Primeros capítulos de Mictlan.tv
Primeros capítulos de Mictlan.tv
Fecha de publicación: 17 de abril de 2017
Autor: Chris H.
Categoría: Novelas
Etiquetas: Mictlan.tv
Fecha de publicación: 17 de abril de 2017
Autor: Chris H.
Categoría: Novelas
Etiquetas: Mictlan.tv

A continuación podéis leer de forma gratuita los cuatro primeros capítulos de Mictlan.tv, mi tercera novela.

Es una historia de suspense, bastante cruel y sangrienta, desarrollada en el interior de una ciudad muy peculiar, llena de criminales con carta blanca para dar rienda suelta a sus peores instintos, y en la que los números determinan la supervivencia de sus habitantes.

Desde dentro, una situación terrorífica. Desde fuera, un espectáculo entretenido.

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1

  Despertó en una pequeña habitación gris, sin ventanas, iluminada por una bombilla, pese a que no se veía ningún interruptor en la pared. No había muebles, ni adornos de ningún tipo. Aparte de él, allí sólo había una pequeña botella de agua y un envase de plástico de muy mala calidad, que no dejaba ver el contenido de su interior.
  Arturo supuso que aquel lugar debía de ser una cárcel. Recordaba perfectamente el momento en que lo detuvieron, y cómo varios policías lo acompañaron durante el trayecto. Lo demás estaba muy borroso. No sabía si habían pasado minutos, horas o días. Todo le daba vueltas, tenía dolor de cabeza, y las rojeces de los brazos indicaban que los policías no le habían tratado con demasiado cariño.
  El alcohol y otras drogas más fuertes que tenía en sangre podían ser las culpables de aquel mareo, que poco a poco se le fue pasando, hasta que consiguió serenarse.
  Se arrastró (casi literalmente) hasta el envase de plástico, intrigado por su contenido. Era arroz, y parecía haber sido cocinado recientemente, ya que se mantenía tibio. Nunca se había imaginado que en la cárcel dieran la comida en envases como aquél.
  Pero… algo estaba fuera de lugar. Si aquello era una cárcel, ¿por qué había dos puertas situadas en extremos opuestos de la habitación? Si una de ellas daba al pasillo donde se encontraban las demás celdas, ¿qué había detrás de la otra? ¿Un cuarto de baño? ¿Una cama? Porque los detenidos tendrían al menos derecho a dormir sobre un colchón, y un lugar donde hacer sus necesidades, ¿no?
  Quizá aquello fuera una celda de castigo. A lo mejor, cuando lo detuvieron, intentó resistirse e hirió a alguno de los policías, y por eso lo encerraron allí, en ese lugar tan… vacío. Si pudiera recordar las últimas horas, encontraría alguna explicación. Pero no podía.
  Al intentar levantarse, notó que llevaba algo raro puesto en los tobillos. Eran una especie de aros metálicos, lo suficientemente apretados como para no poder quitárselos, y lo suficientemente resistentes como para no poder romperlos sin herramientas adecuadas. Le recordaban a aquellos localizadores que ponían a los obligados a cumplir órdenes de alejamiento, como los acusados de violencia doméstica. No es que fuera algo exclusivo de ese delito, pero era a lo que más lo asociaba. Tampoco era su caso: estaba ahí por tráfico de drogas; no tenía orden de alejamiento, salvo que se la hubieran puesto mientras estaba dormido, inconsciente… o borracho.
  El caso es que no llevaba uno, sino dos. No debían de tener mucha confianza en esa tecnología, si le ponían dos temiendo que uno pudiera soltarse o romperse.
  Arturo cogió la botella de agua y el envase con arroz, y se acercó a una de las puertas. Intentó abrirla, sin éxito, y después la golpeó con los nudillos.
  —¡Eh! ¡¿Hay alguien ahí?! ¡Quiero saber de qué se me acusa! —como si no lo supiera—. ¡¿Hola?!
  No hubo respuesta.
  Decidió probar suerte con la segunda, y esta vez no le hizo falta dar golpes, pues la manilla cedió enseguida. Aquella puerta estaba abierta. Al otro lado no le esperaba un cuarto de baño, ni tampoco una cama…
  Arturo salió de la habitación y contempló la calle que tenía frente a él. Estaba en el exterior, fuera de la supuesta cárcel. ¿Era libre?
  El cielo estaba despejado, hacía calor, y, por la posición del sol, supuso que debían faltar una o dos horas para el anochecer.
  —“Nuevo participante” —sonó por megafonía—. “Código 665”.
  Los muelles de la puerta hicieron que ésta se cerrara sola. Arturo intentó volver a abrirla, pero ya no cedía. En ese momento observó que la puerta tenía el número “0” grabado.
  Definitivamente estaba pasando algo raro.
  Las calles y las casas, viéndolas desde su posición, parecían las de un pueblo cualquiera de su país, México. Uno pequeño, pues la mayoría de edificios no tenían más que una o dos plantas, pero relativamente moderno y bien cuidado.
  Que no hubiera personas ni vehículos ya era algo menos normal.
