Fecha de publicación: 30 de diciembre de 2024
Autor: Chris H.
Categoría: Ae
Etiquetas: Ae
Fecha de publicación: 30 de diciembre de 2024
Autor: Chris H.
Categoría: Ae
Etiquetas: Ae

Feliz Naevidad

  Oh, Laponia… ¿Qué se puede contar de este mágico lugar que no se haya dicho ya? La verdad es que apenas lo conozco. Solo sé que está en el norte de Europa y que hace mucho frío. Ah, pero lo de «mágico» no era una forma de hablar. Acabáis de presenciar a un escritor reconocer que no tiene ni idea de algo; es lo más cerca que vais a estar nunca de contemplar un milagro real.
  Laponia, qué lugar tan bello, supongo, pero qué nombre tan feo. En español suena a «país del escupitajo». En realidad, una definición más culta de «lapo» es «bofetada». Acabáis de presenciar a un escritor presumir de un conocimiento que no importa a nadie y que jamás podría emplear en un contexto no forzado. Esto ya es más natural.
  La bandera de Laponia parece una prueba de un test de inteligencia. Te ponen tres banderas parecidas y tienes que adivinar cuál sigue la serie. No es un país, sino una región dividida entre varias naciones: Noruega, Suecia, Rusia y el (falso) lugar de origen de Ae: Finlandia. Es allí, también, donde reside uno de los hombres más queridos del mundo, solo por debajo de Keanu Reeves: Santa Claus. Papá Noel, si lo preferís.
  Ae nunca ha sentido devoción alguna por la figura de Santa Claus. Cualquiera podría considerarlos polos opuestos, incluso. Y dado que Santa reside cerca del Polo Norte, Ae preferiría irse a vivir con los pingüinos.
  Pero allí estaba ella, plantada ante el enorme taller de Santa Claus, con niños correteando por todos lados, riendo, chillando, a veces llorando, porque son muy inestables. En definitiva: un infierno. Quien no opinaba lo mismo era su hermana Suné, vestida de Mamá Noel. De una versión más primaveral de dicho uniforme, cabría puntualizar, nada recomendable bajo aquellas bajísimas temperaturas. Pero eso no parecía importarle. Suné disfrutaba de aquel ambiente festivo como la que más. De una forma más comedida, sin necesidad de correr, chillar ni, por supuesto, llorar, pero tan ilusionada como cualquier otra visitante.
  La pequeña Núa completaba el grupo. Habituada a pasar desapercibida, tanto cuando quería como cuando no, se enfrentaba a una situación novedosa para ella. Suné también la había vestido de Mamá Noel, aunque mucho mejor abrigada, adaptada al invierno sami. Núa no se había resistido, pues tampoco habría servido de nada. Estaba allí para servir.
  Los niños y niñas se giraban al ver pasar a Núa con la misma emoción que sus padres se giraban al ver pasar a Suné. Curiosamente, los primeros ignoraban a la segunda, y viceversa. Lo más importante, en cualquier caso, era que todos ignorasen a Ae. La chica de ojos púrpura y largas trenzas gemelas necesitaba moverse sin levantar sospechas.
  La zona de visitantes del taller de Santa Claus era casi tan grande como el aeropuerto que habían dejado atrás. Había máquinas de empaquetado, cintas transportadoras, miles de adornos navideños e incluso animales reales. No era, en ningún caso, el lugar donde se fabricaban los juguetes, ya que sería imposible trabajar en esas condiciones, con decenas de niños tocándolo todo, música machacona repetitiva y luces de colores capaces de provocar un ataque epiléptico a una persona invidente. El auténtico taller debía de hallarse en algún lugar cercano, quizá una nave contigua, quizá el subsuelo… Lo único que quedaba claro era que, por el bien de todos, lo mantenían fuera de la zona delimitada para visitantes.
  Ae examinó con la mirada el perímetro de aquella estancia gigantesca, en busca de la entrada a los almacenes, las oficinas y demás salas exclusivas para empleados. No estaba allí para hacer turismo, desde luego. Tenía una misión. Una misión extremadamente complicada, que solo alguien como Ae podía tornar en posible. O eso creía ella, al menos.
