Fecha de publicación: 17 de mayo de 2024
Autor: Chris H.
Categoría: Ae
Etiquetas: Ae
Fecha de publicación: 17 de mayo de 2024
Autor: Chris H.
Categoría: Ae
Etiquetas: Ae

La daga del Líbano

  El cartero comprobó hasta en tres ocasiones la dirección antes de llamar al telefonillo. Era su ruta habitual, por lo que conocía a la perfección tanto la calle como aquel edificio de cinco plantas. Insisto: cinco plantas. El cartero estaba seguro de eso. Cinco plantas exactas. Solo que, de la noche a la mañana, algo había cambiado. Ya no era un edificio de cinco plantas, sino de seis.
  —¿Quién es? —preguntó una voz aguda y algo apagada.
  —Cartero. Traigo una carta certificada para Ae.
  La puerta del edificio se abrió ante él con un pitido. O un zumbido. Bueno, da igual. El cartero revisó los buzones del pasillo para asegurarse, por cuarta vez, de no estar cometiendo una equivocación. Encima del resto, en la pared, había un buzón desalineado, que se correspondía con la única vivienda de la sexta planta. Una pequeña placa indicaba que pertenecía a una tal «Ae, detective privada». La dirección era correcta. Inexplicable, pero cierto.
  El cartero tomó el ascensor hasta la sexta planta. Al salir, se descubrió dentro de una especie de recibidor. La puerta del ascensor era, al mismo tiempo, la puerta de la vivienda. Ante él había un escritorio, tras el que lo saludaba una joven muchacha de piel pálida y cabello plateado. Al cartero le pareció demasiado joven como para ser empleada de una agencia de detectives, pero no estaba allí para cuestionar el trabajo de otros, sino para cumplir el suyo.
  —Traigo una carta certificada para Ae —repitió—. ¿Es tu madre?
  —No, es mi jefa. Ahora está ocupada, pero puedo entregársela yo, si no es molestia.
  —Claro, sin problema —asintió el hombre, sorprendido por la seriedad con que aquella adorable jovencita se tomaba su supuesto trabajo—. Si me haces el favor de firmar aquí…
  El cartero le puso delante un pequeño dispositivo electrónico, poco más grande que un teléfono móvil, con los datos del envío y un espacio para firmar con el dedo. La chica escribió «NÚA» con la caligrafía más bonita que aquel hombre hubiese visto nunca; sobre todo teniendo en cuenta el mérito añadido que suponía escribir con la mano desnuda.
  Cuando aquel afable cartero contó a sus compañeros y familiares lo sucedido, todos, preocupados por su salud mental, le recomendaron pedir la baja médica. Necesitó de mucha ayuda psiquiátrica para convencerse de que todo aquello fue producto de su imaginación. El edificio, como cualquiera podía comprobar, solo contaba con cinco plantas. Nadie, ni los propios vecinos, había oído hablar jamás de una supuesta sexta planta.
  Este podría haber sido el final de un relato de suspense o terror, pero, en realidad, no es más que el comienzo de una historia detectivesca. Y se inicia con la secretaria Núa llamando a la puerta del despacho de su jefa.
  —Ha llegado una carta certificada a tu nombre —informó desde el exterior.
  —Pasa —le indicó Ae—. Pero abre despacio.
  Núa empujó la puerta con delicadeza, preguntándose qué era lo que estaba sucediendo dentro de aquel despacho, y que tan entretenida tenía a su jefa. Lo cierto es que jamás lo habría adivinado. Ae, en ropa interior, para evitar que las mangas o los pliegues pudiesen echar por tierra su impresionante trabajo, había construido sobre su mesa el mayor castillo de naipes que jamás se hubiese visto en aquella parte de la ciudad. No era la clásica pirámide formada por naipes apilados unos sobre otros, sino todo un castillo medieval, con sistema de desagüe y soldados autómatas vigilando las murallas, entre muchos otros detalles.
  —Una carta para ti —repitió Núa en voz casi susurrante.
  —Hazme un resumen —respondió sin apartar la vista de la almenara que aún estaba en fase de construcción.
  La chica de pelo plateado abrió y leyó la misiva. Al hacerlo, su rostro se iluminó, quizá por la emoción, o quizá porque Ae la estaba enfocando con la lamparita de su escritorio.
  —¡Por fin tenemos un caso!
  Y ahora viene un salto temporal. ¡Fiun!
