Pequeños gestos
Este es un relato sobre cómo los pequeños gestos bastan para cambiar el mundo.
En la historia reciente, las salas de cine se han convertido en un recurrido punto de encuentro para grupos de amigos. Ni siquiera es necesario profesar un notorio amor por el séptimo arte para disfrutar de estos encuentros ociosos. Lo importante es la compañía, como se suele decir. Y si no se suele decir, debería hacerse.
A, B, C y D fueron compañeros inseparables de colegio. Sin embargo, por azares del destino, vieron sus caminos separados en el instituto. Dos de ellos compartían centro, pero no clase. Los otros dos estudiaban en institutos diferentes de la misma ciudad. Por lo tanto, el único momento en que los cuatro podían reunirse era fuera del horario escolar. A veces, debido a los deberes y sesiones de estudio, esos encuentros se reducían a los fines de semana. Se negaban a aceptar que ese obstáculo quebrase su amistad, e hicieron todo lo posible por evitarlo. El cine era una excusa tan válida como cualquier otra.
Rara vez veían lo que la crítica calificaría como «buena película». A ellos les llamaba más la atención cualquier cinta de alto presupuesto, excesiva publicidad y nula trascendencia. Preferían partirse de risa con una película de miedo que «perder el tiempo» con extensas reflexiones filosóficas o psicológicas «que no iban a ninguna parte».
La sala de cine formaba parte de un gran centro comercial, con multitud de comercios de toda índole. Uno de ellos era un restaurante de comida rápida, parada obligatoria tras cada sesión fílmica. Si el clima invitaba a permanecer en interiores, se conformaban con sentarse a cenar en una de las mesas del restaurante. Pero, mientras pudieran permitírselo, preferían pedir comida para llevar y disfrutarla en uno de los bancos del parque cercano. Allí nadie les llamaría la atención por gritar, reír a carcajadas o escuchar música.
A, además de ser el mayor, aunque solo fuese por cuestión de meses, era el alma del grupo. B era una buena chica, de comportamiento ejemplar y notas insuperables. C, el rey de la comedia, siempre tenía una gracieta en los labios. En no pocas ocasiones, la víctima de sus burlas era D, propensa a los despistes. De ahora en adelante, los llamaremos Alma, Bondad, Comedia y Despiste.
Comedia estaba enamorado de Despiste. Cualquiera ajeno al grupo podría haberlo intuido. Ella, en cambio, ni lo sospechaba. Bondad los quería a todos por igual, aunque de un modo más platónico. Un amor, este sí, recíproco. Alma profesaba una fijación desbordante… por sí mismo. Lo cual, dicho sea de paso, podía llegar a meterlos en problemas.
Una cálida noche de finales de julio, el grupo se encontraba en el parque de siempre, dando los últimos sorbos a sus vasos de cartón, con el logo de la empresa de comida rápida dibujado en el lateral. Publicidad gratuita. La película que habían visto era la vigesimoquinta entrega de una exitosa saga de acción, que, pese a todo, jamás había logrado llevarse un premio de la crítica. Les bastaba (y sobraba) con llevarse el dinero de los espectadores poco exigentes.
Bondad se aseguró de meter todos los desechos en una bolsa antes de abandonar el banco donde se sentaron a cenar. Podía depositarlos en una de las múltiples papeleras del parque; la que les pillara de camino. Comedia y Despiste, quienes todavía no se habían terminado sus respectivas bebidas, aprovecharon para dejarlas en esa misma papelera. Alma, por contra, optó por una vía menos empática y concienciada. Simplemente, arrojó su vaso al suelo del parque. Bondad no lo vio; de lo contrario, se habría encargado personalmente de recogerlo. Comedia prefirió ignorarlo, no le parecía tan grave. Despiste, por supuesto, estaba tan abstraída en la conversación que ni siquiera era capaz de procesar lo que ocurría a su alrededor. Aunque pronto lo haría.
