disparó.
  —¿Y se libró?
  —Tenía un buen abogado y una coartada de hierro.
  —¿Por qué una figura pública eminente como Oubier arriesgaría todo por un asesinato?
  —Tampoco sería el primero. Además, la gente como él siempre se libra de todo.
  Decidí cambiar de tema.
  —¿Qué es lo que se está echando ese tipo de al lado en su copa de vino?
  —Absenta.
  —Pensaba que era muy peligrosa, y que en Francia era ilegal.
  —Y lo es. —El camarero se encogió de hombros—. A mí no me mire, yo no se la he vendido.
  Como tenía que seguir matando el tiempo de alguna manera, le mostré el dardo que encontré en casa de Oubier.
  —Mire esto. Es un dardo envenenado.
  —Ya, ya, claro —respondió con ironía.
  —¡Es de verdad! ¡Dejó a mi novia inconsciente en segundos!
  —Qué romántico. Parece que tienen una relación muy especial.
  André Lobineau apareció al fin, por lo que di mi conversación con el camarero por terminada.
  —¡Bueno, bueno! —exclamó André—. Esta sí que es una sorpresa, Georgie.
  No me hizo gracia que me llamase así, pero preferí obviarlo.
  —Normalmente no te llamaría, pero Nico tiene un problema muy grave. Tienes que ayudarme a encontrarla.
  —¡¿Qué?! ¿En qué lío la has metido ahora?
  —¡Fuiste tú quien le recomendó al profesor Oubier como experto en arte maya! ¡Y ahora su mayordomo la ha secuestrado!
  —Cada vez que se junta contigo, hay problemas. Irte es lo mejor que hiciste.
  —Mi padre se estaba muriendo —me defendí—. No tuve elección.
  —Pues sí que se recuperó pronto, en cuanto volvisteis a su lado…
  Decidí ignorar sus acusaciones. Lo único que me importaba era rescatar a Nicole.
  —André, tenemos que trabajar juntos. Nico necesitaba hablar con Oubier sobre una piedra…
  —¿Esta? —me interrumpió, mostrándome una piedra negra rectangular con una cabeza de coyote grabada.
  —¿Así que tiene viene por esta cosa?
  —Exacto. Nico me pidió que la guardase con mi vida.
  —Seguro que la piedra vale mucho más que eso —bromeé.
  —Muy gracioso.
  —Lo que es gracioso es que tu vida esté en juego, André.
  —¿De qué estás hablando?
  —La piedra es un artefacto maya, bobo. El tipo que secuestró a Nico era de Centroamérica. ¡Estaban buscando la piedra!
  —¡¿Quieres decir que yo también puedo estar en peligro?!
  —Tranquilízate. ¿Por qué no le llevó Nico la piedra a Oubier?
  —No lo sé. A lo mejor ella sospechaba que pudiera pasar algo como esto.
  —¿Qué crees que significan los grabados de la piedra?
  —Ni idea. No se la he enseñado a nadie.
  —Dámela a mí.
  —No quiero tener tu muerte sobre mi conciencia, Georgie.
  —¿Sabes, al menos, dónde consiguió Nico la piedra?
  —No estoy seguro de que deba decírtelo… Tenía algo que ver con contrabando.
  —André, cuéntame algo sobre tu amigo Oubier.
  —Es más un conocido profesional que un amigo.
  —Vamos, que no lo conoces de nada —concluí.
  —No, la verdad es que no.
  —¿Qué me puedes decir de esta vasija? La encontré en casa de Oubier. —Dije «encontré», porque «robar» es un verbo muy feo.
  —Hmm… —André la examinó de cerca—. Yo diría que es sud o centroamericana. Tengo un amigo que te podría decir algo más. Es el dueño de la Galería Glease.
  —Iré a preguntar. Hasta luego, André.
  —Adiós, Georgie.
  Lobineau se marchó de la cafetería, y yo me dispuse a hacer lo mismo. Pero, antes, dirigí mi atención por última vez al gendarme, preocupado por su expresión triste. Tal vez no pudiese hacer nada por curar su borrachera, pero sí por evitar que empeorase. Le quité la petaca mientras no miraba y me marché a toda prisa, antes de que se diese cuenta. ¿Verdad que soy buena persona?