  Los dos cebos estaban cumpliendo su labor a la perfección. Suné se bastaba de una sonrisa para atraer todas las miradas en un radio de cien metros. Su risa duplicaba el alcance. Núa parecía haberse mimetizado con los infantes, ya que corría de un lado para otro sin parar. En realidad, lo que pasaba era que estaba asustada e intentaba huir de ellos, sin éxito. Pero bien está lo que bien acaba. Menos para ella, claro. Lo superará.
  Ae se escurrió entre las sombras con gran agilidad. No se veía a una chica huir tan rápido y con tanta decisión de la multitud desde cualquier reunión aleatoria de cryptobros. En cuanto se aseguró de que nadie estuviera mirando en aquella dirección, subió un tramo de escaleras y atravesó la puerta que, a todas luces, la separaba de su objetivo.
  Al otro lado había un despacho, aunque no, aún, el que ella buscaba. El hombre que allí se encontraba levantó la mirada del montón interminable de papeles repartidos sobre su escritorio. No estaba siendo un día tranquilo para los trabajadores de Santa, y menos para alguien que ostentaba un cargo de cierta responsabilidad.
  —No puedes estar aquí, guapa —dijo con un forzado tono amable.
  —Quiero hablar con tu jefe.
  Al hombre le extrañó la forma tan directa con que se expresaba aquella visitante. No parecía estar molesta, pero tampoco actuaba, ni de lejos, como una de las infinitas seguidoras de Santa Claus.
  —Mi jefe, como bien sabes, es un hombre muy ocupado. Queda poco para Navidad, así que necesita asegurarse de que ningún niño o niña se quede sin su regalo.
  —Genial —respondió con indiferencia—. ¿Eres su secretario?
  —Bueno, prefiero considerarme su mano derecha.
  —¿Qué pone en tu contrato?
  —…
  —¿Qué pone? —insistió ella.
  —Sí, soy el puto secretario de Santa Claus. ¿Contenta?
  Ae asintió, satisfecha. No por haber descubierto la ocupación de aquel hombre, sino por haber logrado entablar conversación con la persona real que se escondía detrás de aquel uniforme de mamarracho navideño y aquellas falsas orejas picudas.
  —¿De qué vas disfrazado?
  —Se supone que soy un elfo.
  —¿Y qué tienen que ver los elfos con la Navidad?
  —¿Es que te acabas de caer de un árbol? —protestó el secretario—. Los elfos son un eufemismo para evitar hablar de trabajo infantil. Nadie quiere saber que los regalos son fabricados por niños. En cambio, si son elfos pequeñitos, despierta hasta ternura.
  Ae volvió a asentir. Había derribado otra máscara: la de la hipocresía.
  —¿No tienes amor propio? —preguntó la chica de ojos púrpura—. ¿Tanto te pagan como para dejar que te ridiculicen de esta forma? Ni siquiera se ha mencionado en la narración que tienes acondroplasia, para no ofender a nadie, pero es evidente que te han contratado por ese motivo, como si fueras un ser mágico al que exhibir ante los demás. Y, pese a todo, luego te encierran en una oficina…
  —Mira, bonita… —El secretario apartó los papeles de manera ordenada para evitar esparcirlos por error—. Permíteme que te deje clara una cosita, ¿quieres? Tengo dos hijos. El mayor quiere ser tenista, pero no sería capaz de ganar ni a nuestro perro. Porque, sí, también tenemos un perro. ¿Sabes cuánto cuestan las clases de tenis? ¿Y sabes cuánto cuesta mantener a un perro y dos niños? Porque al perro le gusta visitar al veterinario casi tanto como a mi hijo mayor romper las raquetas y perder las pelotas. Pero no puedo pedirle que lo deje, porque eso, al parecer, me haría ser un mal padre. Resulta que, ahora, ser sincero con tu hijo es de malos padres. ¡Tócate las narices! Tienes que darles la razón en todo, no vayas a ofenderlos y te cancelen, o algo así. Yo qué sé. No lo entiendo.
  —Pero…
  —Y mi hijo pequeño no deja de donar dinero a youtubers famosos. ¿Cómo lo hace? No me lo preguntes, porque no lo sé. Ya no sé si me roba las tarjetas, o si suplanta mi identidad, o si es un hacker tan bueno que se salta la protección de todos los bancos y organismos estatales. Pero lo hace. Mi hijo dona dinero a multimillonarios. Es así de tonto. ¿Y crees que el problema es Santa Claus?
  —Yo no he…
