Jaque
Polígonos industriales. Para algunos, una zona de trabajo. Para otros, de ocio. Fábricas, garajes, talleres, tiendas, discotecas… Una buena manera de reducir el bullicio y la contaminación de las ciudades. Por desgracia, no todos los polígonos industriales han cumplido con su propósito. Algunos, presentan un índice de ocupación que no llega al 50 %. Otros, directamente, están abandonados. La falta de mantenimiento y vigilancia provocan desgaste e inseguridad.
Un polígono medio abandonado, no obstante, se convierte en un buen lugar para esconderse. El fracaso de unos es la oportunidad de otros. Es fácil pasar desapercibido cuando no interesas a nadie. Pero no lo es tanto si tienes a todo un país detrás; en algunos casos, con una obsesión que roza lo enfermizo.
Ae hizo todo lo posible por no llamar la atención. Nadie habría sospechado de ella jamás, de no ser por la inoportuna intervención televisiva de su hermana mayor. Suné podía resultar de lo más convincente cuando se lo proponía. A veces, incluso, cuando no. Poseía un don innato para la persuasión, y sabía cómo aprovecharlo al máximo.
Un solo ciudadano habría sido incapaz de encontrar a Ae. El cuerpo de policía, en su conjunto, habría tenido serias dificultades. Pero cuando te enfrentas a la mirada inquiridora de toda una ciudad… No: ¡de todo un país! Nadie sabía mucho, pero muchos sabían un poco. Después, no tuvieron más que sumar. La escalera se fue formando peldaño a peldaño, hasta llegar a la «X» que marcaba el tesoro. Hasta llegar al escondite de Ae.
Suné se abrió paso entre las decenas de personas congregadas en el polígono industrial. Ante ella se iba formando un pasillo de perfecta rectitud, que desembocaba en la puerta de una de las grandes naves abandonadas. En el pasado, una tienda de muebles. Suné caminaba con paso firme aunque sin demasiada prisa, como una modelo en una pasarela. Y como una modelo en una pasarela, era el foco de todas las miradas y de no menos suspiros. Todos estaban allí por ella. La mayoría, estarían en cualquier lugar por ella. Algunos, aceptarían no estar en ningún lado por ella.
Casi medio centenar de agentes de policía habían rodeado la nave industrial. Ni siquiera una amenaza terrorista involucraba a tantos efectivos. Esto dificultaba en gran medida el propósito de Ae. En otras condiciones, la chica de ojos púrpura y cabello rubio recogido en dos trenzas podría haber huido con facilidad. Pero esto ya no dependía exclusivamente de Ae. No podía dejar que él se quedara solo. Sin ella, no sobreviviría.
Cuando los agentes de policía irrumpieron en la nave, Ae los recibió sin inmutarse. Aunque le ordenaron que se pusiese de rodillas y con las manos detrás de la cabeza, ella prefirió quedarse de pie, con los brazos cruzados, en una pose que denotaba su enfado.
—¿Se puede saber por qué has hecho esto? —preguntó al aire.
Suné volvió a abrirse paso, esta vez entre los agentes, hasta situarse frente a su hermana.
—Bajad las armas, por favor. —Hizo un gesto descendente con ambas manos para tratar de tranquilizarlos—. No es peligrosa.
—Sí que lo soy —replicó Ae.
—¡Ja, ja! ¿Cómo vas a ser peligrosa, con esa carita tan adorable?
Suné hizo el amago de acercarse más a ella. Ae la detuvo de inmediato.
—No tendrías que haber venido, Suné. Y menos con toda esta gente.
—¿Quién va a impedir que le dé un achuchón a mi hermanita?
—Yo.
—¡Ja! Lo llevas claro.
Suné abrazó a su hermana con tanta fuerza que podría haberla asfixiado entre sus pechos. Esto produjo sentimientos encontrados entre algunos agentes de policía. No así en Ae, quien se la quitó de encima de un empujón.
—¡Para ya! ¡¿No te das cuenta de que estás poniéndome en peligro?!