   
  Ae acudió a la mansión en la fecha y hora indicadas. Ya había anochecido cuando puso un pie en el enorme jardín frontal del recinto. Fue recibida por el ama de llaves, quien la condujo hasta lo que ella denominó «sala de descanso». Por la cantidad de estanterías plagadas de libros, que ocupaban todo un lateral de la estancia, a Ae le pareció, más bien, una sala de lectura. También había un sofá y varios sillones, situados frente a una chimenea encendida, que ayudaba a combatir el frío del exterior. Ae dejó su gabardina sobre el perchero, en la esquina de la sala, antes de aproximarse al resto de invitados.
  Tal y como se indicaba en la carta, el señor Hawkes, propietario de aquella mansión, requería de la «ayuda urgente» de varios detectives. Necesitaba que se hicieran cargo de un caso ante el que la policía aseguraba no poder hacer nada. Resignado, el señor Hawkes se vio obligado a buscar la asistencia de investigadores privados. Todos los implicados recibirían una recompensa; aunque, como era lógico, aquel que fuese capaz de resolver el misterio se llevaría la mayor parte.
  En total, eran cuatro los detectives contratados por el anciano millonario. En primer lugar, Ae saludó a un tipo alto y enjuto, que se presentó como Sorio Mina. A la chica le dio la impresión de que tenía cara de relojero, así que fue así como se quedó grabado en su mente: «Sorio Mina, el relojero».
  El segundo detective era un niño más joven que Núa, llamado Billy Billy. Sus gafas y su aspecto serio lo hacían ver muy inteligente para su edad, si bien es cierto que se trataba de un prejuicio absurdo, pues se puede llevar gafas y ser serio sin dejar de ser un completo imbécil. Pero no era el caso. Probablemente. Al tratarse de una conclusión ambigua, Ae prefirió no ponerle mote. «Billy» bastaría.
  A la tercera y última detective, pues la cuarta era ella misma, la conocía más que de sobra. Ae no pudo evitar torcer el gesto al ver allí a Suné.
  —¿Se puede saber qué estás haciendo? —le recriminó Ae.
  —Quería probar esto de ser detective —respondió Suné con una gran sonrisa—. Parece divertido. ¡Así podemos pasar más tiempo juntas!
  Aunque era su hermana mayor, Suné siempre mostraba un comportamiento mucho más despreocupado, e incluso alocado, que el de Ae. Era, en definitiva, la antítesis de lo que se espera de una detective. No carecía de inteligencia, pero sí, habitualmente, de ganas de usarla para algo productivo. Además, insistía en definirse como «detecdiva», lo cual dejaba claro lo poco en serio que se tomaba su nuevo, o más bien falso, oficio.
  El señor Hawkes acudió a su encuentro en cuanto el ama de llaves le informó de que los cuatro detectives estaban esperando en la sala de descanso. Era un hombre de más de ochenta años, que se ayudaba de un bastón para caminar. Quitando ese detalle, gozaba de un excelente estado de salud.
  —Bienvenidos —dijo a sus invitados—, y gracias por venir. Os preguntaréis qué estáis haciendo aquí…
  —Creo que es evidente —lo interrumpió el joven Billy Billy, en un tono que irradiaba confianza—. He dedicado estos minutos de espera a examinar los cuadros de la pared. Gracias a ello, he descubierto que usted tiene una hermana. ¿O debería decir que la tenía? El ama de llaves me ha confirmado que no hay nadie más aquí, salvo nosotros, usted y los empleados del hogar. Sin embargo, según el jefe de policía, su hermana ha vivido en esta mansión toda su vida. Alguien está mintiendo —concluyó—. En su carta nos indicaba que necesitaba ayuda para un caso en el que la policía se desentendía. Yo prefiero verlo de otro modo. El misterio consiste en descubrir qué le ha sucedido a su hermana. Y el motivo de que la policía no intervenga…, ¡es que usted se ha negado a poner una denuncia! Eso, señor Hawkes, lo hace parecer sospechoso. Demasiado sospechoso, en mi opinión. Es un engaño evidente para los lectores. Así que, dígame, señor Hawkes: ¿sabía usted que su hermana mantenía un romance secreto con el ama de llaves? —Billy Billy señaló a la empleada, quien permanecía junto a la puerta—. ¡Y ¿no es cierto que la señora Hawkes había expresado su intención de poner fin a la relación?! En un ataque de ira, el ama de llaves cometió lo que, en términos técnicos, se conoce como «crimen pasional». Lo cual, como ya habrán notado, no justifica que el señor Hawkes se negara a poner una denuncia. ¿Qué más esconde este misterio, damas y caballeros?