—Oye…
Ninguno pareció percatarse de aquella voz femenina. Quizá creían que no iba con ellos.
—Eh, tú. El de la camiseta roja.
Alma se giró, extrañado. Bondad y Comedia hicieron lo mismo. Despiste fue la última.
—¿Me dices a mí? —preguntó Alma, el único vestido de rojo.
—Sí, a ti.
El chico sonrió. Aquella desconocida joven de cabello rubio y ojos púrpura se había fijado en Alma, y no sería él quien pusiese trabas a lo que, a todas luces, había sido un flechazo. Alma deshizo sus pasos hasta situarse frente a ella, sin poder dejar de sonreír. En sus diecisiete años y medio, jamás había conocido a una chica tan guapa. Y ni siquiera había tenido que buscarla o ir tras ella.
—Dime, rubita.
Mal comienzo. Aunque tampoco es que mostrar respeto hubiese cambiado nada.
—El vaso —dijo ella.
—¿El vaso? —repitió él, confundido.
—El vaso que has tirado al suelo.
Alma no daba crédito a lo que oía. Aunque quien mostraba una expresión de mayor perplejidad no era él, sino su amiga Bondad.
—¿Por qué has tirado el vaso al suelo? —le reprochó.
—Bueno, ni que hubiese matado a alguien. —Alma rió para quitarle importancia—. Tampoco es para tanto, joder.
Quizá tuviese razón: no era un crimen grave; el planeta no sufriría las consecuencias de un vaso más en el suelo. «No era para tanto». Sin embargo, en el futuro, Alma se convertiría en un verdadero peligro para la naturaleza. Como nuevo director de la compañía que fundó su padre, buscaría compensar el descenso de beneficios con un cambio en la política de fabricación y posterior disposición de desechos. Pisotearía todos los tratados ambientales para salvarse a sí mismo. Sobornaría a inspectores, incluso, de ser necesario. Y lo haría sin el menor remordimiento. No le parecía «para tanto». Se había aferrado a esa frase desde pequeño para autojustificarse. ¿Por qué habría de cambiar, si nunca hubo de sufrir consecuencias?
Aun así, Alma cedió ante las miradas acusadoras de Bondad y aquella otra chica, de nombre Ae. No lo hizo por concienciación, sino, simple y llanamente, porque le pareció el modo más rápido y sencillo de ganarse la simpatía de la desconocida.
—Ya está —dijo mientras arrojaba el vaso a la papelera—. ¿Contentas?
Bondad asintió, satisfecha. Ae, por el contrario, no varió su expresión indiferente.
—No recuerdo haberte dicho que lo tires ahí.
Alma quiso responder algo ocurrente, pero aquella frase había vuelto a dejarlo descolocado. ¿Dónde iba a tirarlo si no?
—Era la papelera más cercana —se justificó.
Sin mediar palabra, Ae volvió a sacar el vaso vacío de la papelera y se lo ofreció al chico de camiseta roja. Los otros tres observaban la escena sin saber cómo reaccionar.
—Coge el vaso —le ordenó Ae—, y cómetelo.
Alma soltó una carcajada, dando por supuesto que se trataba de una broma. Con el paso de los segundos, fue convenciéndose de lo contrario.
—No tengo hambre, gracias —dijo en tono sarcástico, para salir del apuro.
—Pues habértelo pensado antes —insistió Ae, acercando un poco más el vaso a la cara de Alma.
Aquella situación estaba empezando a resultarle molesta. Por muy guapa que le pareciese, no estaba dispuesto a permitir que se rieran de él. Y menos delante de sus amigos.
—Muy bien, ya has hecho la gracia. —La forma en que arrastraba las palabras evidenciaba su descontento—. ¿No tienes nadie más a quien molestar?
—Seguro que sí. —Por primera vez, ella también sonrió—. Pero me gusta ir en orden. Y lo primero en mi lista es que te comas el vaso.
