El árbol sangrante
Los grandes ventanales de las aulas eran una invitación a la distracción. Para Dodo, no suponían tanto un alivio como una fuente de sufrimiento. Por si no se sintiera lo suficientemente aprisionado entre aquellas cuatro paredes, el peso del castigo se hacía insoportable al contemplar, desde tan cerca, el lugar en el que podría y preferiría estar: el exterior. Sentir el sol sobre su piel, el fino césped bajo sus pies, la suave brisa acariciando su pelo y el inigualable sabor de un bao en su paladar, rumbo al estómago. Bueno, no todo era tan poético en su mente. Y menos cuando tenía hambre.
Dodo no odiaba a nadie, ni siquiera a Tannu, su máxima rival. Pero no le habría importado conocer a la mujer o al hombre que inventó los relojes para estamparle una de sus creaciones mecánicas en la cabeza. El vulra de cabello anaranjado y ojos dorados se esforzaba por mantener su vista alejada del reloj de pared, situado sobre la pizarra, pues estaba convencido de que, al mirarlo, el tiempo se ralentizaba. Era un reloj tímido, al parecer.
Pero el bello paisaje de Ine-Isu, o la pequeña parte que se apreciaba desde el interior del aula, no siempre tranquilizaba la mente inquieta de Dodo. Imaginarse corriendo de un lado para otro, dando saltos, volteretas y mil acrobacias más, no era sino un espejismo. Un fugaz oasis en el desierto de la vida del estudiante. Cada vez que apartaba la mirada de la ventana, su sonrisa se esfumaba. Bienvenido de vuelta a la realidad.
Aura estaba sentada a su derecha. Ella también era como un rayo de sol, como el tacto del césped y como las caricias de la suave brisa. Era, en definitiva, su mejor amiga. Pero Aura, a diferencia de Dodo, no apartaba la vista de la pizarra, salvo para fijarla en su propio cuaderno. Aura era un ejemplo a seguir. Lo cual, por desgracia, no hacía las clases más cortas ni divertidas para Dodo.
«Aula» y «Aura». ¿Cómo podían dos palabras tan parecidas causar sentimientos tan encontrados en el vulra? Dodo sonrió; nunca se había parado a pensar en la similitud entre uno de sus mayores amores y uno de sus mayores odios. Quiso compartir su ocurrencia con Aura, pero no quería molestarla. Sabía que, para ella, las clases sí eran importantes. Así que guardó silencio. Guardó silencio y esperó, no porque quisiera, sino porque era lo único que podía hacer. Pronto, pondría otra marca en su lista mental de mañanas desperdiciadas. Una más. Una menos.
O así habría sucedido, de no ser por… aquello. Su arma secreta. Una cualidad que compartían todas las vulras, e incluso todo el reino animal, pero que Dodo aprovechaba como nadie: la imaginación. Una pequeña chispa era todo cuanto necesitaba para poner en marcha los engranajes. Y esa «pequeña chispa», en esta ocasión, apareció del lugar menos esperado.
—¿Cayó del árbol? —preguntó Aura, de camino a casa, tras escuchar el relato de su amigo.
—Se descolgó, más bien —remarcó Dodo—. Si se hubiese caído, se habría dado un buen golpetazo. ¡Pam!
Dodo pronunció aquella onomatopeya con tanto ímpetu que sobresaltó a Aura. A la vulra de melena azul le horrorizaba imaginar la cara de esa supuesta compañera de colegio estampándose contra el suelo. El césped no amortiguaría el impacto. Por suerte, las vulras eran criaturas ágiles, sobre todo las jóvenes. Aun así, ¿qué motivo tendría una chica para subir a un árbol en mitad del horario lectivo?
Cualquier otra persona lo habría dejado correr, sin darle mayor importancia. Pero Dodo y Aura no eran dos vulras normales y corrientes. Ellas, junto a su amiga Yía, formaban la primera, única y mejor agencia de detectives de toda la isla de Ine-Isu: ¡el Escuadrón DoYiRa!
Aquí iría la música de cabecera, si esto fuese una serie de televisión. Lo dejo anotado, por si en el futuro se da el caso.