  —Porque el problema lo tengo yo. Muchos problemas. Muchos gastos. Y un único salario. La pobre de mi mujer no puede trabajar por invalidez, pero llevamos tres años para que nos concedan ayudas, y no hacen más que postergarlo, poner excusas y pedir más documentos. ¡Pero ¿qué más documentos queréis, por el amor de Santa?! Hemos rellenado tantos formularios que parecían estar preparándome para este trabajo. Pero no puedo quejarme, porque al menos tengo uno. Un trabajo, quiero decir. ¿Insinúas que me están ridiculizando por darme un trabajo de elfo sufriendo acondroplasia? Bueno, pues al menos me pagan. Porque lo de ridiculizarme lo llevan haciendo en todos lados desde que era un niño, y sin pagarme. Aquí, al menos, tengo un sueldo fijo. Sí, es cierto que en los meses previos a la Navidad no tenemos ni un segundo de descanso y hay que echar horas extra, pero soy feliz sabiendo que mi mujer, mis dos hijos, mi perro, nuestro veterinario, el profesor de tenis y algún youtuber famoso tendrán un plato caliente en la mesa gracias a mí. Gracias a Santa Claus. Gracias a la Navidad.
  Ambos se miraron en silencio durante lo que pareció una eternidad. Era una situación más tensa de lo previsto.
  —¿Has terminado? —preguntó Ae—. ¿Te has desahogado?
  —Sí. Me ha sentado bien —reconoció.
  —Estupendo. Pues ahora te toca escucharme a mí. Abre bien esas orejas. Las de verdad, no las que podrían sacarme un ojo si me acerco a contarte un secreto. —Ae señaló hacia la puerta que acababa de atravesar—. Mi hermana mayor está ahí fuera, a punto de provocar, como mínimo, medio centenar de crisis matrimoniales. Y mi ayudante está a punto de sufrir el ataque salvaje de no menos niños desquiciados. Si de verdad eres tan responsable como pareces, necesito que vayas a hablar con ellas para decirles que no necesitan seguir distrayendo a los visitantes. A cambio, hablaré con tu jefe para que te suban el sueldo.
  El secretario la miró con desconfianza.
  —¿Cómo esperas conseguir eso?
  —Tengo mis métodos.
  —Eso suena muy poco específico…
  —Es mejor que no sepas más —sentenció Ae.
  Tras unos instantes de reflexión, el secretario vestido de mamarracho se puso en pie.
  —¿Sabes qué? Algo me dice que eres capaz de lograrlo. Quizá sea tu mirada tan fría como el invierno, o el espíritu de la Navidad… Pero lo más seguro es que esté cegado por pura desesperación y me aferre a un clavo ardiendo. En cualquier caso, hay trato.
  El secretario le tendió la mano. Ae se la estrechó.
  —Hay trato —repitió ella.
  —El despacho de mi jefe está ahí —dijo mientras señalaba a la única otra puerta de aquella sala, detrás de su escritorio—. Buena suerte.
  Ae abrió la puerta sin llamar. Tal y como esperaba, lo que encontró fue un segundo despacho, más grande y lujoso que el primero, aunque sin demasiadas ostentaciones. Excepto por los previsibles adornos navideños, se trataba de un despacho bastante sobrio. No parecía que a Santa se le hubiese subido a la cabeza su fama. Disponía, eso sí, de un gran televisor, con no menos de sesenta pulgadas, y un cómodo sillón elevador en el que descansar sus cansadas rodillas. En el extremo opuesto del despacho había una nueva puerta, que quizá llevase al cuarto de baño, o quizá a la estancia personal de Santa Claus. Porque ¿vivía allí todo el año?
  El anciano de rostro amable y barba nívea dormía plácidamente en el sillón, ajeno al alboroto continuo del taller. De quien no podría mantenerse «ajeno» mucho más era de la propia Ae.
  —Eh, despierta.
  Santa abrió los ojos con expresión de confusión, como si no supiera dónde estaba, o como si ni siquiera fuese consciente de haberse quedado dormido.
  —Oh… ¿Quién eres? —dijo mientras recuperaba sus gafas de una mesilla cercana—. ¿Qué haces aquí arriba?
  —He venido a hablar contigo de negocios.
  —¿De negocios? —repitió, incrédulo, mientras se levantaba pesadamente del sillón—. Perdona, dame un segundo para que me recomponga.
  Ae cerró la puerta para asegurarse de que nadie pudiese espiar aquella conversación.
  —Voy a ser directa: quiero apropiarme la Navidad.
  —¿Qué? —Santa Claus se quedó paralizado, como si no estuviese seguro de haber entendido aquellas palabras—. ¿Y cómo esperas conseguir eso? —preguntó con una amplia sonrisa de incredulidad.
  —Con tu ayuda. Quiero que trabajes para mí.
