Fecha de publicación: 12 de noviembre de 2023
Autor: Chris H.
Categoría: Ae
Etiquetas: Ae
Fecha de publicación: 12 de noviembre de 2023
Autor: Chris H.
Categoría: Ae
Etiquetas: Ae

Cadena de favores

  Al alinear tres caramelos, estos explotan. Si son cuatro, pueden destruir toda una fila o columna. Los caramelos con envoltorio causan una explosión doble, y las bombas de color pueden aniquilar de un plumazo todos los dulces idénticos. Esas eran las reglas básicas del juego. Hasta el menos avispado de los usuarios podía comprenderlas. Sin embargo, a medida que avanzaban los niveles, el juego se iba complicando más y más. Por momentos podía llegar a desesperar, aunque también tenía su parte motivadora. «Sé que puedo conseguirlo», se repetía ella tras cada fracaso. Chasqueaba la lengua y maldecía internamente, siempre procurando exteriorizar lo menos posible aquella frustración. No daba buena imagen para la empresa que la vieran jugar en horario laboral, por mucho que la alternativa fuese esperar, de brazos cruzados, a que algún cliente, o paciente, atravesara la puerta automática cristalizada.
  Esta era una de esas ocasiones. Y vaya si le molestó. Odiaba tener que dejar un nivel a medias, en especial cuando apenas le restaban un par de movimientos para superarlo. Si se hubiese dado más prisa… Pero ya no tenía tiempo.
  Cuando levantó la mirada, vio frente a ella a una chica rubia, de unos dieciocho años, con el cabello largo y dorado recogido en dos trenzas bajas. La expresión asqueada de su rostro, así como su pose, con los brazos cruzados, daban a entender que estar allí le hacía la misma ilusión que quien visita a sus abuelos en una residencia con el único fin de asegurarse figurar en la herencia. Qué pensamiento tan horrible, por otro lado. Ojalá no se me hubiese ocurrido.
  —Vengo a visitar a un paciente —dijo—. Se llama Kyusen Costa.
  La recepcionista del hospital buscó los datos en su ordenador. El sonido de las teclas retumbaba por toda la estancia, prácticamente vacía. Tal y como indicaba la ficha personal del paciente, Kyusen había sobrevivido a duras penas a un incendio. Estaba vivo de milagro.
  —¿Eres familiar del paciente? —preguntó a la recién llegada.
  —No. Nos conocimos justo antes del incendio.
  —Oh… —Por un instante, la mujer se sintió mal. ¿Sería aquella chica otra víctima o una simple testigo del supuesto accidente? Su curiosidad era demasiado poderosa como para ignorarla—. ¿Estabas allí cuando sucedió?
  —Sí, claro. Yo lo inicié.
  Los siguientes segundos transcurrieron tan despacio que parecieron horas. La recepcionista clavó su mirada en los ojos púrpura de la chica, preguntándose si aquello había sido una broma cruel, o, por el contrario, la confesión de un crimen más cruel aún, ante el que no mostraba ni el menor ápice de arrepentimiento.
  Aun así, la dejó pasar. Sí, la dejó pasar, porque estaba hasta el moño de su trabajo. Tampoco le pagaban tanto como para preocuparse en exceso. Mientras aquella chica rubia no iniciase otro incendio en el hospital, le importaba poco lo que hiciese allí. Además, había dejado un nivel a medias. Eso sí que era intolerable.
  Kyusen Costa (nombre falso para ocultar la identidad del susodicho) estaba bajo el cuidado de la Unidad de Quemados. La rápida y precisa intervención de bomberos y paramédicos, no sin una pizca de suerte (¡ja!), le salvaron la vida. Llevaba tantos medicamentos en las venas que apenas hacía otra cosa que no fuese dormir. Su cuerpo había sido cubierto por vendas, para evitar que le diese el aire en las heridas, reducir el dolor y proteger la piel ampollada. Al menos, eso pone en la página web de medicina que he consultado.
  Ae observó a Kyusen con una media sonrisa inquietante.
  —Sí que debe de haber quedado desfigurado para que tengan que ocultarlo de esta manera.