  —¡Yo lo sé! —exclamó Suné—. Despechada y desesperada, el ama de llaves inició una relación con el señor Hawkes. De este modo, consiguió convencerlo de ayudarla a ocultar el crimen que había cometido. Por mucho dinero que tenga, ningún hombre se puede resistir a un pago en carne
  Billy Billy asintió, satisfecho con aquella conclusión. La misma a la que había llegado él, aseguraba. Suné se aplaudió a sí misma, orgullosa.
  —No —dijo el señor Hawkes, impertérrito—. No es nada de eso.
  La puerta de la sala de descanso volvió a abrirse. Precisamente, se trataba de Herminia Hawkes, la hermana pequeña del señor Hawkes, quien acababa de volver tras pasar una semana en la costa. No es que hubiese desaparecido, sino que estaba de vacaciones. Sobre la parte de la relación entre el ama de llaves y sus señores, no hubo más comentarios, ni de confirmación ni de negación.
  —Ha sido todo un malentendido —concluyó Suné, sonriente—. Caso resuelto.
  Pero el señor Hawkes no los había reunido allí para hablar de su hermana, sino de una nota anónima que recibió días atrás. Era un asunto serio: una amenaza de muerte. No se especificaba las razones, ni se exigía nada a cambio. Debido a este motivo, la policía lo consideró una broma de mal gusto. ¿Qué podían hacer, sin ninguna pista que seguir ni huellas con las que comparar?
  —No puedo prometerle nada —dijo Sorio Mina, el relojero—, salvo mi absoluto compromiso con el encargo. Las estadísticas están de mi parte. Nunca he resuelto un caso, así que tarde o temprano tendrá que llegar la excepción que confirme la regla. Es ley de vida.
  Su alegato no convenció a nadie.
  —Va a ser el primero en morir —susurró Suné a su hermana.
  —No va a morir nadie —replicó Ae—. Salvo que yo decida lo contrario. Señor Hawkes, ¿puede darnos más detalles? ¿Alguien podría tener motivos para querer asesinarlo?
  —Eso… es secreto —respondió el dueño de la mansión, con una voz profunda e intrigante.
  —Ni secreto ni hostias. —Ae lo amenazó con el puño.
  —¡N-no me hagas daño! —dijo el señor Hawkes, asustado—. ¡Te lo contaré todo! Ven, siéntate aquí, en mi regazo.
  Solo la rápida intervención de Suné, quien sujetó a su hermana por la muñeca, evitó que tuviesen que recoger los restos del anciano por toda la sala (y parte del jardín).
  Aunque no tenía pruebas, ni siquiera circunstanciales, el señor Hawkes sospechaba que la nota amenazante provenía del interior de la mansión. Según él, cualquiera de los empleados podría haberlo hecho, excepto el ama de llaves. A ella, como a su hermana Herminia, les confiaría su vida.
  —¿Puedo contar con vuestra ayuda? —pidió a los detectives.
  Sorio Mina, Billy Billy y Suné asintieron. Ae, antes de aceptar, quería dejar claras sus auténticas motivaciones.
  —No hago esto por dinero ni por reconocimiento. Tanto si resolvemos el misterio como si no, deseo manifestar mi renuncia a mi parte proporcional de la recompensa. Conozco la Fundación Hawkes que usted dirige —dijo al anciano—. Sé cuánto están haciendo por recuperar y proteger la naturaleza de la región, después del incendio que arrasó varias hectáreas de bosque.
  —Fue provocado —recordó Herminia, con una mezcla de rabia y tristeza—. Solo un monstruo podría hacer algo así y dormir por las noches.
  —Quizá duerma por las tardes —puntualizó el relojero.
  Billy Billy asintió, impresionado ante aquella demostración de pensamiento lateral.
  —Tienes mi palabra —dijo el anciano—. Mientras yo viva, la Fundación Hawkes hará todo lo posible por preservar los bosques.
  —Es todo cuanto necesitaba oír —sentenció Ae.
  Apenas terminó de pronunciar aquellas palabras, las lámparas se apagaron. También las farolas del jardín. En una noche tan cerrada como aquella, las dos ventanas no ayudaban a iluminar la sala de descanso. Se habían quedado inmersos en una oscuridad absoluta.
  —¡Que nadie se mueva! —exclamó Ae al oír unos pasos a su alrededor, que fue incapaz de identificar.
  Todos se quedaron en silencio, inmóviles. Y así se mantuvieron durante poco más de quince o veinte segundos, hasta que regresó la luz. La escena que se presentó ante sus ojos… era prácticamente idéntica.
  —¿No ha muerto nadie? —preguntó Suné, sorprendida—. Qué historia de detectives tan decepcionante.