  —¡Jo, jo, jo! —Santa se agarró la enorme panza mientras rompía a reír—. ¿Qué es esto, jovencita? ¿Una broma?
  Era una reacción comprensible. Pese a todo, Ae notó algo extraño en la mirada y en la forma de hablar de Santa Claus. Era como si… no le sorprendiese tanto como daba a entender.
  —No necesitas conocer los detalles —dijo Ae—, pero es imperativo que encuentre un modo de realizar buenas obras de forma constante. Como comprenderás, es algo que consume mucho tiempo, así que he pensado en subcontratarte. Subcontratar todo tu negocio. Quiero que, desde ahora, todo el bien que Santa Claus hace por los niños del mundo lleve mi sello personal.
  Papá Noel se acarició la barba, pensativo.
  —¿Qué has podido hacer que sea tan malo como para necesitar una campaña de blanqueo de imagen de tan alto nivel?
  Era muy inteligente si había llegado a esa conclusión con tan poca información.
  —Puede que destruyera el mundo, y puede que tenga unas hermanas de lo más rencorosas… Pero prefiero hablar del futuro, no del pasado.
  —Lo que pretendes es cambiar una larga tradición arraigada en la sociedad… ¿De verdad lo crees posible?
  —Bueno, así fue como nació la Navidad, ¿no? Solo hay que cambiarle el nombre y el logo. Ahora lo llaman «rebranding».
  —No puedes acabar con la Navidad, jovencita.
  Ae chasqueó la lengua, impaciente.
  —¿Cuándo he dicho que quiera acabar con la Navidad? Te he dicho que quiero apropiarme de ella. Controlarla. Todo será como hasta ahora, pero con una letra más: «Naevidad».
  —¿Eh? ¿Por qué?
  —Porque ese es mi nombre: Ae. Haré que la gente empiece a decir «Naevidad» en vez de «Navidad». Al principio solo serán unos pocos, e incluso parecerá un error ortográfico sin importancia. Pero tus empleados y tu red internacional se encargarán de extender ese inocente «error ortográfico» por todo el mundo y, no menos importante, a la comunicación oral. Se asentará en la mente de las personas sin que estas se den cuenta siquiera. Invadirá los algoritmos de internet. La gente dudará sobre cuál es la forma correcta. Y, al final, desaparecerá el término «Navidad».
  Santa Claus abrió los ojos como platos, entre impresionado y asustado.
  —¿A qué clase de mente retorcida se le puede ocurrir un plan semejante? Y lo peor de todo… es que creo que podría funcionar.
  —Por supuesto que funcionará —aseguró Ae, convencida—. Toda la comunidad hispanohablante dirá: «¡Feliz Naevidad!». Los ingleses dirán: «Merry Christmaes!». Los italianos dirán: «Buon Naetale!». Los portugueses dirán: «Feliz Naetal!». Los alemanes dirán: «Frohe Weihnaechten!». Y nosotros, los finlandeses, diremos: «Hyvää Jouluae!».
  —Lo tienes todo pensado…
  —Bueno, casi todo —reconoció Ae—. Aún me quedan algunos cabos sueltos, como el sueco y el noruego… Pero, en el peor de los casos, siempre podemos conquistarlos y obligarlos a hablar nuestro idioma.
  Santa Claus apoyó los brazos sobre el escritorio, con expresión agotada.
  —¿Qué será de mí?
  —Ah, no te preocupes por eso. —Ae le puso una mano en el hombro—. Quiero que sigas siendo la cara visible del negocio. Necesitamos que la transición sea lo más sutil posible. No tengo ninguna intención de hacerme famosa. Mientras me proveas de buenas obras hechas bajo mi mandato, dispondrás de libertad total. Tus renos serán los más felices del mundo. Aunque creo que tampoco tienen mucha competencia… Por cierto, ya no usáis renos para repartir, ¿no?
  —Nunca hemos usado renos para repartir —replicó Santa—. Es parte de la campaña publicitaria, mérito del departamento de márquetin. Usamos aviones, barcos y trenes, como todo el mundo. Y empresas de reparto local para llevar los regalos a las casas.
  —Perfecto. Ese es el tipo de trabajo que quiero que hagáis para mí. ¿Te parece bien que empecemos a redactar el contrato?
  Santa agachó la cabeza.
  —En realidad… llegas tarde.
  —Sí que os gusta iros pronto a la cama a los humanos de edad avanzada… —Ae suspiró, resignada—. Está bien, podemos dejarlo para mañana.
  —No, no lo digo por eso. —Santa parecía avergonzado—. Es que… ya he vendido el negocio.
  —¡¿Qué?! —Ae dio un paso atrás. Aquello era lo último que se esperaba—. ¡¿Cómo es posible?! ¡No habrá sido a Amazon, ¿verdad?!