  —No creo que esa sea la mayor de sus preocupaciones —respondió una voz a su espalda.
  Al girarse, Ae se topó con la enfermera con menos pinta de enfermera de todo el hospital. Quizá, incluso, de toda la ciudad. Su vestimenta no podía engañarla. Había tres detalles concretos que destaparon la farsa. Primero, que su uniforme era más corto y revelador que el de sus supuestas compañeras de oficio. Era como una versión carnavalesca, con una falda que quedaba demasiado por encima de las rodillas. Un insulto a la profesión. Segundo, que era demasiado joven como para ser enfermera. En todo caso, auxiliar de enfermería recién iniciada, aún en proceso de aprendizaje. Desde luego, no el tipo de persona que podría atender correctamente a Kyusen Costa en su estado actual. Y tercero, quizá el detalle más definitivo de todos: aquella chica era la hermana de Ae. O, bueno, algo así.
  Ae y Rucusire no se parecían en nada. Esta última aparentaba un par de años menos, aunque ese cálculo estaría lejos de ser acertado. Tenía los ojos rasgados, de tono tan oscuro como el de su cabello, recogido en dos largas coletas laterales. Si bien es cierto que aquel uniforme le sentaba como un guante, e incluso habría sido celebrado por un alto porcentaje de pacientes, ella se sentía incómoda llevándolo. No era su estilo, si es que tenía uno.
  —¿Se puede saber por qué te has vestido así? —Ae no pudo contener la risa al verla—. ¿Qué es esto, alguna nueva tribu urbana?
  Rucusire parecía más molesta que avergonzada.
  —Te recuerdo que nuestro aspecto es el producto de los ideales del subconsciente colectivo. Soy tal y como los humanos quieren verme. Igual que tú.
  —Pero no deberíamos ir llamando tanto la atención —replicó Ae.
  Rucusire examinó a su hermana con una mirada penetrante.
  —Jamás habría esperado oír esas palabras de tu boca. Te ha regañado Punesut, ¿verdad?
  —Solo me ha dado un par de consejos… que no le pedí —añadió en un volumen casi inaudible—. Oye, ¿cómo has sabido que…? —Ae dejó la pregunta a medias—. ¡¿Punesut te ha enviado a vigilarme?!
  —Claro que no. —Rucusire se encogió de hombros—. Ni siquiera sabía que estabas aquí. Vengo a verlo a él.
  Las dos hermanas dedicaron unos segundos a contemplar al paciente. Ae pensó que era demasiada casualidad que se encontraran allí. Hasta que comprendió que, en efecto, la casualidad no formaba parte de aquel encuentro.
  —¡Espera un momento! —exclamó la chica rubia de repente—. ¡No puedes llevártelo!
  —Su vida ha terminado —respondió Rucusire con una voz totalmente carente de emoción—. El universo reclama su energía.
  La falsa enfermera unió las palmas de sus manos. Entre ellas surgió una botella de porcelana blanca, con un grabado floral en tono azulado. Aunque estaba conservada en perfecto estado y no mostraba señales de desgaste, la botella era toda una reliquia del período Joseon, fabricada a finales del siglo XV en algún lugar de la República de Corea. Eso, al menos, era lo que aparentaba. Pero, como sucedía con las propias Ae y Rucusire, la realidad existencial y el aspecto físico rara vez iban de la mano.
  —El hospital está lleno de gente moribunda —dijo Ae—. ¿Por qué no te llevas la energía de otro?
  —Así no funcionan las cosas, unnie. —Rucusire se mantuvo firme—. No actúes como si no lo supieras. ¿Por qué, de repente, te importa tanto que muera un humano cualquiera?
  —Es que no es «un humano cualquiera» —replicó Ae—. Ni tampoco sería un problema que muriese —puntualizó—, si no fuese por mi culpa.
  Rucusire suspiró.
  —¿Qué le has hecho para acabar así?
  —Digamos que… su cuerpo sufrió un ligero cambio de temperatura a causa de un incendio que pude haber provocado con cierta intencionalidad. Eso no fue del agrado de Punesut, y ahora estoy a prueba.