—Pero ¿qué dices? —Suné miró a los agentes, quienes las observaban con una mezcla de tensión e incredulidad—. ¿Tienes miedo de estas personitas?
—No. Tengo miedo de lo que me hará Punesut si no consigo salvar a ese tío de ahí.
Ae señaló a su espalda. No fue hasta ese momento cuando Suné se fijó en el hombre de la silla de ruedas. Bajo su ropa se podía apreciar que llevaba parte del cuerpo vendado. Aunque las vendas no permitiesen verle la cara, todos sabían de quién se trataba: Kyusen Costa, el hombre desaparecido varios días atrás.
—¿Te has encaprichado de él? —preguntó Suné con una sonrisa pícara.
—¿Es que no te has enterado? —Ae suspiró—. Punesut me ha ordenado cuidarlo. Si muere, volverán a encerrarme.
—¿Y no estaría mejor cuidado en un hospital?
Ae negó con la cabeza.
—Te respondo en dos palabras: Le Bacchette.
—Oh, qué palabras tan bonitas. Pero ¿no sería mejor decir «te quiero», o algo así? Sabes lo feliz que me haría…
—Cállate —la interrumpió, agotada—. Le Bacchette es una organización mafiosa. Si hubiese dejado a Kyusen en el hospital, ya se lo habrían cargado.
—¿Por qué?
—Eso da igual. Lo que importa es que acabas de atraer a Le Bacchette hasta aquí…
—Bueno, bueno, no te preocupes. —Suné no perdía la sonrisa—. Te ayudaré a escapar y me aseguraré de que nadie vuelva a buscarte, ¿vale? —Antes de que su hermana pudiera contestar, añadió algo más—. ¡Pero con una condición!
Ae torció el gesto. Sabía que aquello no le iba a gustar.
—¿Qué condición?
—Me quedaré contigo. Con vosotros —rectificó.
—No.
—Tú lo cuidas a él y yo te cuido a ti. Te cubriré de besitos y abrazos.
—¡Que no!
Por primera vez, Suné se puso seria.
—No puedes elegir, hermanita. O aceptas mis condiciones… o aceptas las de Punesut.
Ae masculló unas palabras ininteligibles. De haberlas pronunciado en alto, habrían hecho llorar a más de uno de los agentes allí presentes. O a ti, incluso.
—Me niego a aceptar esta dicotomía basada en amenazas. —Ae se mantuvo firme—. Tú me has metido en este lío, así que…
—De eso nada, monada —la interrumpió—. Tú has creado el lío. Yo solo le he añadido un extra de picante.
Ninguna de las dos parecía dispuesta a dar su brazo a torcer. Lo cual, por supuesto, solo dejaba una opción posible.
—Nos lo jugaremos en una batalla —sentenció Ae.
—Bueno, si no hay más remedio… —Suné se encogió de hombros.
—Si te gano, tendrás que ayudarme a ocultar a Kyusen Costa y asegurarte de que nadie nos siga. Después, nos dejarás en paz. Y si la situación se va de las manos y Punesut se enfada conmigo, tendrás que testificar a mi favor.
—Está bien —asintió Suné, conforme—. Pero, si gano yo, pasaremos los próximos días juntas. Días y noches —puntualizó—. Cuidaré de los dos, de tu amiguito y de ti, hasta que esté recuperado y puesto a salvo muy lejos de aquí, donde esos malvados mafiosos no puedan encontrarlo jamás.
Aunque la forma de hablar de Suné, quien trataba a su hermana como si fuese una niña, hacía que Ae sintiera escalofríos, esta aceptó las condiciones del acuerdo. Era el único modo de librarse de la policía, de los mafiosos, de los centenares de curiosos y de la propia Suné.
—Elige tus figuras —dijo Ae—. Yo ya tengo las mías.
Suné abandonó la nave. Ae se acercó a Kyusen Costa y desplazó la silla de ruedas hasta llegar a la línea policial. Los agentes, aún empuñando sus armas, la observaban sin entender nada de lo que estaba pasando.