Capítulo 3 – Almacén desconocido (Nico)

  (Nota del autor: Los capítulos que tengan «(Nico)» después del título están narrados por ella. Todos los demás, en los que no se indica nada, pertenecen a George.)

  Mis secuestradores me habían llevado lejos de París, después de dormirme con un dardo tranquilizante en la casa del profesor Oubier. Esperaba que George estuviese a salvo, aunque antes tenía algo más urgente de lo que preocuparme: mi propia salud. El hombre centroamericano que me secuestró trabajaba para alguien a quien yo conocía bien. Era la misma persona a la que había estado investigando en los últimos meses, y que ahora me tenía atada a una silla mientras me interrogaba. Se trataba de Karzac, un conocido contrabandista.
  —Ya he tenido suficiente con tus juegos, Collard —me recriminó—. ¡Dime qué has hecho con mi piedra!
  —Karzac, pensaba que tú solo te dedicabas al contrabando de cocaína. ¿Por qué estás tan interesado en esa piedra?
  Intenté dar la vuelta al interrogatorio, pero no funcionó.
  —¡O me dices lo que quiero saber, o Pablo te hará hablar por las malas!
  Pablo era el hombre que dejó inconsciente a George y me secuestró. Era mejor no cabrear a ninguno de los dos.
  —Vale, vale —dije, tratando de ganar tiempo—. Imaginé que alguien de la universidad me podría ayudar, así que hablé con una de mis amigas, y me contó que su novio era profesor. Mandé la piedra al departamento de etnología, suponiendo que era sudamericana, así que…
  En sus ojos pude ver que no se estaba creyendo ni una palabra. Mi mentira no había dado resultado.
  —¡Ya basta! ¡No tengo tiempo de escuchar tus balbuceos sin sentido! —Karzac me tapó la boca con esparadrapo—. Vamos a dejar que te lo pienses. Vendré por la mañana, cuando estés lista para hablar.

