Dulce muerte
La vida no es un viaje apacible. Podríamos, si quisiéramos, hacer un símil con una travesía por el desierto. No es fácil para nadie, si bien es cierto que algunos avanzan a pie, otros en todoterreno y otros en avioneta. Algunos se cruzan con oasis o ciudades, mientras que otros solo ven arena. Quizá encuentren largas explanadas, o quizá campos infinitos de dunas. Los menos afortunados abandonan el viaje antes de aprender a hablar. Los carentes de empatía se dedican a poner obstáculos al resto. No hay dos viajeros iguales. Eso sí: su destino es el mismo.
Johan estaba cansado de andar. De deambular. Sus piernas ya no respondían. Su mente había tirado la toalla. Una toalla seca y áspera, hecha jirones. Le enseñaron la importancia de caer y volver a levantarse, pero nunca a ser el dueño de sus emociones. Irónico, siendo su padre gestor, que nunca hubiesen cruzado ni media palabra sobre el tema. Johan era víctima de la sociedad, un verdugo que nunca pagaba por sus delitos.
Encerrado en su garaje, supo que nadie lo echaría en falta. Johan pasó la mano por el lateral del coche, lo cual no le transmitió ninguna sensación en absoluto. Había trabajado muy duro para poder comprarlo. En algún momento de su vida, fue uno de sus sueños. La primera vez que pudo tocarlo, que lo asimiló como suyo, se sintió un poco más cerca de la felicidad. Fugaz, materialista, pero felicidad. Ya nada quedaba de eso. Ese vehículo sería su doncella de hierro.
Johan se aseguró de obstruir la ventilación del garaje antes de encender el motor. Necesitaba todo ese monóxido de carbono en sus pulmones. Solo así podría alcanzar la anhelada muerte dulce. El dolor de cabeza y los mareos serían un nimio precio a pagar. El premio final borraría todo el sufrimiento de un plumazo, como si nunca hubiese existido. Se acabó la arena. Se acabaron las dunas. Se acabó el desierto.
La música de jazz lo ayudó a calmarse un poco. Aunque no tanto como el gas. Johan, sentado en el asiento trasero, donde tenía más espacio para ponerse cómodo, empezó a notar cómo se le nublaba la vista. La última imagen que grabó su retina fue la del retrovisor, donde vio su propio reflejo. No se reconoció.
De pronto, el desierto se convirtió en un mar en calma. Johan sentía su cuerpo sumergiéndose en las profundidades. Pero no le importaba. Su estado de semiconsciencia no procesaba ese tipo de pensamientos. Sí que le permitió observar, no obstante, el brazo que trataba de alcanzarlo desde la superficie, como si pretendiera salvarlo. ¿Aún quedaba algo de esperanza?
Johan notó una mano sobre su hombro. Era un tacto gentil…, hasta que dejó de serlo.
—¡Eh, despierta!
La mano sacudió su hombro. No le importó la brusquedad; jamás pensó que fuese a volver a sentir el tacto humano. Johan despertó poco a poco, como un ordenador cargando el sistema operativo.
—¿Es que no tienes cama? —le recriminó la voz—. ¿Qué haces durmiendo en el coche?
—Lo siento —respondió sin saber bien por qué.
—Venga, sal de ahí.
Johan obedeció a aquella chica de cabello dorado recogido en dos trenzas. Estaba convencido de no conocerla, aunque lo cierto es que su mente no se encontraba en un momento de extrema lucidez. Bien podría ser su sobrina. ¿Tenía sobrina? Sí, sí que la tenía, aunque era algo más joven que aquella chica rubia.
—¿Quién eres? —preguntó Johan.
—Me llamo Ae. Pero no te preocupes por mí. Preocúpate por ella.
No fue hasta ese instante cuando Johan reparó en la otra chica. Ella tampoco era su sobrina. De hecho, ni siquiera parecía occidental. Tenía los ojos rasgados, el pelo oscuro, con dos coletas laterales, y una mirada fría que no parecía pertenecer a aquel cuerpo de apariencia inocente y delicada. Cuando sus miradas se cruzaron, Johan sintió un escalofrío.