  Arturo se alejó de la puerta y miró, sorprendido, dónde estaba colocada. Era un muro de aproximadamente cinco metros de alto, en el que no se veía otra cosa más que la puerta y los megáfonos por los que había escuchado ese mensaje. El muro parecía rodear toda la zona, pues se perdía detrás de otros edificios.
  —Al final Trump cumplió su amenaza —dijo en alto, riéndose de su propio chiste.
  —Ojalá hubiera sido él —respondió alguien.
  Arturo se alegró de no ser el único que estuviera en ese extraño pueblo. Por unos segundos se había imaginado siendo el protagonista de “Soy leyenda”…, y eso habría sido peor que acabar en la cárcel.
  Quien le había hablado era un hombre corpulento, barbudo, con una bandana de color rojo. Arturo pensó que parecía un motero… sin moto.
  La mujer que iba a su lado era más joven, y aunque no compartía su estilo, tenían algo en común: ella llevaba un pañuelo anudado al brazo, del mismo color que la bandana del hombre. Quizá era simple casualidad, pero era demasiado llamativo como para no darse cuenta de la coincidencia.
  —¿Dónde estamos? —preguntó Arturo.
  —Bienvenido al Mictlan —respondió el hombre, con una sonrisa.
  —¿“Mictlan”? —no era la primera vez que escuchaba aquella palabra, aunque estas personas la pronunciaban diferente: “miklan”, con acento en la “i”—. ¿Como… la ciudad de los muertos?
  —Exacto. Bueno, así lo llamamos nosotros.
  —Qué nombre más tétrico para un pueblo.
  —Quizá llamarlo “pueblo” no es lo más acertado —dijo la mujer—. Estamos en una prisión.
  Arturo miró a su alrededor. Aquello no le parecía muy creíble.
  —¿Una prisión? ¿Sin guardias ni cámaras?
  —Hay mucho que explicarte. ¿Nos acompañas?
  Arturo se encogió de hombros, dando a entender que en esa situación no tenía una alternativa mejor.
  El hombre y la mujer lo llevaron hasta lo que parecía ser una casa normal, de no ser porque estaba casi vacía, sin apenas mobiliario. La cerradura de la puerta de la calle estaba rota, por lo que cualquier podía entrar. ¿Acaso eran okupas? Lo más sorprendente era que incluso había agua y luz.
  —Sé que estarás algo confuso —dijo el hombre—, como todos los que vinieron antes que tú. Permíteme que te explique. Lo he hecho tantas veces que ya soy un experto —rió.
  La mujer entregó a Arturo una cuchara con, probablemente, más años que él. Se notaba por el desgaste del metal.
  —¿Para qué quiero esto?
  —Para la comida —respondió como si fuera lo más obvio del mundo—. ¿Pensabas comer con las manos?
  Le resultaba más cómodo usar un tenedor para comer arroz, pero lo más probable, viendo las condiciones en que vivían, era que no tuvieran más que un par de cucharas viejas.
  —Gracias —dijo Arturo mientras abría el envase de plástico y la botella de agua—. Entonces ¿esto es una prisión?
  —Sé que no lo parece —respondió el hombre—, pero ya te habrás dado cuenta de que tampoco es un pueblo normal. Todos sus habitantes originales se marcharon hace ya más de tres años, cuando compraron el pueblo entero para convertirlo en una prisión.
  —¿Quién lo compró?
  —Te lo diría si lo supiera. Supongo que alguna empresa privada financiada por el gobierno.
  Arturo asintió, pese a que seguía sin creerse aquello.
  —Y levantaron un muro, por lo que he podido ver.
  —Sí. Rodea todo el pueblo. Aunque ya te habrás dado cuenta de que no es el muro lo que nos mantiene aquí.
  —…No te sigo —respondió Arturo.
  —Las ajorcas —explicó el hombre—. Las pulseras de los tobillos.
  —Ah, claro. Supuse que tenían localizadores.
  —Escapar no serviría de nada, porque nos tienen vigilados continuamente.
  —¿Y no habéis intentado quitároslas?
  —Son más resistentes de lo que parece. Y… bueno, digamos que tienen otras formas de prevenir que lo hagamos. La única manera de quitarse una sin romperla sería serrarse la pierna —el hombre sonrió; ¿era un chiste?—. Pero también han previsto algo así; ya has visto que no llevamos una, sino dos.
  —Demasiadas molestias para tenernos vigilados. Les costaría menos encerrarnos en una cárcel convencional.
  —En realidad son algo más que localizadores. Y esto es algo más que una prisión. Pero vamos por partes, ¿vale? No quiero dejar nada sin explicar.
  —Te escucho —Arturo siguió comiendo, permitiendo a aquel hombre hablar.
  —Lo primero que tienes que saber, y sé que se hace muy difícil de aceptar al principio, es que nunca saldrás de aquí.
  Arturo negó con la cabeza.
  —Aún no me han realizado el juicio. Hasta que no me declaren culpable…
  —Tu juicio ya está terminado —lo interrumpió—. No el juicio que esperabas, frente a la ley, sino el juicio de quienes han decidido encerrarte aquí, saltándose todo ese proceso.