  —¿No le dijiste que fue un accidente involuntario? —preguntó Rucusire, nada impresionada o conmovida por aquel relato—. Nunca has mostrado muchos reparos en mentir.
  —¿Crees que no lo he intentado? —Ae apoyó la espalda contra la pared, con los brazos cruzados—. Pero no es tan fácil engañar a Punesut.
  —Es lo que tienen las mentiras evidentes.
  —¿Qué separa una verdad de una mentira? Meros detalles. —Ae hizo un gesto con la mano para restarle importancia—. Ella no quiso apiadarse de mí, pero tú sí puedes hacerlo.
  —Ni lo sueñes —sentenció Rucusire.
  —Venga, Rucu, no seas así… —Ae le dedicó una sonrisa que habría sido capaz de derretir al instante a más de la mitad de la población mundial—. Si me haces este favor, yo te deberé otro igual de grande.
  A Rucusire no le gustaba tener que repetirse. Así pues, no lo hizo. Por su expresión, parecía que acababa de tener una idea diferente.
  —Ahora que lo pienso…
  —¡Lo que sea! —exclamó Ae, viendo su oportunidad cada vez más próxima.
  —Creo que me han estado siguiendo. No, no lo creo —puntualizó—. Lo sé. Si te ocupas de mi perseguidor, tal vez pase por alto lo del señor calcinado. Por ahora. Y me seguirás debiendo una vida.
  Ae frunció el ceño. Aquello no terminaba de convencerla. Sentía que en esa historia había gato encerrado…, y no sabía hasta qué punto acertaba.
  —¿Por qué no te ocupas tú de él? —dijo la mayor de las hermanas.
  —Porque podría matarlo sin querer.
  —Yo podría matarlo sin querer y a propósito —replicó Ae—. Se me ocurren miles de formas diferentes.
  —Esto no es una competición —la interrumpió Rucusire—. Pero puedes considerarlo parte de tu prueba, si eso te hace sentir más realizada.
  Ae suspiró, cansada de aquel improductivo intercambio de palabras.
  —Dime la verdad: ¿te ha enviado Punesut?
  —Ya te he dicho que no —repitió Rucusire, molesta—. ¿Aceptas o…?
  —¡Que sí, que sí! —Ae se separó de la pared—. A ver, dime dónde viste por última vez a tu admirador anónimo.
  Rucusire dedicó una breve mirada a Kyusen Costa antes de abandonar la habitación. Ae la siguió de cerca hasta que ambas estuvieron de vuelta en la calle, listas para dar caza al supuesto acosador. El sol brillaba en lo alto, lo que facilitaría la búsqueda. No había sombras bajo las que ocultarse. De hecho, el individuo ni siquiera se molestó en esconderse.
  —Ahí está.
  Ae miró en la dirección que señalaba su hermana. Allí, junto a un cubo de basura, había un gato pardo observándolas en silencio.
  —Eso es un gato —concluyó Ae, en toda una demostración de conocimiento biológico—. ¡¿Tu acosador es un gato?!
  —Por favor, atrápalo —le pidió Rucusire sin perder su semblante serio, lo cual no dejaba de contrastar con aquel uniforme tan ridículo y, en definitiva, el objetivo de su solicitud.
  Ae reprimió no menos de una docena de réplicas, y el doble de preguntas. ¿Por qué perseguía un gato a su hermana? ¿Por qué se había quedado esperándola cerca de la puerta del hospital? ¿Por qué tenía Rucusire una relación tan extraña con los felis silvestris catus? No era miedo, pero tampoco amor. Era, en todo caso, una especie de respeto indescriptible e inexplicable.
  La chica de trenzas doradas se aproximó lentamente al gato, para que comprendiera…, o, mejor dicho, para hacerle creer que no suponía una amenaza. Rucusire iba dos metros por detrás, asegurándose de mantener la distancia. El gato permaneció inmóvil, como si se creyese invisible. Ni siquiera reaccionó cuando Ae se agachó frente a él.
