Fecha de publicación: 15 de agosto de 2024
Autor: Chris H.
Categoría: Ae
Etiquetas: Ae
Fecha de publicación: 15 de agosto de 2024
Autor: Chris H.
Categoría: Ae
Etiquetas: Ae

Segunda oportunidad

  Antes de que toda persona, animal o cosa tuviese su propio teléfono móvil, el único modo cuerdo de entretenerse en un trayecto de larga distancia en autobús consistía en ver una película. Al decir «modo cuerdo», claro está, descarto ponerse a cantar en grupo o contar los coches de un determinado color; casi siempre amarillo.
  Una alternativa interesante sería leer un libro, pero, entre que muchos se marean al leer en movimiento, y muchos otros tienen la capacidad justa para leer el diagonal, o ni eso, coincidiremos en que la película sigue siendo la mejor opción a nivel colectivo.
  La elección de la película a visionar no depende de los espectadores. Quiero decir, pasajeros. Supongo que es la compañía de autobuses quien propone las opciones, y el conductor quien se decanta por una u otra en cada momento. Hay que aceptarlo. ¿Abierto hasta el amanecer en un viaje con niños? Lo normal. Que hubiesen crecido más rápido. O Robert Rodríguez más lento.
  El autobús es un escenario magnífico para narrar una historia. No solo te garantiza un contexto cerrado y conocido, salvo que seas político o de la realeza, sino que te permite justificar la presencia de multitud de personajes totalmente diferentes entre sí. Es como la versión humilde de un tren, el cual, a su vez, es la versión en movimiento de un hotel.
  Para quienes valoramos de manera positiva la presencia de diálogos en un relato o novela, situar la narración en un autobús también viene que ni pintado.
  Lo que no tendría ningún sentido, por ejemplo, sería escribir todo un relato con el protagonista viajando en moto. No hay posibilidad de diálogos profundos. La trama no avanza lo suficiente. Habría que encorsetar la narración.
  Sería una idea horrible.
  …
  La motocicleta militar iba levantando una nube de polvo a su paso. El estado de las carreteras en aquel rincón de África no invitaba a conducir a tanta velocidad, pero Ae no podía permitirse desacelerar. Llevaba a medio ejército detrás, lo que incluía otras tantas motos, jeeps, camiones, e incluso dos helicópteros, obsequio de alguna gran potencia, quizá Estados Unidos, quizá Rusia… Eso ahora poco importaba. En definitiva, Ae estaba en clara desventaja numérica. La temeridad era lo único que mantenía a aquella chica por delante de sus perseguidores.
  Ae llevaba a alguien más detrás: un niño de diez años, aferrado a su cintura con toda la fuerza de sus brazos infantiles. Si se soltaba, tardaría menos de un segundo en salir despedido de la motocicleta. Un pañuelo anudado alrededor de su cabeza evitaba que sus fosas nasales se inundasen del polvo circundante. En ausencia de gafas protectoras, tendría que mantener los ojos cerrados en todo momento.
  ¿Por qué había decidido confiar en aquella chica extranjera? No era la primera persona de piel blanca y cabello rubio a la que conocía, pero esta, en opinión del niño, tenía un halo mágico que la hacía única. El brillo de sus ojos de color púrpura, la forma en que sus dos largas trenzas se mecían con el viento… Era como vivir un sueño. Y uno no se replantea la situación en un sueño; simplemente, se deja llevar.
  Quizá también hubiera cierto egocentrismo involucrado. Sizwe quería sentirse especial. Durante toda su vida le habían dicho que lo era, como hijo del líder de aquella nación, así que no podía evitar verse a sí mismo de tal manera. Y como «persona especial», la verdad, era decepcionante. Sizwe no se consideraba diferente a los demás niños de su edad. Había niños más fuertes y más veloces. Había niños más listos, capaces de buscarse la vida por su cuenta. Ninguno de ellos tenía, ni de lejos, las facilidades de Sizwe y su familia, pero esto no le hacía sentirse especial. No era algo propiamente suyo. Era mérito de su padre. Él sí era especial. Era respetado por sus aliados y temido por sus detractores.