  —Pero… eso es ilegal. Todos tenemos derecho a un juicio.
  —¿Acaso vienes de un mundo justo e igualitario que desconozco? Porque yo soy del planeta Tierra, donde primero va el dinero, luego el dinero, más tarde el dinero, y finalmente la justicia.
  —Estupideces —protestó Arturo—. Mi encarcelación no da beneficios a nadie, que yo sepa.
  —Te aseguro que sí —el hombre volvió a sonreír, lo que molestó mucho al recién llegado.
  —¿Sabes algo sobre mí que yo no sepa?
  —Claro que no. Pero sé mucho sobre este lugar, el Mictlan.
  —¿Qué carajo es esta prisión? —a Arturo se le agotaba la paciencia.
  —Ya te he dicho que es “algo más que una prisión”, pero no sé bien cómo definirlo. Supongo que la mejor forma de llamarlo es “producto de entretenimiento”.
  —¿Para nosotros?
  —No —rió—. Claro que no. Para los cabrones que ponen la plata.
  Arturo no sabía qué responder. La mujer se le adelantó:
  —Mictlan no es un pueblo ni una prisión. Mictlan es un concurso de televisión.



2

  Realmente aquello no era un concurso de televisión, pero ésa era la forma más fácil de definir el lugar en el que estaban. Porque no era un concurso ni salía por televisión, pero ellos sí estaban “participando” en algo, y sus acciones se estaban “retransmitiendo”.
  Todos los habitantes de Mictlan eran criminales. Algunos más peligrosos que otros, pues se juntaban traficantes con asesinos, pero todos parecían tener algo en común: habían sido llevados allí de forma extraoficial, saltándose las leyes, y, de paso, la Declaración Universal de Derechos Humanos.
  —Las ajorcas no sólo indican nuestra posición —explicó el hombre—, sino que pueden recrear con bastante exactitud todos nuestros movimientos. No conozco bien los datos técnicos, pero emite unas ondas…
  —¿Como si fuera el radar de un barco? —preguntó Arturo—. ¿O un murciélago?
  —Algo así, pero mucho más avanzado. Pueden saber con extrema precisión no sólo dónde estamos, sino también distinguir si estamos de pie, sentados… E incluso ven todos los objetos que tenemos alrededor.
  —¿…Tan preciso es?
  —Probablemente todavía más de lo que te estás imaginando. Detrás de esto hay gente con mucho dinero. No sólo por la financiación…
  —¿Quién iba a financiar algo así? —lo interrumpió Arturo.
  —Ya te dije que no lo sé. Pero, desde luego, es alguien con visión de negocios y dispuesto a librarse de todos nosotros.
  —¿Y para qué necesitan saber con tanta precisión dónde estamos, qué hacemos y qué tenemos alrededor? ¿No bastaba con poner cámaras?
  —Porque lo que quieren no es sólo vigilarnos. Deja que te explique: las ajorcas envían todos estos datos precisos, y ¿sabes quién los recoge? Un programa informático, que adapta estos datos a un mundo virtual…, y que, parece ser, tiene mucho éxito en Internet.
  —No entiendo nada —Arturo suspiró, sintiéndose mentalmente agotado—. ¿Es una especie de Gran Hermano virtual?
  —Virtual, ultrarrealista, y, lo más importante, morboso.
  —Me cuesta creer que algo tan aburrido pueda interesar…
  —¿Hablas de Gran Hermano o de esto? —el hombre rió, pero Arturo seguía serio y cada vez más indignado.
  —¿Cómo sabes todo esto?
  —Me lo contó un hombre que llegó aquí hace no mucho.
  —¿Dónde está? A lo mejor podemos conseguir más información.
  —Murió poco después.
  Arturo sintió un escalofrío. No le había temblado la voz al decir aquello.
  —¿Metieron aquí a una persona gravemente herida o enferma?
  —No exactamente… —respondió el hombre—. Estaba en perfectas condiciones, pero tuvo mala suerte.
  A través de la ventana abierta pudieron escuchar un mensaje de megafonía:
  —“El objetivo ha sido eliminado”.
  —¿Objetivo? —preguntó Arturo—. ¿De qué habla?
  —Es parte del… concurso. No, más bien habría que decir que es el concurso en sí.
  El mensaje se repitió otras dos veces: “El objetivo ha sido eliminado”.
  Arturo recordó el mensaje que había escuchado al abrir la puerta con el “0” grabado. Algo sobre un “nuevo participante”. Evidentemente, debían referirse a él.
  —Hay algo más, ¿verdad? Este concurso es algo más que un grupo de pendejos viéndonos por Internet.
  Por la cara que puso el hombre, supo que aquello no le iba a gustar. Y por su facilidad para contarlo, supo que debía de haberlo hecho muchas veces antes.
  Lo llamaban “el objetivo”, “el concurso de caza”, “el gato y el ratón”, o de muchas otras maneras. Aquel “concurso” no consistía en un montón de delincuentes conviviendo en un pueblo abandonado…, sino en ver cómo se mataban unos a otros.