—¿Se puede saber qué estáis haciendo? —les recriminó—. ¿Es que no habéis oído nada de lo que hemos hablado? Deberíais estar persiguiendo a los mafiosos, no a mí.
—Pero…
—¡Silencio! Sois tan inútiles que no os merecéis tener ni una sola línea de diálogo en este relato. Haced todo lo que os diga, y a callar.
Ae siguió empujando la silla de ruedas, como si todo aquello no fuera con ella. Los policías, avergonzados (sin saber bien por qué), la siguieron (sin saber bien por qué) de vuelta al exterior. Suné se encargó de organizar el escenario de la inminente batalla. Todos aquellos hombres y mujeres que acudieron en busca de Ae estaban a punto de convertirse en los espectadores de un duelo sin igual.
—Escuchadme bien —dijo Ae a los agentes que la acompañaban—. Puedo ayudaros a arrestar a la cúpula de Le Bachette, pero tenéis que seguir mis instrucciones al pie de la letra. —Nadie rechistó—. Vamos a necesitar a dos antidisturbios flanqueándonos a Kyusen Costa y a mí. También harán falta dos agentes a caballo y dos motorizados. Seremos la retaguardia. La vanguardia estará formada por otros ocho agentes a pie, formando una barrera.
Estos serían los dieciséis guerreros de Ae, ella incluida. Todos se situaron sobre sus respectivas casillas, de dos metros de ancho por dos de largo, en perfecta formación. Frente a ellos, separados por cuatro filas vacías, estaba el equipo de Suné. No necesitó seleccionar sus representantes, pues se ofrecieron voluntarios. A su izquierda estaba el mismísimo Luigi Nostra, segundo al mando de Le Bachette. Un viejo conocido de la policía, que, milagrosamente, jamás había pisado la cárcel. Otros seis miembros de «la familia» completaban la retaguardia. Su vanguardia, en cambio, estaba formada por ocho hombres ajenos a Le Bachette, ansiosos por ganarse la aprobación de Suné.
Y así comenzó tan particular partida de ajedrez.
En este juego, fiel reflejo de la vida, poseer la piel más clara suponía un privilegio. Dado que ninguna de las dos lideresas era de piel oscura, Ae se adjudicó el primer movimiento aludiendo al tono platino de su cabello. Sus rasgos nórdicos la situaban en la cúspide de los privilegios. Al menos, dentro del marco de las partidas de ajedrez.
Ae comenzó adelantando dos casillas al agente número 4, el que estaba situado justo delante de ella. Suné respondió imitando su movimiento. El agente de policía y el seguidor de Suné se miraron en silencio, con cierta incomodidad. Ninguno de los dos tenía nada en contra del otro, pero, de algún modo inexplicable, se habían convertido en enemigos mortales. En el futuro, les costaría narrar estos sucesos con precisión, como si todo aquello no fuese más que un sueño.
Acto seguido, Ae ordenó al agente número 3 que se situase al lado de su compañero adelantado, dejándolo a merced del enemigo. Una apertura clásica. El intercambio de golpes no se hizo esperar. La primera vez que dos luchadores coincidieron en una misma casilla, no supieron bien cómo actuar. Suné, poco amante de la violencia, se habría conformado con que la «figura capturada» abandonase el escenario de la batalla, pero Ae insistió en hacerlo más realista. Visto desde fuera, que un agente de policía renunciase a defenderse y se dejase golpear hasta la inconsciencia por uno de los miembros de Le Bachette podía resultar, cuanto menos, extraño. Tanto como que un agente motorizado atropellase a un mero empleado de oficina, cuyo mayor crimen fue seguir a la «reina» Suné con un fervor exacerbado. Aun así, nadie puso pegas.
Cada vez que uno de los luchadores caía al suelo derrotado, varios miembros del público lo arrastraban fuera del tablero, donde no molestase al desarrollo de la partida. Las motos tampoco se libraron de la violencia gratuita. La única condición inquebrantable, y en esto estaban de acuerdo ambas hermanas, era en que ninguno de los caballos sufriese el más mínimo rasguño. Los jinetes debían apearse para ser golpeados; si bien era opcional en el caso contrario, para disfrute de los más desaprensivos.