—Te presento a la Muerte —dijo Ae.
Johan apoyó la espalda contra la puerta del coche, con el corazón acelerado. Sentía que le faltaba el aire.
—No soy la Muerte —protestó la asiática, en tono aburrido.
—¿Estoy muerto?
—Casi —respondió Ae.
—¿«Casi»? —repitió Johan, confundido—. ¿Esto es… el limbo?
—Es tu garaje, ¿no lo ves?
Se hizo el silencio. Johan no estaba seguro de si aquello había sido una broma o una respuesta obvia. Parecía su garaje, desde luego. Y ellas parecían dos chicas normales, con ropa normal, voz normal y, en definitiva, nada que las hiciese ver cómo la Muerte y su acompañante. ¿Desde cuándo iba acompañada la Muerte, para empezar? Seguro que en muchas religiones sí, pero Johan no conocía ninguna en profundidad. La suya, la que le habían enseñado desde pequeño, aunque nunca se sintió muy identificado con ella, no se prestaba a la imaginación.
—¿Sois ángeles?
Ae rompió a reír.
—¿Esto te parece un ángel? —dijo, señalando a la otra.
—N-No lo sé…
—Pues ya está. —A Ae le pareció evidencia suficiente—. Hemos venido a hacerte una propuesta. ¿Quieres escucharla?
—¿Qué…?
—Sí, claro que quieres. —Ae lo empujó de vuelta al interior del coche. Ella se sentó a su lado, en la parte trasera. La chica morena permaneció fuera, algo retirada—. Escúchame, colega. —Ae bajó la voz—. ¿Ves a esa que está ahí fuera? Sé que no nos parecemos en nada, pero es mi hermana. —Aquello dejó atónito a Johan, aunque no era nada en comparación con lo que estaba por venir—. Se llama Rucusire. Ha venido a recolectar tu energía vital. Cuando lo haga, se acabó. No hay vuelta atrás. No hay posible resurrección o reencarnación. No hay otra vida esperándote tras la línea.
—Vale… —fue lo único que pudo articular, con el corazón en un puño—. ¿Estoy…? ¿Estoy muerto?
—No avanzas, ¿eh? —Ae suspiró—. Mira, te voy a ser sincera. No debería decirte esto, pero lo voy a hacer, a ver si así te centras. Rucusire y yo hemos hecho una apuesta. No puedo decirte quién ha apostado por cada opción, así que no preguntes, ¿eh?
—No, no —respondió, tratando de disimular su miedo.
—Buen chico. —Los ojos color púrpura de aquella joven desprendían un brillo hipnótico, como una piedra preciosa. Era una expresión impredecible—. ¿Alguna vez has soñado con la vida eterna?
Johan tardó un par de segundos en contestar. Aún le costaba asimilar su situación.
—Sí, claro. ¿Y quién no? —añadió, como justificándose.
Ae sonrió. Era la respuesta que esperaba.
—¿Sabes por qué está aquí Rucusire? —No esperó a que respondiera—. Porque tú la has invocado. ¿Ese truco del gas? Muy bueno, sí. Que le den a la vida, ¿verdad? Está sobrevalorada. No voy a negar que tenga sus cosas buenas, pero ¿tanto como para querer vivirla eternamente?
El silencio repentino de Ae daba a entender que esperaba una respuesta.
—Es complicado —concluyó Johan.
—Lo es, lo es. Tampoco es como si os dieran a elegir, ¿verdad? —La sonrisa de Ae se volvió más amplia e inquietante—. Pero ¿qué pasaría si sí se pudiese elegir?
—¿Vivir eternamente?
—¡Imagínate! —Ae fingió sorpresa, como si estuviese tratando con un niño pequeño—. ¡Ser inmortal! ¡Guau!
—Sí, supongo que sí. —A Johan se le escapó una risa nerviosa.