Capítulo 4 – París: Galería Glease

  La Galería Glease tenía estilo y clase, pero muy pocos clientes. Además de dos chicas japonesas que no dejaban de cuchichear y reír, había otros dos hombres. Me acerqué al primero, un tipo con forma de pera y papada digna de premio, que bebía de una copa.
  —¿Es usted el señor Glease, el dueño?
  —¡Por Dios, no!
  —Entonces, me imagino que Glease debe de ser ese de ahí, ¿no? —Señalé al otro hombre.
  —Tus poderes de razonamiento deductivo me asombran.
  —¿Ha oído hablar del profesor Oubier?
  —Por supuesto.
  —Acabo de venir de su casa.
  —Si vas a presumir de nombres —respondió, nada impresionado—, por lo menos podrías presumir de alguno que mereciera la pena.
  —Creía que Oubier era un hombre respetado.
  Su risa me hizo sospechar que me equivocaba.
  —Su último libro no era más que una perorata pseudointelectual. Las divagaciones dementes del drogadicto que ha sido.
  Era evidente que aquel tipo no se sentía cómodo hablando de Oubier, así que cambié de tema.
  —¿Qué es lo que está bebiendo?
  —No estoy seguro, pero tengo la sospecha de que puede ser orina. ¡Glease no puede esperar una crítica favorable de su galería cuando sirve esta porquería!
  Ese hombre no dejaba títere con cabeza. Le mostré mi vasija, confiando en recibir una crítica experta y no tan irónica.
  —¿Puede darme su opinión?
  —Hm… —La sostuvo en alto, frente a su cara—. Sí, muy rapouche.
  —¿«Rapouche»? —Nunca había oído ese concepto.
  —Espantosa.
  El hombre dejó caer la vasija, que se hizo añicos contra el suelo.
  —¿Qué narices se cree que está haciendo? ¡Me ha roto la vasija!
  —Por supuesto. —No parecía arrepentido—. No solo no tenía valor, sino que era fea y ofensiva. Créeme, te he hecho un favor.
  —¿Cuál es la diferencia entre mi vasija y las demás de la exposición?
  —Que la tuya está rota.
  No quería seguir gastando mi aliento hablando con ese gordo pomposo. Ya pensaría en una forma de vengarme de él. Mientras tanto, me dirigí al otro hombre, el señor Glease, quien observaba la escena con indiferencia.
  —Me gustaría hacerle unas preguntas, si no es molestia.
  —Por supuesto, señor. Con mucho gusto.
  —¿Es inglés? —Lo supuse por su acento.
  —Hoy en día, uno prefiere considerarse europeo.
  —Claro, lo que usted diga…
  —¿Qué puedo hacer por usted?
  —¿Ha oído hablar del profesor Oubier?
  —Claro. Su nombre es sinónimo de arte maya. Varios de estos objetos los ha proporcionado Oubier mismo.
  —¿Usted cree que son ciertos los rumores de que Oubier mató a su mujer?
  —Si lo fueran, ¿quién puede culparlo? Era una vagabunda oportunista. Bueno, eso es lo que he oído.
  —¿Ha visto alguna de sus películas?
  —Solo una. Salí horrorizado, escandalizado y asqueado.
  —Bueno, entonces mereció la pena pagar la entrada. La última vez que fui al cine, no sentí absolutamente nada. —Era hora de cambiar de tema—. ¿Vienen muchos indios centroamericanos por aquí?
  —No, señor, esto es París. América Central queda a unos cuantos miles de kilómetros al sudoeste de aquí. Derecho hasta cruzar el Océano Atlántico, y luego gire a la izquierda. No tiene pérdida.
  —Lo que realmente le quería preguntar era sobre una piedra negra. Un artefacto maya, más o menos del tamaño de mi mano.
  —Uno no tiene mucha demanda de «piedras negras»… Si lo que le interesan son artefactos mayas, tengo unas vasijas exquisitas.
  —Yo también tenía una, hasta que ese patán me la rompió —protesté—. Supongo que tendrá licencia de importación para estas antigüedades, ¿no?
  —Por supuesto, aunque yo no me ocupo de eso. El profesor se encarga de todo el transporte por mar. Nosotros solamente recogemos la mercancía de los muelles.
  Ahí tenía una posible pista. Tal vez, si encontraba los muelles que utilizaba Oubier para el comercio de arte centroamericano, pudiese hallar a Nico. Eso, claro, suponiendo que los secuestradores trabajasen para el profesor.
  —¿Me podría decir qué muelles utiliza Oubier para importar los artefactos? —pregunté.
  —No me es posible revelar mis secretos comerciales.
  Si Glease no estaba dispuesto a facilitarme aquella información, tendría que conseguirla por mi cuenta. Pero ¿cómo podría investigar, cuando el dueño de la galería no me quitaba la vista de encima?
  Fue entonces cuando se me ocurrió una idea. Una idea doble. Una venganza por un bien mayor. Regresé con el hombre con forma de pera y le mostré la petaca de absenta.
  —¿Me permite que lo invite a un trago?
  Vertí un poco de líquido en la copa
  —Sin duda, mejora el vino de Glease —reconoció tras probarlo.
  Volví a llenarle la copa, aunque esta vez con una dosis más generosa y pura, sin mezclarla con el vino. Le subió tan rápido a la cabeza que se tambaleó y cayó sobre una de las vitrinas, llenando el suelo de cristales rotos y vasijas destrozadas. Glease acudió a toda prisa, preocupado (por la vitrina, no por el desmayado), momento que aproveché para colarme en la parte trasera de la galería. Allí pude ver una etiqueta, pegada al lateral de una caja de embalaje, que pertenecía a la empresa Kondor Trans Global. La etiqueta estaba cortada, pero se podía leer «Destino: Parí» y «De: Mars». No necesitaba ver el resto de la etiqueta para deducir lo que quería decir. «Parí» era «París», de eso no cabía duda. Por otra parte, «Mars» podía ser «Marsella». El extracto bancario de Oubier indicaba que había realizado grandes transacciones de dinero desde Marsella. Todo encajaba. Seguramente, Kondor Trans Global era la empresa utilizada por Oubier para sus negocios.
  Tomé el primer tren con destino a Marsella.