Dodo, Aura y Yía regresaron al colegio a media tarde, después de que las dos últimas hubiesen terminado sus deberes, y el primero su merecida siesta. La valla de acceso estaba cerrada, así que no tuvieron más remedio que saltarla. Tampoco es que hubiese nadie para impedírselo. Su destino era un árbol concreto de la parte trasera del colegio, muy próximo a los ventanales del aula 8-A, a la que pertenecían aquellas tres vulras. Era allí donde, durante la última clase de la mañana, Dodo había visto algo sospechoso. Una vulra joven, algo mayor que él, se había descolgado de una rama y había salido corriendo. Dodo no sabía cuánto tiempo había pasado allí arriba, pues, en realidad, no miraba por la ventana tanto tiempo como le gustaría. Su profesora tenía la fea costumbre de interrumpir sus ratos de desconexión, en un esfuerzo incansable por mantener la atención del vulra de pelo naranja sobre la pizarra.
—Justo aquí.
Dodo se plantó en el lugar exacto donde aterrizó la vulra misteriosa. Aura se situó a su lado, mirando al suelo. Yía hizo todo lo contrario.
—Hay una rama rota.
Aura y Dodo siguieron la dirección en que apuntaba el dedo de su amiga. No resultaba difícil de apreciar entre el follaje, pero estaba en lo cierto: una de las ramas más finas amenazaba con partirse por la mitad. Sin duda, consecuencia de haber tenido que soportar un peso mayor que el de las hojas y los pájaros. Alguien había estado allí arriba.
Dodo se encaramó al tronco sin pensárselo dos veces. Las protuberancias sobre la corteza facilitaban la escalada. El corazón se le aceleró al pensar en las posibilidades, casi ilimitadas, de lo que encontraría al llegar a la cima del tronco. Irónicamente, ninguna de esas «posibilidades ilimitadas» contemplaba la idea de… no hallar nada.
Aunque eso, por supuesto, no era ningún obstáculo para el Escuadrón DoYiRa.
Mientras tanto, en su imaginación…
Colegio de Ine-Isu. Patio trasero. 17:22.
Las detectives Aura y Yía permanecían junto al tronco del árbol, a la espera de la investigación preliminar de su compañero.
—¡Qué cosa más rara! —exclamó Dodo desde lo alto del tronco—. ¡El árbol está sangrando!
—Es savia —respondió Aura, menos impresionada.
—No, no. —El vulra les mostró la palma de su mano, manchada de un espeso líquido rojo—. ¡Es sangre!
—¡Qué cosa más rara!
—Eso fue lo primero que dije.
Dodo examinó la supuesta sangre con su lupa. Desde cerca, se podía apreciar ese olor metálico tan característico, mezclado con el agradable aroma de la madera y las hojas. No había mucha cantidad, sobre todo ahora que Dodo se había llevado la mitad con la mano. Pero lo más extraño del asunto era que esa sangre parecía haber emanado a través de una grieta de la corteza.
—La sangre sale del tronco —explicó Dodo a sus compañeras, con los pies de nuevo sobre el suave césped.
—¿Cómo es posible? —preguntó Aura—. Nunca he visto un árbol con sangre como la nuestra.
—¡Y aunque lo hubiera! —puntualizó él—. No creo que sangren así como así.
—¿Crees…? ¿Crees que la chica que viste hizo daño al pobre árbol?
—Aún es pronto para señalar culpables. Tenemos que escuchar su versión.
—¿La del árbol? —Aura arqueó las cejas, poco convencida.
—Sabes que te quiero mucho, pero acabas de perder un punto de detective.
Mientras tanto, en la realidad…
Mientras Dodo y Aura mantenían un poco productivo intercambio de palabras, Yía creyó ver una sombra por el rabillo del ojo. Alguien las estaba vigilando, y así se lo hizo saber a sus compañeras. La figura misteriosa no trató de huir. Cuando giraron la esquina del edificio que las separaba, se toparon con una chica de su misma edad. Su pelo largo, de tono arenoso, le cubría media cara. El ojo que quedaba al descubierto, de color marrón, las observaba con desconfianza. La tensión entre ellas era palpable. Aunque hubiese optado por no escapar, aquella vulra de aspecto salvaje parecía dispuesta a defenderse con uñas y dientes.
—¡La conozco! —exclamó Aura—. Es Riff, de la clase 8-B.
Dodo sintió un escalofrío que le llegó desde la nuca hasta el extremo de la cola. Para las vulras de la 8-A, sus semejantes de la 8-B eran tan distantes como dos países situados en continentes lejanos. Como dos naciones en guerra. Una guerra fría, sin hostilidades abiertas, pero que parecía estar a punto de estallar de un momento a otro. Eso significaba que, en ese instante, Dodo actuaba como embajador de la 8-A.