—Si Rucusire cumple su trabajo, ¡zas! Se acabó lo que se daba. —Ae se pasó la mano por el cuello. Johan tragó saliva—. Pero, si se hace la despistada y se marcha… ¿Entiendes lo que te estoy proponiendo?
—Pues… no estoy seguro. —Lo sospechaba, pero no quería pasarse de listo.
—¡La inmortalidad! —Su grito lo sobresaltó—. ¿Qué me dices? ¿La aceptas o no?
—Eh…
—¡Espera! No respondas tan rápido, no seas ingenuo. Siempre hay que leer la letra pequeña antes de firmar. —Ae volvió a bajar la voz, como si no quisiera que Rucusire los escuchara—. Esta inmortalidad deja de tener validez si sufres heridas muy graves. No es que vayas a convertirte en un superhéroe de repente. Si te cortan la cabeza, si te sacan el corazón o si explotas en cachitos, tu inmortalidad expira. Puedes morir desangrado o asfixiado, siempre y cuando no te lo provoques a ti mismo. Como se te ocurra pedir ayuda o contratar a alguien para acabar con tu vida, serás castigado. ¿Lo pillas? Inmortalidad hasta las últimas consecuencias. ¡Nada de tirarte a las vías del tren!
—Sí, sí —la interrumpió, incapaz de seguir imaginando escenas de su muerte—. Lo entiendo. Es decir, que salvo que sufra un accidente…
—¡No provocado!
—Salvo que sufra un accidente no provocado…
—O se vuelva a acabar el mundo —puntualizó Ae.
—Sí. O se vuelva a… Espera, ¿cómo dices?
Ae hizo un gesto con la mano para indicarle que no tenía importancia.
—Bueno, ¿cuál es tu respuesta?
Johan cogió y soltó aire lentamente para tranquilizarse. Todo estaba yendo demasiado rápido. Necesitaba bajar las revoluciones de la conversación y de su corazón.
—Antes de que vinierais —dijo al fin—, estaba a punto de quitarme la vida… Bueno, en cierto modo, se podría decir que lo conseguí; por eso estáis aquí.
—Por eso está ella aquí —puntualizó Ae—. Yo solo he venido por la apuesta.
Una vez más, Johan no supo descifrar si bromeaba o hablaba en serio.
—No he sido capaz de aguantar ni cuarenta años de una vida normal, ¿cómo voy a ser capaz de soportar la vida eterna?
—¿Prefieres morir?
Johan no supo qué responder. Ni siquiera estaba seguro. Por un lado, su razón, o quizá su instinto de supervivencia, deseaba aferrarse a la vida, como cualquier otro ser vivo. Estaba en su naturaleza. Pero, por otro lado, ¿acaso no había estado a punto de suicidarse? No, no «a punto». Lo había hecho. Y lo había hecho por iniciativa propia, con su propia razón y su propio instinto de supervivencia. ¿Cómo podían coexistir dos realidades opuestas en un mismo ser?
—Tal vez prefiera morir —reconoció, entre apenado y avergonzado—. Mejor dicho: tal vez sea la única opción que soy capaz de afrontar.
Ae lo observó en silencio durante varios segundos, analizando su respuesta.
—Estás pasando por un mal momento, lo entiendo. Ahora lo ves todo negro. Has perdido la esperanza. Pero ¿no te das cuenta de que la tristeza es una emoción temporal, como todas las demás?
—No puedo soportarlo más… — Johan parecía al borde de las lágrimas—. Mi vida no tiene sentido.
—¡Pero eso puede cambiar! —insistió ella—. Tu vida hasta ahora era una mierda, vale, me has convencido. No tenías nada especial. Eras una abeja obrera, sin sueños ni motivación. Además, no eres listo ni guapo. Todo mal.
—¿Estás intentando animarme o hundirme del todo?