Capítulo 5 – Marsella: muelles

  El rastro de los negocios de Oubier, mediante la empresa Kondor Trans Global, me condujo a los muelles de Marsella. Acceder no sería tan fácil como esperaba, puesto que una valla me cortaba el paso. A decir verdad, no era demasiado alta como para no poder escalarla, pero, tan pronto como lo intenté, un perro salió de la nada y comenzó a ladrarme con ansia de sangre. Eso alertó al vigilante, quien se encontraba dentro de un cobertizo situado justo al lado de la valla.
  —¿Qué está pasando? —me preguntó.
  —No lo sé. El perro se ha puesto como loco sin ninguna razón aparente.
  —Está entrenado para eso. La idea es disuadir a cualquier intruso.
  —Ah, vale, lo siento.
  —No pasa nada. Pero no olvides que es un perro de ataque entrenado. Un asesino.
  Si quería meterme miedo, lo había conseguido. El vigilante regresó al interior del cobertizo, cuya puerta se hallaba al otro lado de la valla. Yo seguía empeñado en acceder a los muelles, así que, en ausencia de una idea mejor, decidí hablar con aquel tipo un poco más. Golpeé suavemente la ventanilla del cobertizo con los nudillos para llamar su atención.
  —Hola de nuevo —dije.
  —¿Sabes qué hora es?
  —No, no llevo reloj. Como solía decir mi padre: no me interesa el tiempo.
  —Pues son más de las cuatro.
  —¿Y a qué hora abres las verjas?
  —A las siete.
  Bueno, solo tenía que esperar tres horas.
  —¿Te importa si me quedo por aquí hasta que abras? —pregunté.
  —Haz lo que quieras, pero vas a tener que esperar bastante. Es domingo, y mañana empiezan las vacaciones nacionales. Todo está cerrado durante un mes.
  Vaya casualidad…
  —¿Ese perro es tuyo?
  —No, qué va. Viene con el trabajo. Yo solo lo alimento de vez en cuando.
  —Muy de vez en cuando, diría yo —puntualicé—. ¿Cómo se llama?
  —Veinte.
  —Un poco raro para un perro.
  —Es su número de registro: «perro de seguridad número veinte».
  —¿Tiene Veinte la rabia?
  —No, solo tiene mala leche. Como ya te he dicho, es un perro de ataque entrenado. Lo cogieron cuando era un cachorro y le hicieron cosas en la cabeza hasta que lo convirtieron en lo que es ahora.
  Preferí no seguir hablando del perro. Tenía cosas más importantes que preguntarle.
  —¿Has oído hablar de Kondor Trans Global?
  —Claro. Tienen un almacén aquí.
  —¿Puedo echar un vistazo?
  —No hasta después de las vacaciones. Vuelve en un mes.
  —Tengo que hacer una entrega.
  —¿Dónde está la mercancía?
  —En mi camión, más o menos a un kilómetro por carretera. —Fue lo primero que se me ocurrió.
  —¿Y has andado hasta aquí? ¿Qué locura es esa?
  —No es tan difícil. Solamente hay que poner un pie delante de otro. ¿Me vas a dejar que haga mi entrega?
  —No sin antes hacer el papeleo.
  Era evidente que no llegaría a ninguna parte con esta mentira. Tenía que seguir pensando. Observé el interior del cobertizo, en busca de algo que pudiese usar. Encontré una caja de galletas para perros, pero no las alcanzaba desde la ventana. Además, el vigilante me vería hacerlo. Aparte de eso, lo único que captó mi atención fue una estufa encendida, con un cazo encima.
  —¿Qué estás cocinando?
  —Judías. ¿Sabes? Un hombre puede vivir comiendo nada más que judías.
  —No este que ves aquí. ¿No te cansas nunca de comer judías?
  —Pues claro que sí. También como guisantes, pero no puedo comerlos muy a menudo. Me sientan fatal al estómago.
  —¿Has considerado alguna vez cambiar la dieta?
  —¿Qué hay de malo en judías y cerveza?
  —¿Necesitas que yo te lo diga? Estás expulsando metano suficiente como para llenar un dirigible.
  Al hombre no parecía importarle mucho. Y, siendo sinceros, a mí menos. Ya me había cansado de hablar con él.
  Cerca de allí había unos escalones que descendían hasta una plataforma situada casi al nivel del agua, y que pasaba justo por debajo del cobertizo. Desde allí también se podía acceder al cobertizo, gracias a una trampilla que debía de hacer las funciones de salida de emergencia. Además, también observé una tabla de madera que sobresalía desde el lugar donde se hallaba el perro, Veinte, quien me miraba con desconfianza. Podría haber intentado saltar hasta esa tabla de un salto, pero dudo mucho que el perro me lo hubiese permitido.
  Volvamos con la trampilla. Estaba abierta, pero, como es obvio, no podía usarla mientras el vigilante estuviese dentro. Tenía que encontrar el modo de hacerle salir. Busqué entre la basura acumulada en el agua, que no era poca, y saqué dos objetos que podían serme útiles: un gancho para barcas y un botellín medio lleno.
  Subí de nuevo a la zona superior y examiné la fachada del cobertizo. Había una pequeña chimenea que no dejaba de echar humo. Retiré el cono superior, que protegía la tubería del agua de lluvia, y vertí dentro el contenido del botellín. En apenas unos segundos, el cobertizo se llenó de humo. Tan pronto como escuché la puerta abrirse, bajé a la plataforma inferior y accedí al cobertizo mediante la trampilla. El humo era cada vez más denso, así que me apresuré a coger la caja de galletas de perro y, de paso, un trozo de carbón. Alguien me dijo una vez que daba suerte… ¿Quién era yo para discutir supersticiones irracionales?
  Esperé a que el humo se desvaneciese y el vigilante regresase al interior del cobertizo antes de seguir adelante con mi plan. Lancé una galleta al tablón de madera para conseguir que Veinte subiese a él. Mientras devoraba la galleta, utilicé el gancho de barcas para retirar el tablón, lo que provocó que el dulce perrito cayese al agua. Sentí una punzada de remordimiento, pero se me pasó rápido.
  Con el vigilante concentrado en sus judías y Veinte chapoteando en el agua, nadie me impediría saltar la valla de los muelles.