  —Si tienes algo que decir, este es tu momento. —El gato optó por su derecho a guardar silencio—. No es nada personal, bola de pelo. Tengo que atraparte para que mi hermana mayor me perdone.
  Ae confió, erróneamente, en que el gato se dejaría apresar. En cuanto trató de rodearlo con sus manos, el pequeño felino saltó sobre su hombro, y, desde allí, se lanzó como un prodigioso acróbata hasta la posición donde esperaba Rucusire. Cuando Ae se giró hacia ellos, no pudo más que observar cómo el gato pasaba entre las piernas de su hermana y se alejaba corriendo.
  —¡Me ha robado una pulsera! —exclamó Rucusire, alarmada.
  —Pues olvídate de ella —concluyó Ae, indiferente.
  —Pues olvídate del hombre-tostada.
  Ae apretó el puño con rabia.
  —No me jodas… —masculló—. No me puedo creer que me vayas a hacer perseguir a un gato…
  —Nadie te obliga, unnie —replicó Rucusire—. Pero, si vas a hacerlo, más te vale darte prisa.
  Ae miró por encima del hombro de su hermana. El gato se había detenido algo más adelante, como si las estuviese esperando. Era una invitación que no pensaba rechazar. Así fue como se inició aquella persecución tan absurda. Por desgracia, Punesut le había remarcado la importancia de evitar llamar la atención en lugares públicos; y eso, «llamar la atención», era justo lo que haría si la gente de la calle viese a una muchacha joven, con vestido de flores y sandalias, correr a una velocidad superior a la de los atletas mejor preparados del mundo. Tendría que controlarse.
  La chica no pudo evitar que el gato se colase por la ventana de lo que parecía una tienda de ropa. En realidad, Ae vio aquello como una oportunidad. Sería más fácil de atrapar si no tenía adónde huir. Sus únicos obstáculos eran la puerta cerrada y la anciana situada junto a ella.
  —Aparta, señora —le ordenó Ae—. Es un asunto de vida o muerte.
  No fue hasta ese momento cuando la recién llegada observó la expresión de preocupación en el rostro de la mujer. Y lo que era peor: tenía sangre en una mano.
  —¡Al ladrón! —exclamó—. ¡Acaba de robarme el dinero de la caja!
  Ae quiso defenderse, pero comprendió que no era a ella a quien acusaba, sino a otro hombre, un tipo con la cara oculta bajo una gorra, que huía a toda prisa de la supuesta escena del crimen. Eso le dio una idea.
  —Yo me ocupo de él —dijo Ae—, si tú te aseguras de que el gato que se acaba de colar por la ventana no escape.
  —¿Eh? —La anciana la miró sin comprender nada.
  —¡Hay un gato dentro de la tienda! —insistió mientras echaba a correr—. ¡No dejes que escape, y yo te traeré el dinero!
  El ladrón giró en una esquina cercana, que daba a un callejón sucio y maloliente. Cuando Ae llegó, apenas unos segundos más tarde, ya no había rastro de él. La chica miró al extremo contrario, algo confundida. No creía que le hubiese dado tiempo a llegar hasta allí tan rápido. Eso solo dejaba dos opciones: que estuviese escondido entre los contenedores de basura, o que hubiese atravesado alguna de las puertas laterales. Al menos, a diferencia de cuando persiguió al gato, podía descartar las ventanas. Ninguna de ellas era lo suficientemente grande como para una persona de su complexión.
  —Una niña tan guapa no debería pasear sola por aquí —dijo una voz.
  Había tantas cosas mal en aquella frase, que Ae prefirió ignorarla por completo. No así al hombre que la había pronunciado. Era un sintecho de aspecto lastimoso, que permanecía sentado cerca de ella, con una lata de cerveza en la mano. De no ser por su pelo largo y canoso, Ae habría sospechado que se trataba del mismo ladrón tratando de pasar desapercibido.
  —¿Dónde se ha metido el tipo de la gorra verde?
  —¿Dónde estará? —respondió él con una sonrisa—. Podría decírtelo, sí… Pero ¿qué obtendría yo a cambio? Entiende que no esté en posición de mostrarme especialmente altruista…
  Ae le dedicó una mirada de odio.