  Uno de ellos era elegido de forma aleatoria, y pasaba a ser considerado “el objetivo”. Se anunciaba por megafonía, para que el resto lo supiera. Desde ese momento, por decirlo de alguna manera, su cabeza tenía un precio. Quien consiguiera matar al objetivo recibía una recompensa, además de un tiempo de inmunidad. Después se nombraba a un nuevo objetivo, en un ciclo que nunca terminaba.
  Y lo más importante de todo era que aquello se mostraba en Internet, reemplazando las personas reales por avatares virtuales, previo pago de los espectadores.
  Arturo ya no estaba indignado; ahora estaba horrorizado.
  —¿Cómo puede disfrutar alguien de todo esto?
  —Así es la raza humana —respondió el hombre—. ¿Qué diferencia hay con respecto a las peleas de perros, de gallos… o a las corridas de toros? Para ellos, nuestras vidas valen menos incluso que las de esos animales. No sólo se libran de nosotros, sino que hacen todo un espectáculo del sufrimiento. ¿Lo ves? Parecido a las corridas de toros, pero con la diferencia, claro está, de que aquí el público es imparcial, y nadie parte con ventaja.
  —¿Saben que detrás de esos muñecos de Internet hay gente real?
  —Si lo saben o no, parece que no les importa. Basta con que nos pongan nombres falsos y nos recreen como les venga en gana. Quizá mi representación virtual sea una joven dama, y el tuyo sea un gringo con sombrero. Eso no importa, porque para ellos no somos ni siquiera “personas”. Y si en vez de gastar dinero en mantenernos en las prisiones del país, una empresa privada puede costearse nuestra eliminación… En cierto modo entiendo su falta de empatía hacia nosotros.
  La megafonía volvió a emitir un mensaje:
  —“Nuevo objetivo: 399”.
  El hombre respiró aliviado.
  —No es ninguno de los nuestros.
  —¿“Los vuestros”? ¿Sois… una especie de banda?
  —Sí, supongo que nos puedes llamar así. Verás…
  Dentro de Mictlan había dos grandes bandas, a los que llamaban “Mayas” y “Aztecas”. No tenían nada que ver con la mitología, pero, dado que allí nadie se atrevía a usar su nombre real (especialmente desde que sabían que estaban siendo monitorizados por Internet), usaban nombres mitológicos para referirse a las bandas y sus miembros.
  No todos apoyaban la forma de actuar de aquellas bandas, ni tampoco todos podían pertenecer a los Mayas o Aztecas simplemente por desearlo. Tenían que hacerse notar.
  A todos los que no formaban parte de esas dos bandas, se los conocía como “Libres”.
  Algunos de los Libres decidieron juntarse en una tercera banda: los “Incas”. Estaban liderados por aquel hombre con aspecto de motero, de apodo “Viracocha”. La mujer que lo acompañaba era “Amaru”.
  Los Incas tenían una mentalidad diferente. No podían oponerse a las reglas (literalmente: no podían), pero sí podían seguirlas a su manera. No sólo ayudaban a los recién llegados, sino que protegían a quienes fueran elegidos como objetivos, en lugar de intentar matarlos.
  —Yo mismo fui objetivo en dos ocasiones —confesó Viracocha.
  —¿Y cómo es que sigues vivo?
  —Si sobrevives dos días, quedas exento. Te aseguro que no es nada fácil cuando tienes detrás a tantos chacales deseando cobrar la recompensa… Pero ser el objetivo tiene también sus ventajas.
  —Si tú lo dices…
  Formar un grupo los ayudaba a sobrevivir. No siempre lo conseguían, pero ya habían salvado varias vidas. Para ello, se aprovechaban de las demás reglas de la prisión: estaba totalmente prohibido atacar a alguien que no fuera el objetivo. Si Viracocha, Amaru y demás Incas escondían a alguien, nadie podía obligarlos por la fuerza a revelar su posición, ya que atacarlos convertía al agresor en “objetivo especial” durante una semana. Y si alguien mataba a una persona no-objetivo, ese alguien pasaría a ser “objetivo especial permanente”. Es decir, que podría ser asesinado en cualquier momento, sin ninguna penalización. Sinónimo de condena de muerte a corto plazo.
  Estas reglas obligaban a todos a no pasarse de la raya. Los Mayas y los Aztecas mataban sin miramientos a todos los objetivos, pero procuraban no acercarse al resto de prisioneros.
  —Entonces —dijo Viracocha—, ¿quieres ser uno de los nuestros?
  —…Supongo. No soy ningún asesino, y mejor formar parte de una banda que ir por mi cuenta.
  —Genial. Amaru, ¿puedes traer un pañuelo?
  La mujer entregó a Arturo un pañuelo rojo, igual que el que ella llevaba anudado al brazo.
  —Ponte esto donde quieras —dijo ella—, pero que sea visible. Es nuestro símbolo.
  —Los Mayas usan el amarillo —añadió Viracocha—, y los Aztecas el negro.
  Arturo asintió mientras se colocaba el pañuelo en el brazo, igual que Amaru.
  —Necesito un nombre raro de ésos, ¿no?
  —Sí —respondió Viracocha—. Deja que piense. Serás… “Wakon”.