  —Si te digo la verdad, ni siquiera sé para quién trabaja…
  Ae dirigió su mirada a la otra puerta de aquella sala.
  —Entonces, ¿esa puerta…?
  —Sí —asintió Santa—. Lleva al despacho de la nueva presidenta.
  —¿«Presidenta»? ¿Y qué puesto ocupas tú en todo este entramado?
  —Yo soy… vicepresidente. No está mal —añadió, como autoconvenciéndose—. El nombre del cargo es parecido, pero ya no tomo ninguna decisión. Solo obedezco.
  —Entonces, pierdo el tiempo hablando contigo.
  Antes de que Ae pudiera atravesar la última puerta, Santa Claus se interpuso en su camino. La chica rebotó contra la panza oronda del corpulento anciano.
  —Lo siento, no puedo permitírtelo.
  —¿Qué? —Ae no daba crédito.
  —Parte de mi trabajo consiste en evitar que nadie moleste a la presidenta.
  Ae sonrió, confiada, mientras chasqueaba sus nudillos.
  —¿Y cómo esperas conseguirlo, abuelete?
  Santa abrió de golpe su clásica chaqueta roja y desenfundó una pistola que llevaba oculta, con la que no dudó en apuntar a Ae.
  —¡No me obligues a utilizarla!
  La chica lo observó con sus profundos ojos púrpura, sin pestañear. No parecía asustada.
  —¿Crees que eso me va a detener, viejo loco?
  Santa, cada vez más nervioso, cambió de objetivo: se apuntó a sí mismo.
  —¡Márchate o me pego un tiro! ¡Sin mí, tu plan no podrá llevarse a cabo!
  Ae sabía que tenía razón. Necesitaba la clásica imagen de Papá Noel para llegar a todo el mundo sin levantar sospechas. De nada le servía una fría red de transporte sin el componente emocional.
  —Tranquilízate, Santa. —Esta vez, Ae se aseguró de usar un tono menos hostil—. Piensa en cuánto sufrirían los niños si supieran que has muerto.
  —Puede ser. Pero solo al principio —remarcó—. No tardarán en encontrar a otro para sustituirme. Una nueva festividad, una nueva figura mitológica… No creo que a Disney le costara mucho trabajo, la verdad. Me juego un brazo a que ya tienen todo preparado para cuando abandone este mundo.
  —Eso no es verdad —replicó Ae—. El mundo te necesita.
  —El viejo mundo, tal vez… Pero ¿para qué necesita el nuevo mundo a un triste vicepresidente como yo? He quedado relegado a un puesto insignificante… Mi trabajo se ha vuelto prescindible. ¿Qué mérito tengo, eh?
  —Tú has construido todo esto, Santa. Considéralo un merecido retiro. ¿Por qué no te tomas unas largas vacaciones? Ahora tienes once meses libres al año. Aprovéchalos para hacer lo que siempre quisiste.
  Santa titubeó. Parecía al borde del llanto.
  —Me gustaría ir a un lugar cálido… Aquí hace tanto frío…
  —Buena idea. ¿Quieres que te ayude a comprar el billete o sabes usar internet?
  Santa negó con la cabeza.
  —¡No puedo hacerlo!
  —Es muy fácil, solo necesitas un teléfono móvil o un ordenador con conexión a internet, y…
  —No me refiero a eso —la interrumpió—. Me refiero a que no puedo marcharme. Eso sería aceptar que me he vuelto un viejo inútil…
  —Mira, amigo… —Ae trató de mantener la compostura—. Haz lo que consideres mejor para sentirte realizado. No me interpondré. Pero es evidente que no estás cómodo con tu labor actual. ¿Por qué defiendes con tanto ímpetu a la misma persona que te ha puesto en esta situación?
  Santa bajó la pistola.
  —Porque… es la que manda.
  —Eso lo entiendo —asintió Ae—. Pero no tiene por qué seguir siendo así. Como te he dicho, quiero ponerme al frente de este negocio, y eso incluye quitarte de encima a la nueva presidenta. Conmigo, las cosas irán mejor. Insisto: ¡tendrás libertad total! Mientras sigas repartiendo regalos y añadas la «e» en «Naevidad», no tendrás ni que verme la cara. Puedes quedarte mi despacho. Puedes hacerte un despacho doble, si quieres. O triple. ¿Quieres el cargo de presidente? Tuyo es. Como si te quieres proclamar rey de Laponia. Tendrás mi aprobación y mi protección.
  —Pero ¿qué puedes hacer tú contra la presidenta? No eres más que una chiquilla…
  —Te aseguro que soy bastante más que eso. No me subestimes.
  —No subestimes tú a la presidenta…
  —¡Hola!