  La aparición de la chica extranjera lo cambió todo. Ae lo había elegido a él. De todo su país, de todo su continente, Sizwe era el único en quien Ae había depositado su confianza. Tal vez estuviese exagerando, pero ella misma lo había definido con las siguientes palabras exactas:
  —Vamos a salvar el mundo.
  Si Sizwe podía marcar la diferencia entre la salvación o destrucción del planeta Tierra, ¡vaya si era especial!
  Resultaba difícil dilucidar si Ae trataba de llegar a algún lugar concreto, o si se limitaba a avanzar hacia ninguna parte, con el objetivo de dejar atrás a sus perseguidores. Los tenía cerca, muy cerca. Ae sabía de sobra que no podría librarse de todo un ejército mientras tuviese que cuidar de un niño de diez años. No era solo que se hubiese comprometido a ponerlo a salvo, sino que debía hacerlo de forma pacífica, sin matar a nadie… y con un tanque de combustible casi vacío.
  —¡¿Adónde vamos?! —se atrevió a preguntar Sizwe, tratando de hacerse oír sobre el ruido de la motocicleta y los vehículos perseguidores.
  —Voy a sacarte del país.
  —¡¿Qué?!
  No es que le hubiese sorprendido. Simplemente, no podía entender ni una sola palabra con tanto caos alrededor. Ae tampoco se lo puso fácil.
  —Hace mucho tiempo, en un rincón del universo como cualquier otro, un pequeñito cuerpo asteroide achatado se convirtió en fuego. Es una forma de hablar, ya me entiendes. Podríamos decir que este insignificante cuerpo celeste estaba enfermo, y que el fuego pretendía purificarlo. ¡Era una buena obra, se mire como se mire! Pero no todas mis hermanas opinaban igual. Hasta me castigaron por ello…
  —¡¿Qué?!
  Ae decidió explicarlo de otra manera más simple y ordenada.
  —Supongo que ya lo sabes, pero tu país ha estado en guerra desde que se creó. O desde antes, incluso. Los periodos pacíficos, como el actual, son bastante frágiles y no suelen durar mucho… —Por eso mismo, no era recomendable asesinar a herederos, aunque fuese debido a «pequeños errores de cálculo». Datos que entenderéis pronto—. Cuando no erais más que unas cuantas tribus repartidas por todo el territorio, llegaron unos hombres adinerados a enseñaros su idioma y sus creencias. Os convencieron de que merecíais expandiros, y os dieron armas para lograrlo. Pero otros hombres adinerados trataron de convencer a las demás tribus de lo mismo. Convirtieron su guerra en vuestra. Desde entonces, habéis vivido muy pocas épocas de paz. Ni siquiera creo que sea acertado llamarlo así… Yo le diría «animadversión contenida». Si los hombres adinerados no encuentran el modo de sacar rédito económico de vuestros actos, dejan de apoyaros. Y, sin su apoyo, ya no resulta tan fácil ir a la guerra, ¿eh? No podéis saber si vuestros rivales, nuevos o antiguos, tienen armamento más avanzado o numeroso. Y ellos temen lo mismo de vosotros. ¿Entiendes lo que quiero decir? No es que el peligro haya desaparecido; solo es que la mecha está apagada. Pero a veces basta con una pequeña chispa para que la bomba explote.
  La carretera los condujo a un puente de piedra. Era el momento que Ae estaba esperando. Sin disminuir la velocidad ni apearse del vehículo, Ae pateó la superficie del puente con toda la potencia de su talón izquierdo. Su pie dejó un gran surco en la piedra, que comenzó a resquebrajarse como si hubiese sufrido los efectos de un gran terremoto. El puente se vino abajo antes de que alguno de sus perseguidores terrestres tuviese tiempo de atravesarlo. Sin posibilidad de cruzar el río, su única opción de continuar con la persecución pasaba por dar un rodeo. Eso les haría perder mucho tiempo.
  De los helicópteros no se librarían con tanta facilidad. Era su último obstáculo, siempre y cuando no se encontrasen con más soldados esperándolos delante.