  —Tendré que acostumbrarme…
  —Lo harás —rió.
  —No pareces muy afectado por estar aquí —Arturo miró fijamente a Viracocha—. Lo que me has contado es horrible, pero tú…
  —Llevo aquí ya dos años; desde el momento mismo en que fundaron esta prisión. Claro que tuve miedo; ¡y mucho! Pero ¿dónde crees que estaría ahora si no hubiera conseguido quitarme el miedo de encima? A todo se acostumbra uno…
  —Puede que me acostumbre al nombre de “Wakon”, pero no creo que me acostumbre a vivir en una prisión donde todos quieren matarte si eres elegido aleatoriamente.
  —Te acostumbrarás, quieras o no, porque no tienes alternativa…
  —Esto… es muy raro. Suponiendo que todo lo que me has contado sea verdad, ¿cómo es que tenéis agua, luz, comida y ropa?
  —Porque nos cuidan. Sin nosotros, se acaba su negocio. Les interesa que sobrevivamos. El gasto que hacen en ofrecernos los servicios básicos, lo ganan más que de sobra con el pago por Internet.
  —¿Cómo puedes saber eso?
  —Porque, si no, no lo harían.
  Parecía una respuesta fácil, pero escondía una lógica aplastante. Si ganaban dinero haciendo las cosas de esta manera, no se necesitaba más motivación.
  —Me cuesta mucho creer que todas las autoridades miren para otro lado —insistió Arturo.
  —¿Como en Corea del Norte, o muchos otros países agobiados por dictaduras?
  De nuevo, silenciado por un argumento tan simple como demoledor.
  —Si consiguiéramos que se hiciera de conocimiento público…
  —Pues adelante —dijo Viracocha—, inténtalo.
  —Desde aquí dentro lo tengo imposible…
  —¡No me digas! —respondió con ironía—. No hay nada que podamos hacer aquí, más que sobrevivir. Cuanto antes te des cuenta…
  La megafonía los interrumpió nuevamente.
  —“El objetivo ha sido eliminado”.
  Arturo miró al líder de los Incas, arqueando una ceja.
  —¿Tan rápido?
  —Sí; no es lo más habitual, pero ocurre de vez en cuando.
  —¿…Y qué pasa con los cadáveres?
  —Los llevan a las habitaciones selladas. ¿Recuerdas la puerta por la que entraste?
  —Sí —tenía la imagen grabada en su mente—. La del cero.
  —Ahí quería llegar. Hay nueve salas más como aquélla. Diez en total, repartidas a lo largo del muro que rodea Mictlan, en orden contrario a las agujas del reloj. Todas las mañanas, las habitaciones se abren durante diez minutos, y cualquiera puede acceder a recoger provisiones. Las tres bandas tenemos un pacto para mantener nuestras propias puertas y no saquear las de los demás. Los Mayas tienen la 7 y la 8. Los Aztecas la 4 y la 5. Nosotros la 0 y la 1. En la 0 no hay provisiones, pero es por donde entran todos los nuevos.
  —¿Y es suficiente con una única puerta para alimentar a todos los Incas?
  —Lo suficiente como para no morir de hambre, al menos. En un par de ocasiones hemos tenido que recoger también alimentos de la puerta 2, pero ahora no nos hace falta.
  Cuanto más conocía, más dudas le surgían.
  —Por curiosidad… ¿Cuántos Incas hay?
  —Contándote a ti, ahora somos catorce. Hemos llegado a ser casi veinte, pero… ya sabes.
  Ser parte de un grupo podía aumentar las probabilidades de sobrevivir, pero estaba claro que no lo garantizaba al 100%.
  —¿Y dónde están los demás?
  —Repartidos por diversas casas de nuestra zona. Vamos cambiando. Estar siempre en la misma no es buena idea; en caso de problemas nos encontrarían fácilmente.
  —¿Es que tenéis acceso a todas las casas?
  —Claro. Basta con romper la cerradura —rió—. El problema es que no tenemos ningún método para mantener las puertas cerradas. Pero por lo general no hay peligro. Casi nadie busca problemas con quienes no somos objetivo.
  —¿“Casi nadie”? ¿Hay alguien que sí?
  —He visto de cada loco… Ahora mismo hay dos de esos “objetivos especiales permanentes”.
  Arturo sintió un escalofrío.
  —¿Personas que han matado a gente que no eran objetivos?
  —Exacto. Y ahora ellos dos pueden ser asesinados.
  —¿Y por qué no lo han hecho ya?
  —Si fuera tan fácil, yo mismo lo habría hecho —rió—. No sentiría ninguna lástima por matar a esos dos hijos de puta. Uno de ellos es Kukulkán, el líder de los Mayas. Todos sus hombres lo respetan, pues él, a cambio de su inmunidad, les ofrece protección. Está siempre encerrado en el cuartel general de los Mayas, que antiguamente era el ayuntamiento de este pueblo.
  —Si consiguiéramos matarlo, ¿tendríamos una recompensa?