—No quiero hacerte daño —dijo con voz suave—. ¿Hablas mi idioma?
Ambas se miraron en silencio durante varios segundos.
—Sí —confesó al fin aquella otra vulra.
—Bien… ¿Te importa que te haga unas preguntas?
Esta vez, por mucho que esperasen, Riff no parecía dispuesta a responder.
—Ten cuidado, Dodo —advirtió Aura desde la distancia.
El vulra de pelo naranja hizo un gesto para tranquilizar a sus amigas. Lo tenía todo controlado.
—No es peligrosa. —Miró a Riff—. No lo eres, ¿verdad? Solo estás asustada. No te fías de mí.
—No.
Dodo asintió, tratando de mostrarse comprensivo. No podía culparla por desconfiar. Las clases 8-A y 8-B nunca habían mantenido una relación cordial. Su pasado estaba plagado de conflictos, con breves periodos de tregua, aunque nunca de amistad. Al menos, desde que se llevaban registros en los libros de historia. Y de historia sabían mucho, pues era una de sus asignaturas de los primeros años de colegio. Aunque quizá no se trataba este asunto en particular, pero bueno, ya me entendéis…
—¿Hay algo que pueda hacer para que confíes en mí? —insistió Dodo—. ¿Para que te sientas más cómoda hablando conmigo?
Tras unos instantes de dudas, Riff masculló una palabra casi ininteligible.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Aura, aún desde la distancia.
—Creo que… «comida» —respondió el chico.
—Dodo y ella no son tan diferentes, después de todo —concluyó Yía.
Aura se aproximó al lugar donde se encontraban Dodo y Riff, junto a una de las paredes exteriores del colegio. La vulra de pelo azul llevaba un objeto entre las manos. Riff dio un paso atrás, con la cola y las orejas en tensión.
—¡No tengas miedo! Solo es un poco de comida.
Aura extendió ambas manos para mostrárselo. Tal y como afirmaba, se trataba de un bao de atún y lechuga envuelto en una hoja de acuyo.
—¿Por qué has traído un bao a la investigación? —preguntó Dodo, desconcertado.
—Por si te entraba hambre.
Los ojos dorados de Dodo se iluminaron. Tuvo que apretar los labios para forzarse a disimular su emoción. No era buen momento para perder las formas, en mitad de un interrogatorio.
Aura depositó la hoja de acuyo sobre el césped y retrocedió varios pasos. Riff la recogió sin quitarles la vista de encima, siempre en alerta. Cuando desenvolvió el bao, a Dodo se le hizo la boca agua. Si los acontecimientos se hubiesen desarrollado de manera diferente, ese bao podría haber sido suyo… ¡Pero debía ser fuerte! Dodo mantuvo el semblante impasible mientras Riff olisqueaba y devoraba el bao. Su bao.
—Al menos, disfrútalo un poco… —masculló, molesto.
—¿Te ha gustado? —preguntó Aura.
Riff asintió con cierta timidez.
—¿Tienes más?
—No, lo siento. Pero, si nos ayudas, te prepararé tantos como quieras. Los baos son típicos de la gastronomía de nuestra región. ¡Hay de muchas clases! De carne, de bayas, de frutas del bosque…
Dodo se pasó el dorso de la mano por la comisura de la boca para secarse la saliva.
—¿P-podemos centrarnos en la investigación, por favor?
Mientras tanto, en su imaginación…
Colegio de Ine-Isu. Patio trasero. 17:34.
El detective fijó su atención en Riff, quien se veía mucho más relajada.
—¿Puedes decirnos qué estabas haciendo aquí a estas horas?
—Nada.
Relajada, sí, pero no muy comunicativa.
—Es raro estar en el colegio por la tarde —insistió Dodo.
—Vosotras también estáis aquí —replicó Riff.
—Porque estamos investigando un crimen. ¡Alguien ha apuñalado un árbol!
Dodo analizó la reacción de Riff. Ni se inmutó.
—Yo no he sido.
—Nadie te ha acusado. Aunque reconocerás que es muy extraño que estés aquí a estas horas, sola, tan cerca del lugar del crimen… Así que, si no quieres convertirte en la principal sospechosa, más te vale decirnos todo lo que sepas.
—¿Todo lo que sepa… sobre qué?
Dodo se quedó pensativo.