  —¿Por qué hablas así, para empezar? —le recriminó—. ¿Qué lleva esa cerveza que te estás bebiendo? ¿Hojas de diccionario trituradas?
  —No te estoy pidiendo mucho —siguió el sintecho—. Me conformo con un par de esos papeles de colores con gente famosa, edificios históricos y números redondos bien visibles.
  Es decir: billetes.
  —¡No llevo dinero! —protestó Ae.
  —Pues pídeselo a él.
  El hombre canoso señaló a otro tipo, este bien peinado y trajeado, que hablaba a voces a través de su teléfono móvil, varios metros detrás de Ae. Aquella situación empezaba a resultar ridícula. No: lo llevaba siendo desde que empezó a perseguir a un gato. Pero ya estaba demasiado involucrada como para abandonar.
  Ae se aproximó al hombre trajeado, quien acababa de finalizar la llamada.
  —Eh, tú. ¿Podrías darme dos billetes de dinero? —Extraña forma de decirlo—. Seguro que te sobran.
  El hombre miró a aquella chica de arriba abajo. Su falta de pudor solo era comparable con su expresión de hartazgo.
  —¿Me lo estás pidiendo o es un intento de atraco?
  Por la chulería con que lo dijo, Ae sintió ganas de robárselos de verdad.
  —Venga, que solo son un par de billetes —insistió ella con paciencia—. Los necesito para atrapar a un ladrón. Sé que suena poco creíble —se apresuró a añadir—, pero es la verdad. No me pongas las cosas más difíciles, que estoy a prueba.
  El hombre trajeado no dio muestra alguna de empatía.
  —¿Crees que eres la única persona con problemas en el mundo? —Antes de que Ae pudiese replicar, el hombre siguió hablando—. Mira, ¿quieres dinero? Pues gánatelo. Ayúdame.
  —Como me obligues a perseguir a un animal, os mataré al sintecho y a ti.
  —¿Qué? No, no es nada de eso. ¿Qué? —repitió, confundido—. Bueno, no importa.
  —Venga, dime qué tengo que hacer —aceptó Ae, al borde del colapso mental.
  El tipo trajeado se golpeó el reloj con un dedo; tan fuerte, que dejó la huella marcada.
  —Llego tarde a una reunión importantísima. ¡Imprescindible! ¡Vital!
  —Sí, sé lo que significa «importantísima» —lo interrumpió Ae—. ¿Qué quieres que haga? ¿Te llevo a caballito? ¿O te vale con una patada en el culo?
  —¡Pero mi chófer se niega a llevarme! —exclamó, rojo de ira, ignorando las palabras de la chica—. ¡Y ni siquiera quiere decirme por qué! ¡No entiendo nada!
  Ae hizo un gran esfuerzo por calmarse, y después hizo lo propio con él.
  —Vale, tranquilízate. Yo intentaré convencerlo. —Ae miró a su alrededor—. Pero… no veo el coche por ninguna parte.
  —Si buscas a mi chófer, está ahí.
  La conductora, pues era una mujer, estaba sentada en un banco de la acera, con la mirada perdida en la calzada. Ae prefirió ignorar el hecho de que no hubiese rastro del vehículo y se acercó a hablar con ella.
  —¿Y a ti qué te pasa? —preguntó con tanta delicadeza como pudo acumular, pese a la dudosa elección de palabras.
  La mujer negó con la cabeza. Parecía conmocionada.
  —No puedo conducir.
  Ae se sentó a su lado. ¿Ahora también tendría que hacer de psicóloga?
  —Escucha… No sé qué te ha pasado, y no te lo pediría si no fuese cuestión de vida o muerte, pero necesito que lleves a tu jefe al trabajo.
  —Vida o muerte… —repitió la mujer, con la vista clavada en una marca de frenazo que destacaba en mitad de la vía.