Capítulo 6 – Marsella: almacenes

  Recorrí los almacenes del puerto hasta encontrar el logo de Kondor Trans Global. La puerta estaba cerrada, como era previsible. Llamé, pero nadie respondió. Una vez más, tendría que encontrar un modo alternativo de acceder. Junto a la puerta había una escalera de mano que subía hasta las ventanas del segundo nivel. Por suerte, una de ellas sí estaba abierta.
  Al asomarme por la ventana, descubrí que iba por el buen camino. Sentado en una silla, leyendo unos papeles desperdigados sobre un escritorio, se hallaba el hombre que me dejó inconsciente en la casa del profesor Oubier. Cerca de él, semioculto entre unas cajas apiladas, estaba su compinche, quien durmió a Nico con ayuda de una cerbatana y un dardo somnífero, ahora en mi poder.
  El ventilador de pared que había junto a la ventana hacía mucho ruido, de ahí que no se hubiesen enterado cuando llamé a la puerta. Metí el gancho de barcas entre las hélices del ventilador para obligarlas a detenerse. Y, de paso…, bueno, me cargué el aparato.
  El matón se giró hacia su compañero, creyendo que el ruido lo había hecho él.
  —Oye, tú. Si vuelves a molestar, te parto los brazos. Karzac ya está enfadado porque no conseguimos la piedra. Si me das algún problema más, le diré que fue culpa tuya.
  Supuse que ese tal Karzac era su jefe. Ya tendría tiempo de preocuparme por él. Por ahora, lo único que me importaba era quitarme de encima al grandullón para explorar el almacén tranquilo.
  En el exterior, también cerca de la ventana, había una abrazadera de metal, cuya función consistía en transportar barriles de vino hasta el barco amarrado frente a los almacenes. De inmediato se me ocurrió cómo podía sacarle provecho…
  Bajé a la puerta del almacén de Kondor Trans Global y la golpeé con la mano. Esperaba que, ahora que el ventilador estaba en silencio, pudiesen oírme.
  —¿Quién es? —Del otro lado de la puerta me llegó la voz de aquel tipo.
  —¿Esto es Kondor Trans Global?
  —Aquí no se te ha perdido nada. Largo.
  —Te doy cinco segundos para que me dejes entrar o echo la puerta abajo.
  —Vale, espera.
  Escuché cómo la cerradura empezaba a abrirse. Sabía que me mataría en cuanto pusiera un pie fuera, tanto si me reconocía como si no. Me apresuré a subir una vez más la escalera y me situé justo detrás de la abrazadera de metal. El hombre miró a ambos lados de la calle, buscándome. En ese momento, empujé la abrazadera para arrojar un barril al barco. Al escuchar el ruido, el matón se asomó al barco, creyendo que yo estaba allí. Todo estaba saliendo tal y como había planeado. Lo único que me quedaba por hacer era empujar un segundo barril, que alcanzó de lleno a aquel tipo y lo envió directo a la cubierta, donde cayó inconsciente.
  Con el camino despejado, al fin pude entrar al almacén. No había rastro del hombre de corta estatura, lo que me permitió investigar con total libertad. En uno de los cajones del escritorio encontré una pequeña llave de latón, y en el tablón de anuncios vi una nota de entrega de Kondor Trans Global, cuya dirección indicaba «Ciudad de Quaramonte».
  En el extremo contrario del almacén había un ascensor. Mientras me dirigía hacia él, el segundo secuestrador surgió de entre las cajas y me apuntó con su cerbatana.
  —¡Eh, no dispares! —le rogué.
  —¡Uh!
  —¿Qué?
  —¡Uh, uh!
  Parecía desesperado, como si quisiera algo de mí.
  —Me llamo George. No quiero hacerte daño…
  —¡Quaramonte! —exclamó de repente.
  —¿Eres de allí? ¿De Ciudad de Quaramonte?
  —¡Uh, uh! ¡Quaramonte, Quaramonte!
  No sabía decir nada más. Al menos, no en mi idioma.
  —¿Puedes señalarme qué abre esta llave?
  Su cara se iluminó cuando le mostré la pequeña llave de latón que había encontrado en el escritorio. Fue entonces cuando descubrí que llevaba los tobillos esposados. El otro tipo debía considerarlo un esclavo más que un compañero. En cuanto le quité las esposas, volvió a esconderse entre las cajas. Yo, por mi parte, me quedé las esposas y subí al segundo piso en ascensor.