No sería la más exacta de las verdades afirmar que todas las reglas del noble ajedrez fueron respetadas aquella tarde. Ae irrumpió con tanta fuerza en una casilla ocupada por uno de sus rivales, que eliminó tanto a su ocupante como al hombre que había tras él. Aquello sería conocido entre los grandes maestros como la “ofensiva con onda expansiva”. Suné, por su parte, convenció a uno de los antidisturbios de bajar las armas y retirarse de la partida, e incluso del cuerpo de policía. Cambió el casco y el escudo por un secador de pelo y unas tijeras de peluquero, su verdadera vocación. Una bella historia de superación. Bueno, o quizá no. Nunca lo sabremos.
Sobre cuál de las dos hermanas fue la primera en incumplir las reglas del deporte bicolor, como en casi todo, hubo diferencia de opiniones. Si hubiesen estado obligados a responder, la totalidad de los espectadores, de los agentes de policía, de los miembros de Le Bachette y Suné habrían culpado a Ae. Por el contrario, Ae defendería que «todo aquello era culpa de Suné». En cuanto a Kyusen Costa, lo más probable era que no pudiese responder, así que lo dejamos en incógnita.
Como cualquiera que posea nociones básicas de ajedrez bien sabe, la figura del rey solo puede avanzar una casilla por turno. Esto dificultaba el verdadero objetivo de Luigi Nostra: atravesar la línea policial y apuñalar a Kyusen Costa. A poder ser, en repetidas ocasiones. En Le Bachette, la traición se pagaba con el más alto precio. Pero esa limitación del movimiento, sumado a que el ejército «no tan blanco» estaba comandado por la reina, y no por el rey, forzó a Luigi a buscar un plan alternativo. El segundo al mando de Le Bachette desenfundó su pistola y, aprovechando que le habían dejado una línea de tiro sin obstáculos, acribilló al pobre Kyusen Costa, quien no puedo hacer nada por esquivarlas, inmovilizado como estaba en su silla de ruedas.
Cuando los agentes de policía se abalanzaron sobre Luigi Nostra, ya era demasiado tarde. La partida había terminado. Los espectadores y los demás miembros de la mafia huyeron del polígono industrial, asustados por el fuego real, los unos, y sus posibles represalias, los otros.
Ajena a todo aquel caos, Suné se acercó a su hermana, quien permanecía de brazos cruzados, observando con rostro serio la silla de ruedas y el cuerpo de Kyusen.
—Parece que has ganado —dijo Ae, con un tono extrañamente indiferente.
—No te preocupes, cariño. —Suné le pasó el brazo por la espalda—. Hablaré con Punesut para explicarle lo que ha ocurrido.
—Estoy segura de que ya lo sabe. ¿Recuerdas lo que te dije? Si Kyusen Costa muere bajo mi cuidado, volverán a encerrarme.
—Por eso…
—Por eso —la interrumpió—, no sería tan idiota de poner su vida en peligro contra ti ni contra nadie.
Ae pateó el supuesto cadáver, dejando al descubierto la verdad. Lo que se escondía bajo aquellas vendas no era más que un muñeco. Suné no pudo reprimir una carcajada al descubrir el engaño.
—¿Dónde está el auténtico?
—Lejos. A salvo. Rucusire me advirtió de lo que estabas tramando, así que decidimos aprovecharlo en nuestro beneficio. Ahora, todo el mundo creerá que Kyusen Costa ha muerto. Le Bachette no se dedica a perseguir fantasmas.
—¿No vas a decírmelo?
—No mientras estén ellos mirando. —Eso va por vosotros—. Ya has atraído suficiente atención.
—¡Pues de nada!
Ae se marchó de allí, sin que ninguno de los agentes de policía tratase de impedirlo. Suné fue tras ella para cobrar su recompensa. Aunque Ae se hubiese salido con la suya, había perdido la partida de ajedrez humano. Debía cumplir su promesa. Pero esa es una historia para otro día.
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