—Ni la una ni la otra. Lo que te estoy diciendo es que la inmortalidad lo cambiaría todo. Serías único. Todos te envidiarían. Podrías hacerte millonario solo con eso. Aparecerías en los libros de historia. Incluso podrías leerlos tú mismo, porque no envejecerías.
La expresión de Johan fue cambiando con el paso de los segundos. Esa tristeza inicial se había convertido en una sutil sonrisa, tal vez imaginando cómo sería su vida en las condiciones descritas por Ae.
—Reconozco que no suena mal… Nada mal…
—¿Verdad que no?
Johan guardó silencio, pensativo.
—Creo que me voy a arriesgar —dijo al fin—. Hay demasiadas cosas en la vida que no he experimentado, más las que están por venir en el futuro. Cosas que ahora no podemos ni imaginar.
Por primera vez en mucho tiempo, Johan se sintió ilusionado por algo.
—Entonces —dijo ella—, para que no queden dudas: ¿elegirías la vida eterna?
—Cuanto más lo pienso, más convencido estoy. —Johan sonrió—. Aunque debo decir que era muy obvio a qué opción habías apostado tú. Supongo que has ganado.
—¡Pues sí! —Ae salió del coche—. Vamos, ven conmigo.
Rucusire los esperaba en la misma posición, de brazos cruzados. Aunque no había cambiado, Johan la veía de otra manera. Ya no le daba miedo. Ahora, le parecía poco más que una adolescente normal y corriente, sin ningún poder. Incluso la habría podido definir como encantadora o adorable, a su modo.
—Lamento decirte que has perdido la apuesta —bromeó Johan.
—Yo no aposté nada —replicó Rucusire—. Esto es cosa suya.
—Pero he ganado igual —presumió Ae.
—Ni siquiera sé en qué consistía esa apuesta —añadió Rucusire, indiferente.
—En elegir si prefiero morir ahora o la vida eterna —dijo Johan, con una confianza cada vez mayor, como si estuviese hablando con dos amigas. Excepto que…
—Te equivocas —respondió Ae—. No quería comprobar cuál era tu elección, sino, fuese cual fuese, hacerte cambiarla. Y debo decir que lo conseguí sin esfuerzo. Así de débil es la mente humana. Es posible manipularla incluso en cuestiones de vida o muerte. Toda tu existencia ha estado en mis manos, y a ti te ha parecido bien.
Johan se sintió un poco ofendido, aunque no podía negar que tenía razón en algo: pasó de estar convencido de una opción, a estarlo de la contraria. Pero esa pequeña humillación, si es que se podía considerar tal cosa, palidecía en comparación con lo que él estaba a punto de obtener.
—He elegido la inmortalidad —informó a Rucusire.
—¿Cómo dices?
—De las dos opciones, he elegido vida eterna.
Rucusire clavó la mirada en su hermana.
—¿Qué le has dicho exactamente, unnie?
—Ah, culpa mía. —Ae pasó un brazo por detrás de los hombros de Johan, para hablar con él a solas—. Escucha, creo que ha habido un malentendido. Lo único que quería era ganar la apuesta, ¿entiendes? El ofrecimiento no era real. Solo un planteamiento hipotético.
—¿Qué?
Johan confiaba en que Ae estuviese bromeando. Pero no.
—¿Te lo tengo que deletrear? Ibas a morir eligieras lo que eligieras. Ya tuviste que tomar una decisión real, y ¿qué hiciste? Optaste por inhalar gas. Ahora tienes que afrontar las consecuencias.
—Pero… Pero… —Johan se quedó sin palabras.
Ae le dio una palmada en la espalda y comenzó a alejarse.
—¿Quieres saber mi opinión? —dijo antes de marcharse—. ¡Has elegido bien!
En sus últimos instantes de lucidez, Johan alcanzó a comprender lo poco que importaban todas las decisiones que había tomado en su vida. Una tras otra, no habían sido más que ilusiones para tratar de ocultar la realidad. La realidad del momento final, en el que, al fin, se hallaba. Esa realidad era Rucusire. Ella era quien decidía. La siempre dulce Rucusire.
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