Capítulo 7 – Marsella: almacenes, 2ª parte

  En cuanto llegué al segundo piso del almacén de Kondor Trans Global, me aseguré de bloquear el haz de luz del ascensor con una caja para impedir que se cerrasen las puertas. Eso evitaría que los dos centroamericanos lo utilizasen.
  El piso superior del almacén estaba casi vacío, con la única excepción de un par de cajas y una estatua de aproximadamente un metro de alto. Había una puerta de madera que comunicaba con el exterior, pero estaba cerrada. Aun así, decidí investigar en profundidad. Fue entonces cuando reparé en unas marcas de arañazos, en el suelo, junto a una de las paredes laterales. Pasé mi mano por el muro y noté unas muescas. ¡Era una puerta secreta! Y al otro lado…
  —¡Nico!
  La reportera estaba atada a una silla. Por suerte, no parecía herida. Lo primero que hice fue quitarle el esparadrapo de la boca.
  —Gracias, George. ¿Cómo me has encontrado?
  —Ya te lo explicaré más tarde. Tenemos que salir de aquí.
  —¿Dónde está Pablo, el tipo grande que me vigilaba?
  —Digamos que… perdió el conocimiento por culpa del vino. ¿Estás bien?
  —¡Pues claro que no estoy bien! ¡Desátame!
  Rompí la cuerda que rodeaba las muñecas de Nico.
  —Ya está.
  —Gracias. Pero ¿cómo sabías que estaba aquí?
  —Seguí una pista de los negocios de Oubier. ¿Qué te parece si me cuentas exactamente qué es lo que está pasando, empezando por esa piedra maya?
  —Se la quité a uno de los hombres de Karzac, en París. Estaba esperando un alijo de narcóticos.
  —¿Drogas?
  —Sí. Era la prueba que necesitaba para desenmascarar la operación de contrabando de Karzac. Me hice pasar por su mensajera, y esperaba conseguir pruebas para entregárselas al inspector Moue. —Lo habían ascendido, al parecer—. ¡Pero, en vez de hachís, la bolsa que me llevé contenía esta piedra! Para averiguar más sobre ella, llamé al profesor Oubier, quien me invitó a su mansión. O, bueno, pensé que era Oubier…
  —No lo entiendo —respondí—. Si el negocio de Karzac son las drogas, ¿por qué está tan desesperado por echar el guante a esa piedra?
  —A lo mejor tiene algún significado para la gente de Centroamérica. Podría ser el medio de Karzac para conseguir que trabajen para él. De todas maneras, ahora deberíamos pensar en cómo salir de aquí.
  Antes de abandonar la habitación secreta, recogí una estatua pequeña y grotesca, con un escudo y una lanza. ¿La habían dejado al lado de Nico por algún motivo?
  —No podemos usar el ascensor —advertí a mi amiga—. Si ese Pablo se ha recuperado, nos va a estar esperando abajo.
  —Tenemos que hacer algo. ¿Adónde lleva esa puerta?
  —No estoy seguro. Oye, mientras pensamos algo, ¿puedes decirme todo lo que sepas sobre Kondor?
  —Kondor Trans Global exporta antigüedades mayas y aztecas desde Centroamérica a Europa. Pero eso es solo la tapadera del negocio de verdad: el tráfico de drogas.
  —¿Tienes pruebas? —pregunté.
  —Aún no.
  —¿Sabes desde dónde operan?
  —Desde Centroamérica, como ya te dije. En un lugar llamado Quaramonte.
  —Vi ese nombre en una lista abajo… ¿Qué más puedes contarme de Karzac?
  —Solo lo he visto unos minutos, pero te aseguro que da miedo. Tengo la impresión de que Pablo también estaba muy nervioso cuando Karzac estaba por aquí. Tiene ojos de animal salvaje, como de tigre. Parecía impredecible y peligroso.
  —¿Te ha maltratado ese indígena?
  —Si no tienes en cuenta el secuestro, las amenazas verbales y que estuviera atada, no.
  —¿Y el bajito?
  —No creo que sepa dónde está ni qué está haciendo aquí. Pablo trajo a Titipoco de la jungla.
  —¿Titi… qué?
  —Titipoco. Así llamaba Pablo al pequeño.
  Se me ocurrió que podíamos utilizar la estatua del segundo piso del almacén para derribar la puerta que daba al exterior. Era muy pesada para mí solo, pero, con ayuda de Nico, logramos elevarla sobre un palé e impulsarla con fuerza para abrir un boquete en la puerta. Al otro lado había un balcón. Sobre este, colgaba una cuerda que utilizamos para descender hasta el agua. Desde allí, nadamos hasta la plataforma bajo el cobertizo del vigilante sin que Pablo nos descubriera. Y, de paso, pude despedirme de Veinte, que seguía dando vueltas por el agua, ahora mucho más calmado.