  —Como te iba diciendo… —siguió Ae—. La situación entre las tribus, a veces convertidas en naciones, era tensa. ¡Lo era antes de mi llegada! —añadió, como excusándose—. ¿Qué culpa tengo yo de los traumas y complejos de la gente? Es absurdo odiar a alguien por vivir unos metros más allá de tus fronteras, o por tener un idioma o sistema de valores diferente. ¡Como si no fueseis todos igual de prescindibles! «Si quieren matarse entre ellos, que se maten», pensé. Estaban deseando hacerlo. Yo solo encendí la mecha.
  Sizwe, abrazado a la espalda de Ae, notaba que ella estaba hablando, pero con tanto ruido era incapaz de entender poco más que alguna palabra suelta. Cada vez le dolían más la cabeza y los brazos. Sentía la garganta seca. Pero debía aguantar. Si quería salvar el mundo, debía aguantar todo eso y más.
  Mientras tanto, Ae seguía con lo suyo.
  —Los hombres poderosos viven tan acomplejados que necesitan demostrar en todo momento de lo que son capaces. Si alguien hace algo que los molesta, no pueden dejarlo pasar, pues sienten menoscabada su autoridad. Es una batalla de egos. Y esa es una batalla en la que todos salís perdiendo, porque las decisiones de los hombres poderosos afectan a todo el mundo. Afectan al propio planeta, por desgracia. Y los demás sois igual de culpables, por permitirlo. Pero ¡no, la mala soy yo, por encender la puta mecha! ¿Acaso fabriqué yo la bomba? ¿Hice yo los planos?
  El monólogo de Ae, en realidad, no era más que un intento de desviar la atención y justificar sus actos. Por eso empleaba tantas metáforas y omitía datos reales. En cualquier caso, Sizwe no se habría enterado de nada. Y tal vez fuese lo mejor. Pero creo que vosotros sí os merecéis saberlo, así que… no dejemos esta historia a medias.
  Debido a un «pequeño error de cálculo» (según sus palabras), Ae provocó la extinción de toda forma de vida en el planeta Tierra. Hasta aquí, nada destacable.
  Pero empecemos por el principio.
  La chica de apariencia nórdica destruyó un campamento de cazadores extranjeros, sin tener en cuenta las consecuencias. Entre los cadáveres mutilados se halló el de un joven invitado: el heredero de aquella nación africana. Su padre y demás miembros del gobierno y el ejército, ignorando la implicación (y existencia) de Ae, culparon al país vecino de lo que ellos consideraron un ataque con misiles. Era toda una declaración de guerra. Ae no se equivocaba al insinuar que la guerra era inminente con o sin su intervención. Pero ¿acaso no es ese el estado natural del ser humano? Cuando no están en guerra, se odian, se temen y se amenazan. Aun así, de algún modo, se mantienen con vida. Tras aquel «pequeño error de cálculo», la situación cambió. Las grandes potencias que apoyaban a las diferentes naciones africanas se odiaron cada día un poco más, hasta que la propia presión del contexto histórico, social y económico los llevó a dejarse de amenazas y pasar a la acción. Por el camino hubo otros tantos «pequeños errores de cálculo», pero bueno, no convirtamos esto en un juicio.
  Quien sí fue juzgada, o más bien sentenciada, fue la propia Ae. Hacer daño a un ser humano podía ser pasado por alto, pero convertir la Tierra en un festival de misiles nucleares, por la misma entidad que debía protegerla, merecía un castigo. Así lo determinaron los grandes poderes del universo.
  Ae podría haberse visto abocada a su eliminación. No obstante, dado que su error, por extraño que parezca, no era definitivo, aceptaron darle una segunda oportunidad. Tras una ingente cantidad de tiempo encerrada, se le asignó una nueva misión: preservar la vida del planeta Tierra. Debía convivir con los seres humanos, la especie más avanzada de aquel cuerpo celeste, para evitar que se repitiese un final semejante. Ae necesitaba asumir responsabilidades, como una niña a la que le regalan un animal de compañía. En este caso, su mascota era el planeta Tierra.