  —Te va a parecer absurdo —dijo Ae en un tono algo más animado, esperando contagiarle ese positivismo, aunque fuese artificial—, pero necesito que tu jefe me dé dinero para pagar a un sintecho para que me diga donde se esconde un ladrón que ha robado el dinero de una tienda en la que se ha escondido el gato que ha robado una pulsera a mi hermana. —Ae hizo una pausa para coger aire—. Si mi hermana no recupera su pulsera, un hombre inocente morirá por mi culpa, y yo tendré que abandonar este mundo.
  —Es que… no puedo conducir —insistió la chófer.
  —Pero ¿por qué no?
  La mujer señaló al frente.
  —Por ella.
  Una chica las observaba desde el otro lado de la calle. Era joven, de piel pálida y ojos rasgados, tan oscuros como su largo cabello, recogido en dos coletas laterales. Rucusire había cambiado el uniforme (o disfraz) de enfermera por una camiseta púrpura sin mangas y una falda negra. Sin duda, un atuendo que la ayudaba a pasar más desapercibida que su anterior indumentaria. Casi tan desapercibida como sus auténticas intenciones.
  —No me jodas…
  Ae cruzó la calle sin preocuparse por el tráfico. La ira que sentía era tal, que sus sandalias iban dejando marcas sobre el suelo que pisaba.
  —Déjame hablar —dijo Rucusire cuando su hermana se plantó frente a ella.
  Pero no iba a permitirlo.
  —¡¿Tenías planeado todo esto?!
  —Solo mediante el conocimiento de la muerte… —Rucusire titubeó—. No, espera, ¿cómo era? —La chica se miró la palma de la mano izquierda—. Ah, sí. «Solo mediante la comprensión de la muerte se alcanza a valorar la magnitud de la vida». Es que vaya frasecita…
  Ae apuntó a Rucusire con el dedo de forma acusadora.
  —¡Lo sabía!
  —Sí, vale. —Rucusire no podía seguir ocultándolo—. Punesut me pidió que te diese una lección. ¿Crees que habría perdonado la vida a ese amigo tuyo tan bronceado si realmente le hubiese llegado su hora? Eso no depende de mí, unnie.
  Fueron muchas las civilizaciones que adoraron a Rucusire, erróneamente, como la diosa de la muerte. Si bien es cierto que ella recolectaba la energía que se generaba en una situación de vida o muerte, su poder no radicaba en una cosa ni en la otra, sino en el choque entre ambas. Rucusire no era dueña de la cerilla y el bidón de gasolina. Tampoco del fuego y el humo. Ella aprovechaba la explosión. De ahí extraía la energía necesaria para su cometido.
  —¿Tenías a toda la ciudad compinchada, o qué pasa? —protestó Ae, molesta.
  Rucusire negó con la cabeza.
  —¿Ves esa marca de neumáticos en el suelo? Aquí se produjo un accidente. Una conductora nerviosa, azuzada por los gritos de su jefe, atropelló a un ladrón que acababa de atracar una tienda cercana, después de apuñalar a su dueña por tratar de detenerlo. La conductora dio un volantazo para intentar esquivarlo, pero aquel tipo prácticamente se le echó encima. El coche se estampó contra la esquina de aquel callejón, llevándose por delante a un sintecho y a un gato. Hubo otros heridos, pero estos a los que has conocido fueron los peor parados.
  Ae guardó silencio durante unos instantes, sin saber cómo reaccionar.
  —¿He estado persiguiendo fantasmas?
  —Energía —puntualizó Rucusire—. La vida es un recurso volátil. No nos corresponde a nosotras otorgarla ni arrebatarla.
  La mayor de las hermanas apretó el puño con rabia.
  —¿Punesut también te ha pedido que me digas eso?
  —Sí. —Rucusire se sacudió las manos para borrar las líneas que llevaba escritas—. Y aquí termina mi trabajo. No estaré lejos, unnie. Ándate con ojo.
  Rucusire dio la espalda a su hermana y se marchó, llevándose consigo al gato, a la tendera, al ladrón, al sintecho, al ricachón y a la chófer. Todos ellos, comprimidos dentro de su preciada botella de porcelana. Si Ae tenía suerte, Kyusen Costa no formaría parte de ese grupo… por ahora.


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