  La hermana de Ae, lejos de cumplir la orden de quedarse quieta, se había recostado en el sofá, con los pies sobre una mesita de cristal. Hasta se había quitado los zapatos de tacón para estar más cómoda. El señor Hawkes, Sorio Mina, Billy Billy, el ama de llaves y la propia Ae permanecían en el mismo lugar exacto que ocupaban medio minuto atrás. No así Herminia, quien, agotada por el viaje, se había apoyado contra una estantería de libros.
  —Qué susto me he llevado —dijo la anciana, con una mano en el pecho—. ¿Estáis todos bien?
  Cuando estaban a punto de convencerse de que no había nada que lamentar, el señor Hawkes profirió un grito ahogado.
  —¡La daga! —exclamó, señalando a la repisa sobre la chimenea.
  —¿Qué daga? —preguntó el relojero, situado a su vera—. No veo ninguna daga.
  —¡Por eso mismo! —insistió el señor Hawkes—. ¿Veis ese pequeño soporte de madera? Sobre él, había una daga ornamental, con un diamante incrustado en el mango. Es un recuerdo que traje el año pasado de una excavación del Líbano.
  —Ah, sí, la recuerdo —asintió Herminia—. El mango era curvado, ¿verdad? Como una serpiente.
  —¡Exacto! ¡Alguien se la ha llevado!
  Todos se miraron entre sí, desconcertados. ¿Acababa de producirse un robo delante de sus narices? ¿Fue improvisado o premeditado? Por cómo la describían, parecía una daga realmente valiosa. Según el señor Hawkes, medía unos treinta centímetros, por lo que no resultaría fácil de ocultar.
  —Nadie saldrá de aquí hasta que aparezca —dijo el anciano, enfadado—. Si el ladrón confiesa, prometo que olvidaré que esto ha ocurrido.
  Como era previsible, no hubo respuesta alguna.
  —Deberíamos registrarlos a todos —sugirió Herminia.
  —Me parece bien. —Suné se puso en pie y se abrió de brazos, con una sonrisa seductora en el rostro—. Yo seré la primera. ¿Algún voluntario?
  El señor Hawkes, Sorio Mina y Billy Billy se aproximaron a ella con tanta velocidad que estuvieron a punto de derribarse los unos a los otros. Ae se interpuso en su camino antes de que pudiesen poner una mano encima a su hermana.
  —Asegúrate de no dejar ningún recoveco sin registrar, hermanita —dijo Suné.
  —Lo hará el ama de llaves —determinó Ae, para decepción de Suné—. Y yo la registraré a ella.
  Aunque no todos estaban de acuerdo con la decisión de Ae, nadie puso objeciones. Querían quitarse la sombra de la sospecha cuanto antes. Incluso el propio señor Hawkes aceptó ser registrado. Tras convencerse de que ninguno de ellos llevaba la daga encima, todos colaboraron para poner la sala patas arriba en busca del objeto robado. Después, volvieron a registrarse. Para asombro de los allí presentes (o de todos menos uno), no había rastro de la daga del Líbano por ninguna parte. Era imposible que hubiese desaparecido sin más.
  Ae se asomó por una de las ventanas, temiendo que alguien hubiese podido arrojar la daga al jardín. Por lo que podía apreciar desde su posición, en la segunda planta, allí abajo no había nada destacable. Además, el marco de ambas ventanas chirriaba al abrirse o cerrarse, por lo que, sin ninguna duda, se habría escuchado en medio del silencio. Tampoco era posible que la hubiesen sacado por la puerta, puesto que tanto Herminia como el ama de llaves, las dos más próximas al pasillo, lo habrían oído. En cualquier caso, tampoco había ningún lugar visible en el pasillo donde pudiera esconderse una daga de treinta centímetros de largo. Y, por supuesto, nadie habría tenido tiempo de llevársela más lejos y regresar a la sala de descanso antes de que se encendiesen las luces. No: definitivamente, la daga no había abandonado la sala durante el apagón.
  Suné, cansada de buscar, reconstruyó el sofá, desmontado durante el registro, para sentarse en él. Su hermana se aproximó a ella mientras los demás discutían junto a la chimenea.
  —No me fío ni un pelo del señor Hawkes —dijo Ae—. No conozco a ningún hombre millonario que esté bien de la cabeza. ¿Tú has notado algo?
  —La verdad es que sí —reconoció Suné—. He notado que esos pantalones que llevas te favorecen, sobre todo cuando estás de espaldas. ¿Dónde te los has comprado?
  —En ninguna parte. ¿Puedes tomarte la investigación en serio aunque solo sea por cinco minutos?
  Suné se encogió de hombros, con expresión aburrida.