Se hizo el silencio. Definitivamente, no parecía estar bromeando. No era una amenaza ni una metáfora. Quería que Alma masticase y tragase un vaso de cartón de un restaurante de comida rápida. Vacío, además, lo que dificultaría la deglución.
En cuanto Alma abrió la boca para contestar, Ae aprovechó para introducirle parte del vaso entre los dientes. Era demasiado grande para su cavidad bucal, claro, así que no pasó de ahí. El vaso cayó al suelo, aplastado por la fuerza que ejerció la chica sobre la cabeza de él. Una fuerza suficiente para dejarle la mandíbula dolorida.
—Te vas a librar —dijo Alma, en un gran esfuerzo por disimular su sufrimiento—, porque estoy en contra de pegar a mujeres.
—Yo no estoy en contra de pegar a imbéciles —replicó ella—, pero puedo hacer la vista gorda por esta vez…, siempre y cuando tires el vaso a la papelera.
—¿Me estás vacilando?
—Demuéstrame que has aprendido la lección, y quizá lo deje pasar.
Alma se negaba a cumplir ninguna de sus peticiones. No: de sus órdenes. Ya era cuestión de orgullo. Nunca se había sentido tan humillado (o eso pensaba en aquel momento). Que hubiese ocurrido delante de sus mejores amigos empeoraba la situación. Y, aunque jamás lo reconocería, que fuese una chica quien lo estuviese poniendo en dicha tesitura… Esa, quizá, fue la gota que colmó el vaso.
—Mira, niña, no te lo voy a repetir…
Alma, en la constatación de que empezaba a perder los papeles, la empujó. Ae apenas retrocedió un paso. Lo suficiente para contraatacar. Todos contuvieron la respiración cuando el culo del chico golpeó el suelo del parque con gran estruendo. Arma cargada. La risita nerviosa de Comedia apretó el gatillo.
Ante el estupor de sus tres amigos, Alma sacó una navaja plegada de su bolsillo, que no dudó en desdoblar y apuntar hacia la chica de las trenzas. Ella, curiosamente, fue la única que mantuvo la calma.
—Guarda eso antes de que te hagas daño. Y tira el vaso a la papelera.
—Tíralo tú, anormal.
En realidad, Alma empleó otra palabra mucho más despectiva, pero no me pareció necesario incluirla en el relato.
Ae redujo la distancia que los separaba con una gran zancada, hasta casi rozarse. Lejos de asustarse de la navaja, ella la rodeó con una mano, dedos del chico incluidos, y apretó con tanta fuerza que Alma no pudo reprimir un gemido de dolor. Gemido que se prolongó en el tiempo, pues Ae se negaba a soltarlo, incluso cuando él cayó sobre una rodilla, viéndose totalmente superado. Contra todo pronóstico, el filo de la navaja no causó herida alguna en la piel, de apariencia suave y delicada, de aquella valiente (o imprudente) muchacha.
—¿Vas a tirar el vaso a la papelera? —insistió, incansable.
—¡Vete a tomar por culo! —gruñó Alma, debatiéndose entre la ira y el dolor.
—No aprendes, ¿eh?
Ae aumentó la presión. Un hilo de sangre comenzó a gotear. Sangre que no procedía de las venas de ella, sino de las de él. El mango se le estaba incrustando en la piel.
Despiste no podía apartar la mirada de su amigo, cuyos gritos le partían el alma. Bondad, desesperada, comenzó a golpear a Ae con una piedra. Comedia estaba aterrorizado, incapaz de actuar.
Qué poética y cruel puede llegar a ser la ironía, ¿verdad?
Finalmente, Alma se decidió a obedecer. Por una vez, antepuso el bien común al suyo propio. Solo necesitó una mano rota para convencerse. Aquella experiencia fue suficiente para mentalizarlo de por vida. Esos son los pequeños gestos que cambian el mundo.
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