  Ambos se giraron hacia la puerta que comunicaba con el despacho del secretario. Alguien acababa de unirse a ellos. Pero no se trataba del propio secretario, como cabría esperar, sino de una joven mujer de belleza deslumbrante y un vestido de Mamá Noel poco apropiado para aquella época.
  —¿Por qué tardas tanto, cariño? —preguntó Suné con expresión cansada.
  —Han surgido complicaciones —respondió su hermana—. ¿Dónde está Núa?
  —¿Quién?
  —Da igual. Di la verdad: has venido a buscarme para ver a Santa, no porque te estuvieses aburriendo de esperar.
  Una amplia sonrisa se dibujó en el rostro de Suné.
  —¡Ja, ja! Me has pillado. Ya que estoy aquí, quería conocerlo en persona. No os importa, ¿verdad?
  Ae se encogió de hombros.
  —Mientras no molestes…
  —¿Yo? ¡Nunca!
  —¿Quién es…? —preguntó Santa con voz temblorosa—. ¿Quién es esta señorita?
  —Mi hermana mayor —explicó Ae.
  —¿Tu her…?
  —¡Encantada! —Suné saludó a Santa con un abrazo—. Me llamo Suné.
  —Y-yo me llamo Santa Claus. Pero puedes llamarme Santa.
  —¡Ya lo sé! —Suné rió—. ¿Acaso hay alguien que no te conozca? Si hasta has despertado el interés de mi hermanita, y eso está al alcance de muy pocos…
  Papá Noel se giró hacia Ae. Su expresión era firme y decidida. Las dudas y el miedo habían desaparecido de su rostro y de su corazón.
  —Tienes que convertirte en la nueva presidenta. Por favor.
  Ae alternó la mirada entre Suné y Santa. Entendía perfectamente a qué se debía ese cambio de actitud.
  —Tengo una idea mejor —dijo la chica de ojos púrpura—. Nombraré presidenta a Suné. Así podréis trabajar juntos. ¿Os parece bien?
  —¡Sí! —exclamó Santa sin dudarlo.
  —¿Presidenta del taller de Santa Claus? —dijo Suné, emocionada—. ¿En serio?
  —No solo del taller —respondió Ae—. De toda la marca Santa Claus.
  —Espera, ¡¿eso significa que Santa va a trabajar para mí?!
  —¡Sí! —exclamó él, incapaz de pronunciar otra palabra.
  —¡Qué bien! Podemos inventar juguetes nuevos.
  —¡Sí! Y… me puedes usar de taburete para apoyar los pies.
  —¡Qué divertido!
  Ae cruzó la última puerta y se apresuró a cerrarla tras ella. No quería seguir oyendo aquella conversación.
  El despacho de la presidenta no se parecía en nada a los dos anteriores. Era una sala oscura, apenas iluminada por una lámpara tenue. Toda la pared del fondo estaba ocupada por lo que parecía un gran ordenador, con decenas de botones y palancas de uso incierto.
  —¿La presidenta… es una inteligencia artificial?
  —No —respondió una voz—. Pero esa habría sido una trama interesante. Apúntatela para otro capítulo.
  Ae se giró hacia el lateral de la sala, sobresaltada. Allí había una mujer musculosa, de piel bronceada y un llamativo pelo rojizo. Era su hermana Sar.
  —¡¿Qué estás haciendo aquí?! —protestó Ae—. ¡Ya apareciste en el capítulo anterior!
  —¿Y qué pasa? Tengo el mismo derecho que tú a estar aquí.
  —De eso nada. Mira el título de la sección. Pone «Ae», no «Sar».
  —Que sepas que he escuchado toda tu conversación con el vicepresidente Claus.
  —¿Así lo llamas?
  —Bueno, lo acabo de improvisar. Menudas ideas tienes, rubita. ¡Ja, ja!
  —Sabes perfectamente por qué lo hago…
  —Sí, sí. Pero llegas tarde. Santa Claus, su taller y su red de transportes internacionales me pertenecen.
  Ae dedicó a su hermana una mirada tan intensa que podría derretir todo el hielo de Laponia. Sar nunca había hecho el más mínimo esfuerzo por realizar buenas obras. Era la discordia personificada.
  —¿Has comprado la empresa para hundirla? —le recriminó Ae.
  —Claro que no. ¡Pero si es una maravilla!
  —¿Y…?
  —Es una maravilla que puedo aprovechar.
  —Ajá. —Ae no iba mal encaminada—. Define «aprovechar».
  —En realidad, lo único que estoy haciendo es perfeccionar el negocio. Abaratar costes para hacerlo más sostenible. Mejorar las condiciones de trabajo.
  —¿Esperas que me lo crea?
  —Estoy diciendo la verdad —aseguró Sar—. Para empezar, los juguetes ya no se fabrican aquí. Los importamos de China. El «gigante dormido» está cada vez más próximo a despertar. Una estabilidad nacional que provocará una inestabilidad mundial. Al mismo tiempo, estamos creando una suscripción anual que permite abaratar los gastos de envío, e incluso suprimirlos. Esto dará a los compradores la impresión de ahorrar dinero, pero lo que conseguirá será que se multiplique el gasto. Sobre todo, porque vamos a barrer a la competencia. A la gente de a pie eso le da igual. Prefieren ahorrarse un euro que ayudar a los negocios locales. De aquí a cinco años espero extender la Navidad a todos los meses del año.