  —Ser detecdiva no es lo mío, hermanita. ¿Por qué no mejor reímos?
  —¿Y eso de qué nos va a ayudar?
  —La risa es incompatible con el estrés. ¿No lo sabías?
  Pero Ae ya había dejado de escuchar. La joven detective recorrió la sala con la vista una y otra vez, en busca de algún posible escondite que hubiesen pasado por alto. No podía dejar que todos aquellos humanos la derrotaran. Y menos aún que lo hiciera uno solo de ellos. Sería humillante. Ae no era una detective normal y corriente; tal vez hubiese llegado el momento de recurrir a sus capacidades especiales.
  De pronto, la risa estridente de Suné retumbó en la sala, sobresaltando a todos los allí presentes, quienes se giraron hacia ella esperando una explicación.
  —Ya no estoy nada estresada —dijo al notar todas aquellas miradas—. Deberíais probarlo.
  —Lo tendremos en cuenta —respondió el señor Hawkes, perplejo.
  —¡Lo digo en serio! —insistió Suné—. ¿Por qué no lo intenta, señor Hache?
  La hermana de Ae caminó hasta el anciano, cuyas manos sostuvo con delicadeza entre las suyas.
  —Me temo que no es el mejor momento para reír, señorita…
  —Venga, venga, hágalo por mí.
  Suné le dedicó una sonrisa capaz de derretir un iceberg. El señor Hawkes se veía incapaz de apartar la mirada de los hipnóticos ojos verdes de aquella «detecdiva».
  —Estoy empezando a notar… cosas que hacía muchos años que no notaba —dijo el anciano.
  Suné posó las manos del señor Hawkes sobre sus caderas, y aproximó sus labios a la oreja izquierda del anciano, lo suficiente como para que pudiera notar su aliento.
  —Eso que tiene ahí abajo no es la daga del Líbano, ¿verdad? Porque me encantaría que lo fuera.
  —La daga n-no está aquí —reconoció, con voz titubeante.
  —¿Dónde está?
  —La saqué de la sala a-antes de que llegarais. Quería poner a prueba vuestra ca-capacidad de observación.
  Suné se separó del señor Hawkes y se giró hacia su hermana, quien presenciaba la escena con una mezcla de interés y vergüenza ajena.
  —Ahora sí: ¡caso resuelto!
  Ae asintió, aceptando su derrota. Prefería perder contra Suné antes que contra los humanos.
   
  El señor Hawkes no mintió al hablarles de la nota amenazante que recibió semanas atrás. En efecto, la policía se negaba a intervenir, pues no podían destinar medios a cada denuncia que alguien presentaba en comisaría. Por desgracia, eran demasiadas, y ser millonario no le daría preferencia sobre los casos cuya resolución resultaba más factible. Lo que sí le permitía su dinero, en cambio, era contratar a sus propios detectives privados.
  El anciano encargó esta tarea a uno de sus sirvientes, el más joven, quien apenas llevaba trabajando para él un par de meses. Su elección no fue casual. Ese joven era su principal sospechoso, por lo que, si Hawkes estaba en lo cierto, el susodicho se aseguraría de contratar a detectives de poca monta, que no fuesen capaces de resolver el misterio. De este modo, el sospechoso se libraría de ser descubierto.
  Si ninguno de los cuatro detectives hubiese sido capaz de descubrir el paradero de la daga del Líbano, el señor Hawkes habría confirmado sus sospechas. Sin embargo, una de ellas, Suné, había logrado desentrañar el misterio. ¿Fue un golpe de suerte o un acierto por parte del joven sirviente, quien, al final, resultaba ser inocente?
  Eso ya poco importaba. Tras lo sucedido en la sala de descanso de su mansión, el señor Hawkes necesitó ser ingresado de urgencia en el hospital más cercano. Desde su contacto estrecho con Suné, el corazón le latía a más velocidad, e incluso le costaba respirar. Afortunadamente, con el paso de los días, el anciano fue recuperando la normalidad.
  En cuanto los médicos le dieron el alta, Hawkes movió cielo y tierra para tratar de localizar a aquella mujer de ojos verdes, sonrisa embriagadora y dorada melena ondulada. Estaba dispuesto a compartir con ella toda su fortuna, e incluso a nombrarla única hereda, si era necesario, con tal de gozar de su compañía y sentir esa calidez que desprendía todo su ser.
  Pero Suné, así como Ae, habían desaparecido sin dejar rastro. No había nada sobre ellas en internet, y sus direcciones resultaron ser falsas. ¿Cómo era posible, entonces, que hubiesen recibido las invitaciones? Ese sí que era un misterio imposible de resolver…


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