Capítulo 8 – París: Galería Glease, 2ª parte

  Nico y yo regresamos a París. Ambos convenimos que sería buena idea reunirnos con André Lobineau para informarle de lo sucedido. Cuando hablamos con él por teléfono, nos dijo que se encontraba en la Galería Glease, así que acordamos encontrarnos allí. El dueño era amigo de André, por lo que le permitimos participar en la reunión. Confiábamos en su discreción.
  —¿Tienes la piedra maya? —pregunté a André.
  —Es posible…
  —André, no discutas —dijo Nico—. Dale la piedra a George, por favor.
  —De acuerdo. Si tú me lo pides, Nico…
  Menudo baboso.
  —Gracias, André —le dije cuando me entregó la piedra.
  Pero él me ignoró. Estaba más interesado en Nicole.
  —¡Querida! ¡Georgie me contó que te habían secuestrado! Me alegro de que se equivocara.
  —¡Pero era verdad! —respondió ella—. De no ser por George, ahora no estaría aquí.
  —Todavía no se ha acabado —añadí—. Los matones de Karzac van a volver a por esa piedra, te apuesto lo que quieras. La mejor pista que tenemos es Ciudad de Quaramonte.
  —Está en Centroamérica —nos indicó Glease—. De ahí es de donde saca Oubier sus artefactos.
  —Eso es todo lo que necesitábamos saber —sentenció Nico—. ¡Vamos, George!
  Ya no había vuelta atrás. Habíamos decidido implicarnos en aquel asunto hasta las últimas consecuencias. Por delante nos esperaba un viaje en barco de varios días. Esperaba que mereciera la pena…

Enlaces:

Parte 1: capítulos 1-8 cursor
Parte 2: capítulos 9-21
Parte 3: capítulos 22-38

Saga completa:
Broken Sword: La sombra de los templarios
– Broken Sword II: El espejo humeante cursor

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