Chacales
Nadie en toda Vineville se oponía a los duelos a muerte como método de resolver disputas. No solo era una antiquísima y respetada tradición de la región, sino que, en cierto modo, también resultaba entretenido para los espectadores. No se hablaba de otra cosa durante los días anteriores (si los había, pues a veces eran «duelos exprés») y posteriores (que sin duda los había, sin excepción). Hasta que, al fin, ya fuese porque se veía opacado por nuevos duelos o por el implacable paso del tiempo, caía en el olvido. Salvo para los familiares y amigos de los fallecidos, claro. A ellos les costaba un poco más superarlo.
La tensión del momento decisivo era como un chute de adrenalina. Supongo. Y no solo para los participantes. A veces, incluso, los espectadores hacían apuestas. ¡Doble emoción! En algunos casos, los vecinos de Vineville apostaban a favor de aquel contendiente que les cayese peor. Así, tanto si moría uno como si moría el otro, tenían un motivo para alegrarse. Bien pensado. Es lo que ellos llamaban «mentalidad de coyote».
Lo que no terminaba de convencer a nadie era que todos los duelos se disputasen al mediodía. Era una regla no escrita. Bueno, sí que estaba escrita, pero la mayoría no sabía leer, así que ¿cuál es la diferencia? Disparar a alguien fuera de ese margen horario se consideraba asesinato, un acto repudiable, muy diferente a matar a una persona habiendo acordado previamente un duelo, lo cual no solo no estaba mal visto, sino que era un acto honorable. Nada que ver. Pero, como decía, no les gustaba que todos los duelos se llevasen a cabo a esa hora concreta. ¿El motivo? Que la aldea de Vineville estaba situada en una región árida, con un verano casi permanente. Por lo tanto, a las doce del mediodía el calor era sofocante. Tampoco ayudaba que se realizasen en plena calle, bajo un sol de justicia. Pero, claro, ¿qué alternativa tenían? ¿Dispararse dentro de una mina, donde casi no había visibilidad? ¿En el salón, entre las mesas y las botellas? Lo cierto es que sería espectacular, pero a nadie se le ocurriría explotar esa idea hasta muchos años después, cuando los directores de cine descubriesen el filón de las películas del «Salvaje Oeste».
Toda Vineville acudió a presenciar aquel duelo. Ni siquiera el calor podría impedir que hombres, mujeres y niños, ataviados con sombreros y buscando una sombra bajo la que cobijarse, disfrutasen del evento. Había, incluso, algún caballo. Su presencia en aquel lugar parecía más bien casual, pues no solían mostrar interés por los asuntos humanos. Cabe aclarar, por si alguien desea mostrar su preocupación por la salud de la tercera edad en tales condiciones atmosféricas, que la esperanza de vida por aquel entonces era muy baja. Un problema menos.
El primer participante era uno de los favoritos del público. Su récord se mantenía impecable: 23 victorias, 0 derrotas. Esto último era un requisito imprescindible para seguir con vida, ya que un duelo no terminaba cuando un contendiente hería o derribaba al rival, sino cuando lo mataba. Hacerse el muerto se consideraba una táctica ilegal, que estaba penalizada con la horca. Irónicamente, hacerse el muerto en la horca era del todo legal, si bien es cierto que nunca había ayudado a nadie a salvarse. Según la ley del condado, sobrevivir a la horca implicaba ser exonerado de todos los cargos, por lo que podría darse el caso de que una persona se hiciese el muerto en un duelo y después quedase en libertad si, por ejemplo, se rompía la soga. No hay certeza de que nadie lograse tal hazaña, aunque un mercader ambulante afirmó haber oído algo similar en uno de los pueblos que atravesaba su ruta. Según el primo del peluquero al que acudía regularmente la mujer que se lo contó, un joven afortunado cumplió esta improbable serie de sucesos. Por desgracia, murió un par de meses después a causa de tuberculosis. O mordido por una serpiente. El mercader no lo recordaba con claridad.