  —Vas a necesitar mucho más de cinco años para modificar una fiesta religiosa… No intentes convencer a sus seguidores, porque no son muy dados a escuchar ningún tipo de razonamiento.
  —¿Y qué sugieres? ¿Que los engañe, como tu plan de la «Naevidad»? Prefiero ser directa. La religión ya no importa, rubita.
  —Por favor, no me digas que esto es otra crítica infantil al capitalismo para que la gente con pocas luces se sienta inteligente por entender algo de nivel básico…
  —¡El capitalismo tampoco importa! —replicó Sar—. La Navidad no es un asunto religioso ni económico, sino de identidad. Todo el mundo siente la necesidad de pertenecer a algo; de asimilarlo como si fuera parte de ellos. Los seguidores de un club deportivo, por ejemplo, se consideran una parte más del equipo, aunque no participen ni aporten dinero. Solo por animar. ¿Lo entiendes? Ser de ese club es, para ellos, una característica más de su personalidad. No: de su persona. Y lo mismo sucede con la Navidad. Cualquiera puede ser parte de ella: religiosos, ateos, millonarios, e incluso familias pobres aplastadas y trituradas por el sistema capitalista. ¡Ellos adoran la Navidad tanto como los demás! ¿Qué importa la economía, rubita? La adoran porque es parte de su identidad. Ni sueñes con arrebatárselo, ya que sería como pretender arrancarles una extremidad. Están tan empapados en su propia ficción que muchos son incapaces de comprender que haya otros a los que la Navidad les resulte tan interesante como una coliflor hervida. «¿Cómo osan menospreciar lo único a lo que podemos aferrarnos cuando no tenemos nada más?». Y, con esto, das a la gente que no tiene nada una falsa sensación de posesión. Algo por lo que ilusionarse. Es el engaño mejor confeccionado del mundo. Y ahora es mío.
  Sar se cruzó de brazos, sonriente y orgullosa. Era un plan que no podía fracasar. Llevaba funcionando tanto tiempo…
  —No te voy a negar —dijo Ae— que me atrae la idea de ver a los humanos destrozarse a sí mismos. Durante mucho tiempo, yo hice lo mismo que tú. Me limité a echar un poco de leña a una hoguera que llevaba milenios encendida.
  —Bueno, tú más bien echaste gasolina y dinamita…
  —Es posible que me pasara un poco —reconoció la hermana menor—. Al menos, eso piensa Punesut. E insiste mucho en que no se repita todo aquello. Desde entonces, no me quita la vista de encima, así que necesito demostrarle que soy capaz de convivir con los seres humanos, e incluso de hacer que me adoren.
  Sar se quedó pensativa unos segundos.
  —¿No dijo que bastaba con que no te inmiscuyeras?
  —Ya, pero a veces me lo ponen muy difícil. Así que necesito compensar de algún modo. Esto es lo que quiero comprar: una industria compensatoria.
  —Pues esa industria ahora es mía —sentenció Sar—. Se siente.
  —Puedes quedártela, no me importa. Solo te pido que hagas un par de cambios intrascendentes. No te supondrán ninguna molestia.
  Sar apoyó la espalda contra la pared, expectante.
  —Te escucho.
  —El primero ya lo sabes: cambiar de forma sutil y progresiva «Navidad» por «Naevidad».
  —Podría hacerse —asintió la mujer pelirroja.
  —Segundo: deja que Suné y Santa Claus trabajen juntos. Así él estará feliz y ella dejará de incordiarme tanto.
  —¿Tener entretenida a Suné? No me lo tienes que pedir dos veces.
  —Bien. Pues el último cambio es el más sencillo: súbele el sueldo al secretario de Santa. Se lo he prometido.
  Sar observó a su hermana en silencio durante casi medio minuto. Ae le sostuvo la mirada, impertérrita.
  —Está bien, me has convencido.
  —Te lo agradezco —respondió Ae, aliviada.
  —Pero algún día me cobraré este favor. Lo sabes, ¿verdad?
  —Contaba con ello.
  Sar se acercó a su hermana y le dio un golpe amistoso en el brazo.
  —Feliz Naevidad, rubita.
  —Feliz Naevidad, señora presidenta.