  —Sí, pero no sé si llegaríamos a disfrutarla. El siguiente líder de los Mayas nos mataría aunque no fuéramos los objetivos, y seguiría los pasos de Kukulkán. Por eso nadie ha conseguido bajarlo del trono jamás. Lo sé de primera mano; conozco a Kukulkán desde que se inauguró esta prisión… ¡Así que ni se te ocurra pensarlo! Simplemente mantente al margen.
  Arturo jamás había matado o intentado matar a alguien, pero esa información era importante, por si algún día se veía obligado a hacerlo.
  —¿Y el segundo “objetivo especial permanente” es el líder de los Aztecas? —preguntó Arturo.
  —No. Es un hombre Libre muy escurridizo. Los Mayas y los Aztecas lo andan buscando, pero lo único que han logrado es perder a algunos de sus hombres. No sé dónde tiene su escondite, ni lo quiero saber. Espero que lo encuentren rápido.
  —¿Va armado?
  —Sí. Lo llamamos “Katana”. ¿Adivinas por qué? —rió.
  —Me hago una idea…
  A Arturo seguía chocándole la actitud de Viracocha. ¿Él también acabaría por acostumbrarse hasta el punto de reír despreocupadamente? En ese momento sólo podía sentir miedo e incertidumbre, y no creía que ni el mejor chiste del mundo pudiera sacarle una sonrisa. En cambio, Viracocha reía como si nada. Como si todo fuera una broma.
  ¿…Y si de verdad lo era? ¿Y si todo era una broma? La policía le estaba dando un escarmiento. Su castigo por tráfico de drogas no era ir a prisión, sino darle un susto en aquel lugar. Un susto que le hiciera replantearse su vida. Desde luego, si salía de allí no volvería a…
  Arturo sintió un zumbido en las piernas. Viracocha estuvo a punto de caerse de la silla al ver aquello. Las ajorcas de sus tobillos dejaron de vibrar, pero ahora emitían una luz roja tan potente que se veía a través del pantalón.
  —¿Qué carajo es esto?
  No fue Viracocha quien contestó, sino la megafonía:
  —“Nuevo objetivo: 665”.



3

  —“Nuevo objetivo: 665” —repitió la megafonía.
  Amaru entró corriendo en la sala, mientras Viracocha se asomaba por la ventana.
  —¡Tenemos que irnos!
  Arturo había tardado varios segundos en entenderlo. No recordaba que su número era el “665”; sus ajorcas se encargaron de recordárselo.
  Era imposible ocultar aquella luz. Era tan potente que atravesaba toda la tela que pusieran encima. Los que crearon ese dispositivo sabían lo que hacían. Quizá si se ponía diez pares de pantalones pudiera disimularlo, aunque llevar diez pares de pantalones debía de llamar la atención más incluso que la propia luz.
  —Nadie sabe que estoy aquí —dijo Arturo, intentando tranquilizar a sus compañeros.
  —Saben que eres nuevo —respondió Viracocha—, que nosotros recogemos a los nuevos, y que ésta es nuestra zona. Pueden habernos vigilado.
  —¿Y adónde vamos?
  —¡Si quieres sobrevivir, calla y sígueme!
  Viracocha salió a la calle, y Arturo hizo lo mismo. El corazón le latía a mil por hora, y las piernas le temblaban.
  Dos personas con pañuelos rojos se acercaron a ellos. Arturo retrocedió, asustado, pese a que sabía que eran Incas. ¿Qué pasaba si le atacaban entre los tres? ¿Podría despistarlos en un lugar que conocían mucho mejor que él?
  —Cubrid la zona —dijo Viracocha—, y entretened a los que vengan a buscarnos. Haced que os sigan en dirección contraria.
  Se notaba que lo habían hecho más veces, pues bastaba con esas pocas indicaciones para que todos se pusieran manos a la obra. Tal vez con su ayuda lograra sobrevivir.
  “Sobrevivir”. Nunca había sentido esa palabra tan suya, tan cercana, tan necesaria. En las próximas 48 horas tendría que “sobrevivir”. Y no por peligro a morir de hambre, sino a que cualquier persona lo matara, sin que aquello tuviera repercusión negativa alguna…, excepto para él. De hecho, por lo que sabía, tenía sus ventajas.
  —¿Cuál es la recompensa por matarme? —preguntó mientras seguía al líder de los Incas.
  —Cuatro semanas de inmunidad. No pueden ser el objetivo durante ese tiempo.
  —Supongo que cuatro semanas es mucho tiempo aquí dentro…
  —Sí. Y ocho son más que cuatro.
  Era algo evidente, pero Viracocha se refería a que la recompensa era acumulable. Que una persona tuviera inmunidad no significaba que no fuera a intentar asesinarlo también, pues las cuatro semanas se sumarían a las que ya tuviera.
  Ambos corrieron hasta la puerta número 1.
  —¡Rápido! —gritó Viracocha—. ¡Coge lo que haya dentro y vámonos de aquí antes de que llegue alguien!
  Arturo se había propuesto obedecer sin rechistar, así que se acercó a la puerta. Sin embargo…
  —Espera un momento —Arturo dudó—. ¿No dijiste que sólo se abría diez minutos por la mañana?