  La propia Tierra también recibió una segunda oportunidad. Dado que la extinción total fue causada, en parte, por una entidad externa, los grandes poderes del universo decidieron devolver el planeta a un estado anterior, previo a la catástrofe. No fue nada parecido a un viaje en el tiempo, sino una restauración. Los nuevos habitantes de la Tierra eran réplicas exactas de los anteriores, recuerdos incluidos. Despertaron como si fuese un día más en sus vidas, sin sospechar que, para ellos, era el inicio de su existencia.
  La Tierra dio muchas vueltas sobre sí misma, no tantas alrededor del Sol, antes del regreso de Ae. Lo que ella se encontró fue un planeta casi idéntico a como lo recordaba, con algunos sucesos importantes similares a los que se vivieron en la civilización anterior a la extinción, y otros tantos diferentes. En cualquier caso, nada inesperado.
  Sizwe no era el mismo joven heredero que murió a causa de un «pequeño error de cálculo», pero podía cumplir la misma función. Así lo consideró Ae. Su misión, una de las incluidas en su larga lista de condiciones para obtener el perdón, era no agravar la situación política en África. Si entraban en guerra, que no fuese por su culpa. Nada de «pequeños errores de cálculo» esta vez.
  Ae podría haberse mantenido al margen. La forma más simple de evitar un conflicto en África pasaba por no pisar nunca territorio africano. Eso habría hecho, sin duda, si su única intención fuese evitar posibles problemas. Pero no quería conformarse. Quería… No: necesitaba demostrar a Punesut su buena voluntad, para evitar suspicacias. Y para compensar ciertas libertades que se había permitido (y pensaba seguir permitiéndose). Esta «enorme buena obra» compensaría todas las «diminutas no tan buenas pero desde luego tampoco malas obras» (según sus palabras).
  Uno de los dos helicópteros abrió fuego. Las balas impactaron lejos de la moto, pues su intención solo era asustar a la conductora. No podían arriesgarse a herir a Sizwe. Desde su punto de vista, el hijo del jefe de gobierno era un rehén. Nadie podía sospechar que acompañaba a Ae de forma voluntaria. No es que le hubiese dejado negarse, en cualquier caso. A Ae no le importaba interpretar el papel de villana en aquella historia. Con un detalle fundamental: necesitaba hacerles entender que no trabajaba para ninguna otra nación. Se presentó, tarjeta de visita incluida, como una cazarrecompensas, ajena a cualquier otra organización o país. Sin embargo, no pidió nada a cambio por la vida del chaval. Les prometió que se lo devolvería «dentro de un tiempo», sin más explicaciones. Y huyó, llevando a Sizwe consigo. Y a medio ejército, de paso, aunque no fuese esa su intención.
  La velocidad máxima de aquella motocicleta era muy inferior a la de las dos aeronaves. La presencia de Sizwe evitaba que abrieran fuego, pero también impedía que Ae pudiera realizar cualquier tipo de maniobra arriesgada con intención de darles esquinazo. Por lo tanto, era una carrera de resistencia. Y, ahí, el vehículo terrestre tenía las de perder. Su depósito de combustible llevaba un rato en reserva. Tenía los segundos contados.
  La motocicleta fue perdiendo velocidad hasta detenerse por completo. Uno de los helicópteros aterrizó frente a ella, bloqueando la carretera. El otro lo hizo detrás, para rodearla. No es que sirviese de mucho. Si Ae hubiese fingido quedarse sin gasolina, podría tratar de escapar por cualquiera de los laterales, donde no había más que tierra, piedras y escasa vegetación. De hecho, nada le impedía coger a Sizwe en brazos y echar a correr. Habría sido suficiente para escapar. Pero ya os dije antes que esta historia se desarrolla sobre una motocicleta; no podemos abandonar ahora.
  —¿Qué vamos a hacer? —preguntó el niño.
  —Lo tengo todo controlado —aseguró Ae—. Necesito que te agarres a mí con todas tus fuerzas.
  —Vale…
  —¡Con todas tus fuerzas! —insistió.
  Sizwe hizo lo que pudo. Si el plan de Ae salía bien, podrían dejar atrás al ejército. Si salía mal, bueno, aquel chaval terminaría partido en dos o con el cuello roto. Y eso tendría consecuencias muy feas para cierta chica de ojos púrpura y trenzas rubio platino.