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3 Comentarios

  1. Pinza Roja

    Feliz aeño Chris!

    Con esta historia, no me cabe duda de que Ae lee «Dibu * Hito» todos los lunes (bueno, los que sale)

    Responder
    • Chris H.

      ¿Tú crees? Tengo la impresión de que Ae no los aguantaría ni diez segundos… A Suné seguro que sí le hacen gracia. O al menos lo fingiría.

      ¡Feliz Naevidad y feliz año!

      Responder
      • Pinza Roja

        Yo creo que Ae puede llegar a tener un sentido del humor sorprendentemente afín a la tira cómica. Especialmente cuando le da por habitar el papel de narrador

        Lo cual, bien pensado, no es incompatible con que fuera incapaz de aguantar la tira 10 segundos.

        Responder

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  1. Pinza Roja

    Feliz aeño Chris!

    Con esta historia, no me cabe duda de que Ae lee «Dibu * Hito» todos los lunes (bueno, los que sale)

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    • Chris H.

      ¿Tú crees? Tengo la impresión de que Ae no los aguantaría ni diez segundos… A Suné seguro que sí le hacen gracia. O al menos lo fingiría.

      ¡Feliz Naevidad y feliz año!

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      • Pinza Roja

        Yo creo que Ae puede llegar a tener un sentido del humor sorprendentemente afín a la tira cómica. Especialmente cuando le da por habitar el papel de narrador

        Lo cual, bien pensado, no es incompatible con que fuera incapaz de aguantar la tira 10 segundos.

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