Mads Lockgun era el líder de los Chacales Violentos, una banda de forajidos contra la que ningún sheriff se atrevía a actuar. Todo aquel que lo había intentado, con mayor o menor éxito, acabó bajo tierra. Y la mayoría de ellos, además, muertos. Aunque habrá quien considere que, en dicha situación, esto último es un alivio más que un agravio. Lockgun era un tipo rudo, de los que podían matarte solo por entrar en su campo de visión, no saludaban al cruzarse con otras personas e iban escupiendo por todas partes, sin pararse a limpiarlo después. Vestía con pantalones oscuros, camisa color ocre, gabardina plateada y botas marrones. También llevaba un sombrero de color negro desgastado, que cubría su pelo lacio y castaño. Esto, en aquella época, se consideraba ir bien conjuntado, aunque no era algo que le importase a Lockgun, pues recordemos que era un tipo extremadamente rudo.
Frente a él se hallaba la segunda duelista, una chica muy joven, de largos cabellos dorados recogidos en dos trenzas gemelas, con pantalones cortos vaqueros y camiseta blanca de tirantes. Sus sandalias, un calzado poco recomendable para aquel terreno, aunque, por otro lado, preferibles bajo tan altas temperaturas, estaban llenas de arena, lo cual empezaba a resultarle molesto. Por mucho que las limpiaba, enseguida volvían a ensuciarse. Qué fastidio. Ella también llevaba un sombrero para protegerse del sol, de un tono marrón claro muy de moda entre la población local. De hecho, lo había robado allí mismo. El nombre de esta temeraria forastera era Ae.
La rivalidad entre Mads Lockgun y Ae se remontaba a la noche anterior, cuando ambos coincidieron en el salón de Vineville. Uno de los compinches de Lockgun, un tipo al que apodaban «Cascabel», con varias copas de más en el cuerpo, profirió una obscenidad, que es preferible no repetir, destinada a la hija del camarero. Esta, una adolescente de apenas dieciséis años, criada, como el resto, en una sociedad cruel y patriarcal, optó por guardar silencio, atemorizada. Nadie acudió en su auxilio. Sin embargo, hubo alguien que sí respondió al comentario obsceno de Cascabel. Y lo hizo con un comentario más obsceno aún, que hirió, o más bien destruyó en mil pedazos, su masculinidad frágil, el mayor tesoro de un hombre. Tan duro fue el golpe, que varios de los compañeros de Cascabel tuvieron que llevárselo de allí a toda prisa, en busca de un doctor. Esta fue la carta de presentación de Ae en Vineville. Por desgracia, también podría ser la de despedida.
Lockgun, como líder de los Chacales Violentos, se consideraba una especie de padre para ellos. No permitiría que nadie que hubiese herido a uno de sus hijos saliese indemne. Ni siquiera si la autora de tan imperdonable improperio era una chica poco mayor que la hija del camarero. Alguien debía impartirle disciplina. El papel de padre se le estaba subiendo a la cabeza, creo yo.
Mads Lockgun y Ae acordaron resolver aquella disputa al estilo tradicional, con un duelo de revólveres, para felicidad de todos los habitantes de Vineville. No es que tuviesen muchos más entretenimientos, los pobrecitos. La encargada de dar la señal sería la hija del camarero, como agraviada. Y el momento elegido, como no podía ser de otra manera, fue el mediodía del día siguiente.
El procedimiento era fácil de comprender. Ambos contendientes se situaban espalda contra espalda y avanzaban un número determinado de pasos en direcciones opuestas. Después, daban media vuelta para situarse cara a cara. Ninguno de ellos podía desenfundar su arma hasta que el encargado de dar la señal, o encargada, en este caso, gritase la palabra «fuego». Solo entonces podían balearse tanto como gustasen, sin limitaciones. O, al menos, tanto como les permitiese su escasa munición. El vencedor del duelo, además de sobrevivir, que ya era un buen premio de por sí, podía quedarse con las pertenencias del perdedor. Si se daba el caso, más habitual de lo que cabría esperar, de que ninguno de los dos duelistas falleciera en el intercambio de disparos, la contienda quedaría aplazada, mas nunca anulada. Distinta situación sería que ambos muriesen, lo que se consideraría una doble derrota. En este caso hipotético, si ningún familiar reclamaba sus pertenencias, era costumbre que se las quedase el enterrador. Salvo que el enterrador fuese uno de los duelistas fallecidos.