  —Esos diez minutos se abren para todo el mundo. Ahora sólo se abren ante la presencia del objetivo. Gracias a las ajorcas, puedes entrar a todas las salas selladas.
  —Algo bueno tenía que conllevar ser el objetivo —suspiró, intentando ver el lado positivo de aquello—. ¿Y me puedo esconder aquí?
  —No. La puerta estará abierta mientras sigas cerca. Sólo entra y coge lo que haya. ¡Date prisa!
  Daba por hecho que al otro lado encontraría comida, ropa o algún objeto común. Es decir: lo que, según Viracocha y Amaru, ponían allí todas las mañanas. Sin embargo, el objeto que había en el suelo de aquella habitación no servía para comer ni para vestirse: era un revólver.
  —¡Vamos, Wakon!
  Arturo regresó al exterior, revólver en mano. Ahora no sólo le temblaban las piernas; también el brazo.
  —Mira lo que había dentro…
  —¡Genial! ¿Cuántas balas tiene?
  —¿…Cómo se abre?
  Viracocha cogió el revólver y abrió el tambor.
  —Seis balas. Si te ves obligado a usarlas, úsalas bien. No malgastes.
  Quiso devolvérselo a Arturo, pero éste retrocedió.
  —Quédatelo tú. Yo no he disparado nunca.
  —Y yo no puedo matar a nadie.
  —¡Yo tampoco!
  Viracocha quiso replicar, pero recordó que no le había explicado otra de las reglas.
  —¡Tú sí que puedes, Wakon! Mientras seas objetivo puedes hacer lo que quieras: entrar a las salas selladas, matar…
  Arturo seguía negándose a coger el revólver.
  —No puedo hacerlo…
  —¡Wakon, tu vida depende de esto! ¡Coge el puto revólver y vámonos de aquí!
  La idea de que todo aquello fuera un escarmiento estaba esfumándose de su cabeza. Ese lugar, esa situación… Todo era real. Estaba pasando de verdad, y estaba pasándole a él. No tenía más remedio que aceptarlo: cogió el revólver y siguió corriendo tras Viracocha.
  Ahora que había anochecido, y que la única luz que los iluminaba era la de la luna, pues las farolas permanecían apagadas, la luz de sus ajorcas destacaba más que nunca. Si iban a esconderse, tenía que ser en un lugar bien cerrado.
  Viracocha lo llevó hasta una casa entre las zonas 0 y 1. Le habría gustado alejarlo más de las puertas, pero habían tardado más de lo previsto. Tardar diez segundos más o menos podía marcar la diferencia entre ser descubiertos o no.
  —Los Mayas y los Aztecas van a registrar tantas casas como puedan —explicó Viracocha—. Los Mayas vendrán por el sector 9, y después llegarán al 0. Los Aztecas empezarán por el 2, y después irán al 1. Estamos entre medias del 0 y el 1, así que, cuando no te encuentren, empezarán a desesperarse, y se precipitarán para intentar encontrarte antes que los rivales.
  —¿Ésa es mi única esperanza? ¿Que se precipiten?
  —…Sí. Eso y que no entren a tu habitación. Porque esa luz, en la oscuridad, es imposible de ocultar. Asegúrate de que todo esté perfectamente cerrado, y trata de amortiguar la luz en la medida de lo posible. Nosotros haremos cuanto esté en nuestra mano por despistarlos.
  —¿Tengo que quedarme solo?
  —Si me quedo contigo nos encontrarán más fácilmente. Y tampoco es que pueda defenderte si te encuentran. ¡Sólo procura que no lo hagan!
  Tan pronto como Viracocha se marchó, Arturo cerró la puerta de la calle. Pensó en poner algo bloqueando la puerta, pero eso les daría a entender inequívocamente que allí trataban de ocultar algo.
  Pese a estar todas las ventanas cerradas y no haber ninguna luz encendida, podía caminar sin tropezarse gracias a la luz de las ajorcas. Tenían su utilidad, quitando el detalle de que, si alguien más lo veía, lo matarían sin pestañear.
  Arturo subió las escaleras que llevaban al segundo piso. Allí había cuatro puertas: tres habitaciones y un cuarto de baño. Todas las habitaciones estaban amuebladas: camas, armarios, estanterías, mesitas… Sin embargo, no había ningún objeto que pudiera aprovechar. Mejor dicho: no había ningún objeto en absoluto. Los antiguos dueños se habían llevado todo cuanto pudieron, dejando lo mínimo posible.
  Tras asegurarse de que todas las ventanas estaban firmemente cerradas, decidió quedarse en la habitación más grande. Si oía algún ruido, se escondería en el armario. Las otras dos habitaciones también tenían armarios, pero eran algo pequeños, y podían resultarle muy incómodos.
  El baño también habría sido buen escondite, pues tenía cerrojo. Aunque, de nuevo, eso era una llamada a las sospechas. Un armario podría pasar desapercibido; una puerta cerrada no.
  Los minutos pasaron muy lentamente. Arturo aprendió a abrir y cerrar el tambor del revólver (tampoco es que fuera muy difícil). Contó quince o veinte veces las balas que tenía. Practicó el apuntado, intentando calmar su pulso. Ya de por sí no era muy bueno; con los nervios mucho peor.