  Ae impulsó la moto hacia delante con la fuerza de sus piernas. Antes de chocarse contra el helicóptero y sus ocupantes, algunos de ellos ya en tierra y con las armas en ristre, golpeó el suelo para que la moto saliera despedida hacia arriba, lo justo como para sortear la aeronave. Ae arrancó una de las hélices, aún en movimiento, con su mano desnuda, y la arrojó hacia atrás sin mirar. La hélice partió en dos la cola del segundo helicóptero. Objetivo conseguido. Nadie resultó herido. Objetivo opcional conseguido.
  Sizwe, de nuevo con los ojos cerrados, no fue consciente en ningún momento de lo cerca que estuvo de sufrir una decapitación. Solo los abrió levemente cuando la moto volvió a caer al suelo. No entendía qué había sucedido. El helicóptero que tenían enfrente había desaparecido. Aun así, podía oír gritos a su espalda. Gritos cada vez más lejanos e imperceptibles, ya no por el ruido ensordecedor de los motores, sino por la distancia. Las piernas de Ae se bastaban para mantener la moto en movimiento, y a no poca velocidad.
  Varios kilómetros más adelante, Ae tomó un desvío a la izquierda, que llevaba a un viejo hangar abandonado. Entre el óxido y la basura destacaba un vehículo, que si bien no parecía nuevo, desde luego tampoco daba muestras de llevar años allí encerrado. Pertenecía a una conocida empresa nacional de autobuses. Y lo más curioso del asunto era que casi todas sus butacas estaban ocupadas.
  Una pasajera bajó a recibirlos. Parecía joven. Aunque un hiyab ocultaba su piel pálida y sus cabellos plateados, Ae la reconoció de inmediato. Era Núa.
  —¡Lo has conseguido! —exclamó.
  —Por partida doble —respondió Ae, orgullosa.
  —¿«Doble»?
  —No solo he salvado al chaval, también he presentado el trasfondo de esta historia a los lectores. Qué ganas tenía que quitármelo de encima…
  —No lo has rescatado —puntualizó Núa—. Lo has secuestrado.
  —Salvado, secuestrado… ¿Tan importantes son para ti las definiciones?
  —Perdón…
  Núa entregó a Ae otro hiyab idéntico, junto con un vestido largo que cubría sus brazos y piernas. Era parte del plan. Núa había contratado todo el autobús, conductor y pasajeros incluidos, para pasar desapercibidos hasta la frontera. Las dos chicas destacaban como hooligans en una biblioteca, así que necesitaban mezclarse con la población local y cubrirse todo el cuerpo. Sizwe se conformaría con una gorra y un cambio de ropa.
  —¡Hola! —Núa se acercó a él, todavía sobre la moto—. Yo soy Núa. ¿Cómo te llamas?
  —Sizwe —dijo con voz temblorosa.
  —Tranquilo, con Ae estamos a salvo.
  —Ae… —Hasta este instante, Sizwe desconocía el nombre de su acompañante.
  —Vamos, ya podéis subir al autobús. —Núa les hizo un gesto para que la siguieran—. ¡Todavía queda la mitad del viaje!
  Ae titubeó.
  —¿No se suponía que todo el capítulo se iba a desarrollar en la moto? Si la abandonamos, no habrá tenido sentido.
  —¿A qué te refieres? —preguntó Núa, ajena a lo narrado en el resto del capítulo.
  —Ha sido muy raro —siguió Ae—. Al principio se hablaba de un autobús, pero solo era una introducción para presentar una historia en moto, como si fuese una proeza, o algo así. Pero, si ahora montamos en un autobús, ¿a qué ha venido todo eso? ¿Solo era para rellenar? —La chica rubia dejó escapar un grito ahogado—. No puede ser… No me lo creo…
  —¿Qué? ¿Qué pasa? —Núa se mostraba cada vez más intrigada.
  —Parece que, después de todo, los seres humanos sí son capaces de reconocer sus errores y rectificar a mitad de camino, en vez de arrastrar su ego hasta el final de los días. No me lo esperaba, la verdad…
  Ae, impresionada por este hallazgo, pasó una pierna por encima de la moto para


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