Lockgun y Ae se ajustaron sus respectivos cinturones con pistolera, ambos idénticos, como idénticos eran sus Colt M1877, unos modernos revólveres de doble acción con capacidad para seis balas. No pretendía vendéroslos, lo siento si ha dado esa impresión. Una vez preparados, se encontraron en medio de la calle, donde los esperaba la hija del camarero.
—No me agrada tener que matar a alguien tan joven —dijo Lockgun—, pero no me has dejado más remedio.
—¿Por qué llevas tanta ropa?
—¿Qué?
—¿No te asas con tanto calor? —insistió Ae—. Gabardina y todo… ¿Estás loco, o qué cojones te pasa?
Lockgun ignoró su comentario y le dio la espalda, listo para iniciar el duelo. Ae hizo lo mismo.
—Diez pasos —indicó el líder de los Chacales Violentos.
—Que sean quince —respondió Ae.
Mads Lockgun dejó escapar una carcajada.
—Quince, entonces.
Ambos comenzaron a alejarse en direcciones opuestas, con pasos amplios. Las botas de Lockgun golpeaban el suelo con firmeza, levantando pequeñas nubes de polvo. Todo lo contrario que su oponente, cuyos pasos gráciles daban la impresión de flotar en el aire. Cuando volvieron a girarse, la distancia que los separaba rondaba los veintiséis metros.
Los duelistas acercaron sus respectivas manos derechas a las pistoleras. La hija del camarero retrocedió para evitar ser alcanzada por alguna bala desviada. El público contuvo el aliento, con gotas de sudor deslizándose por sus frentes. Los caballos no reaccionaron de modo alguno. El momento de la verdad había llegado.
—¡Fuego!
Lockgun fue el primero en desenfundar, y también el primero en disparar. Le bastó con apretar el gatillo una única vez. La bala describió una trayectoria perfecta hasta la nariz de Ae. Sin embargo, no llegó a impactar en ella. La chica de las trenzas, con un movimiento tan rápido que resultó prácticamente imperceptible, atrapó aquella bala con su mano libre. Se hizo el silencio. A los espectadores les costó asimilar lo que acababa de suceder. Ae, quien ni siquiera se había molestado en apuntar, cargó la bala de Lockgun en su propio revólver, que, hasta ese momento, carecía de munición.
El forajido, sintiéndose humillado, volvió a disparar una segunda vez, y una tercera, y una cuarta, y una quinta, e incluso una sexta, hasta que el tambor de su revólver quedó vacío, y el de Ae repleto. No es que le sirviera de mucho, pues, tras haber perdido la pólvora, esas balas quedaron inutilizadas.
—¡Dadme otro revólver! —gritó Lockgun, enfurecido, a sus esbirros.
—¡Toma este!
Ae le arrojó el suyo como si fuese un bumerán. El Colt impactó sobre el cráneo de Lockgun, quien nada pudo hacer por evitar el golpe. El forajido cayó al suelo con violencia. El revólver de la chica llevaba tanta fuerza que los pies de Lockgun llegaron a separarse del suelo.
El silencio sepulcral del público se tornó en murmullos y gritos de asombro. Hubo, incluso, algún aplauso. Varios de los Chacales Violentos presentes corrieron en auxilio de su jefe. Pese a la sangre que cubría su rostro, no parecía que la herida fuese letal. Solo estaba inconsciente.
Desde ese día, el destino de Ae quedó ligado al de Mads. Ambos vivirían para disputar un nuevo duelo, cuando el cabecilla de los forajidos regresase a Vineville reclamando venganza. Perdón por el spoiler. Aquella joven mujer de aspecto inocente, sonrisa confiada y ojos color púrpura se había ganado unos temibles enemigos. Pero nada en comparación con la enemiga que se habían ganado los Chacales Violentos…
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