—Buena pregunta. No sé bien qué estamos buscando. Supongo que… el arma del crimen, para empezar. ¿Has visto por aquí cerca algún cuchillo, una daga o algo parecido?
—No —respondió sin titubear—. Pero…
Riff se quedó callada.
—«Pero» ¿qué? —apremió Dodo.
—Piensa en los baos —añadió Aura.
La vulra rubia de aspecto salvaje clavó en ellas su penetrante ojo marrón. También tuvo tiempo de examinar a Yía, la única que permanecía algo alejada del resto. Riff parecía estar debatiéndose entre la confianza y la desconfianza. O entre la promesa de baos y pasar hambre.
—No sois las únicas —dijo al fin—. Ayer vi a otra chica.
—¿Te dijo algo? —preguntó Dodo.
—Creo que no me vio. Fue solo un momento. Ella estaba al lado de ese árbol.
Riff señaló el mismo árbol del que, desde su aula, Dodo vio descolgarse a una vulra desconocida.
—¿Puedes describirla? —le pidió el detective.
—Tenía el pelo oscuro y un poco corto. Era… algo mayor que nosotras. Como de décimo curso.
Dodo asintió, satisfecho. Esperaba esa descripción exacta.
—¡Es la misma chica que vi esta mañana!
No tenían motivos para desconfiar de Riff. Harían mal en descartarla como sospechosa tan rápido, pero todo apuntaba a que el apuñalamiento del árbol era obra de aquella otra vulra anónima de décimo curso. Era a ella a quien debían investigar. Aunque, para eso, antes tendrían que identificarla. Y eso no ocurriría hasta el día siguiente.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Aura, ansiosa por conocer el resto de la trama.
Dodo reflexionó durante unos segundos.
—Creo que la clave está en descubrir qué tenía de especial ese árbol sangrante.
—¿Que un árbol sangre no te parece lo suficientemente especial de por sí? —puntualizó Yía.
—No me refiero a eso. —Dodo miró a su alrededor. A pocos metros de ellas había un segundo árbol—. Pero, por ejemplo, aparte de la sangre, ¿en qué se diferencia este árbol de aquel otro?
—¡En nada! —exclamó Aura, poco amiga de las preguntas retóricas.
—En su alma —dijo Yía—. Y en la ubicación.
Eso era innegable. Ningún árbol estaba ubicado en el mismo lugar exacto que otro. Como mucho, a su lado. O cerca. Pero esa certeza no las acercaba a una solución. ¿Era relevante la ubicación del árbol sangrante? Y, si lo era, ¿por qué?
—O quizá… lo estemos analizando al revés —murmuró Dodo.
Aura se inclinó para tratar de visualizar el árbol girado, en lo que ella denominó «copabajo». Por mucho que lo deseara, seguía igual de perdida que antes. E incluso un poco mareada, cabría añadir.
—Tal vez, este árbol sea igual que el otro —concluyó el líder del trío de detectives.
—Excepto por la sangre y la ubicación —le recordó Aura.
—Solo hay una forma de comprobarlo.
Aura y Yía lo miraron sin comprender a qué se refería. El vulra de ojos dorados optó por pasar a la acción sin dar más explicaciones. Tardaría más tiempo en desarrollar su hipótesis que en comprobarla. Y eso fue lo que hizo. Dodo trepó a aquel otro árbol del mismo modo que lo hizo en el primero. Cuando llegó a lo alto del tronco, su corazón se aceleró. Estaba en lo cierto.
—¡Sangre! —exclamó, más emocionado que asqueado.
—¿Sangre? —repitió Aura, más desconcertada que emocionada.
—¿Todos los árboles tienen sangre? —preguntó Yía, más incrédula que desconcertada.
Para descartar que no se tratase de una mera casualidad, Dodo repitió el proceso con un tercer y un cuarto árbol. En todos ellos halló una escena similar.
—Esto es más grave de lo que pensaba… —dijo al bajar a tierra por cuarta vez—. Estamos ante una apuñaladora de árboles en serie.
Aura se tapó la boca con las manos.
—No solo es apuñaladora, sino que, encima, es en serie… —La vulra de melena azulada sentía una mezcla de miedo y rabia—. ¿Quién haría algo así a unos árboles indefensos?
—Ese es nuestro trabajo, mi querida ranita: descubrirlo.
Y este sería otro buen momento para que entrase la música, acompañada de un gigantesco y clásico «¡Continuará!». Nos conformaremos con lo último, y en pequeñito.
Continuará.
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