  Había transcurrido una hora. Todavía le quedaban cuarenta y siete. Le parecía toda una eternidad.
  Arturo recorrió la planta superior en busca de algo que lo ayudara a ocultar la luz. Sólo se le ocurrió utilizar las cortinas del baño, pero no tenía modo de romperlas, así que optó por quitarse la camiseta y anudársela en uno de los tobillos. De poco iba a servir: la luz se seguía viendo…, sobre todo en el otro tobillo.
  Por la noche no hacía calor; la temperatura era muy agradable. Sin embargo, él estaba sudando a chorros. La culpa era de los nervios, y de que no dejaba de caminar por la habitación, consultando su reloj de pulsera. Ese pequeño e insignificante objeto había cobrado mucha importancia allí dentro.
  Decidió meterse en el armario para empezar a adaptarse a la posición, en caso de ser necesario, y para practicar un posible uso del revólver allí dentro, si se veía acorralado. Un armario lleno de ropa habría sido mejor escondite, pero uno vacío, al menos, era más espacioso. Tumbado en el suelo podría incluso quedarse dormido.
  Visto desde esa perspectiva, le parecía toda una proeza que Viracocha hubiera sobrevivido dos veces siendo el objetivo. Pese a tener la protección de los Incas, dos grupos enteros iban tras él…, ¡y eso sin contar a los Libres! ¿Habría tenido Viracocha que matar a alguien para sobrevivir, o habría aguantado escondido las 48 horas?
  A lo mejor sólo tenía que permanecer allí por la noche, que era cuando lo buscarían. La luz se veía mucho más fácilmente en la oscuridad, y en algún momento tendrían que regresar a sus casas a dormir…
  A dormir… A dor…

  Arturo se despertó.
  ¿Qué había pasado? ¿Dónde estaba? Era un lugar muy pequeño, iluminado por una luz roja. Tardó pocos segundos en recordar por qué estaba dentro de aquel armario. Lo que no sabía era en qué momento se había quedado dormido. Quizá después de tres o cuatro horas esperando, sin moverse, intentando calmarse…
  Pero ahora lo que importaba no era eso, sino el motivo de que se hubiera despertado de golpe: ¿había escuchado un ruido? ¿O era parte de un sueño? Unos pasos en las escaleras se lo confirmaron: de sueño, nada.
  Arturo se puso de rodillas, con el revólver firmemente agarrado entre ambas manos. Si la persona que había entrado en la casa era Viracocha, más le valía decir algo pronto, o podría llevarse un disparo por no avisar.
  Los rápidos pasos se alejaban por el pasillo, y después regresaron. Fuera quien fuera, había entrado a la habitación. Arturo confiaba en que la luz de las ajorcas no pudiera atravesar las puertas del armario. Si hubiera oscuridad total en la habitación, quizá podrían ver la luz a través de una pequeña rendija del armario. Pero si lo estaban buscando, tendrían que haber encendido las luces del pasillo y las habitaciones, salvo que llevaran gafas de visión nocturna (y no las llevaban, claro). La luz de las bombillas sería suficiente como para que no vieran el láser rojo de las ajorcas.
  Eso podría salvarlo de ser descubierto con las puertas del armario cerradas. Sin embargo, nada podía mantenerle a cubierto si las abrían…, que fue exactamente lo que ocurrió.
  Desde esa posición, arrodillado, mirando hacia la persona que acababa de abrir las puertas del armario, no pudo distinguir si se trataba de un Inca. Apenas tardó un par de segundos en identificar el pañuelo blanco de su brazo, pero ya era tarde: el hombre le pateó la mano, haciéndole soltar el revólver. Arturo intentó volver a cogerlo, pero el hombre tiró de él, arrastrándolo fuera del armario. Cuando se quiso dar cuenta, estaba tumbado en el suelo con un cuchillo junto a su garganta.
  —Tranquilízate —dijo el hombre—, y no hagas ruido. No voy a matarte.
  Arturo procuró no hacer ruido, aunque lo de tranquilizarse no iba a ser tan fácil.
  —Si quisiera matarte —siguió el hombre—, ya lo habría hecho.
  Lentamente separó el cuchillo del cuello de Arturo, y le invitó a levantarse, sin dejar de vigilarlo.
  —¿Vas armado?
  —Sólo tengo ese revólver —Arturo levantó los brazos.
  —Está bien. Me lo guardaré, como precaución.
  El hombre, de pelo largo y rizado, recogió el revólver del armario. Arturo se sintió tentado a salir corriendo, pero decidió dar una oportunidad a aquel hombre, que no lo había matado pese a tener una oportunidad tan clara. Quizá intentando escapar empeorara las cosas.
  —¿De qué grupo eres? —preguntó Arturo, mirando el pañuelo blanco.
  —Mayas.
  —Pensaba que vuestro color era el amarillo —no hubo respuesta—. ¿Y por qué… Por qué no me has matado?
  —No somos tan salvajes como los Aztecas. Los Mayas tenemos nuestra jerarquía, nuestras normas…
  Aquello no se correspondía con lo que le había contado Viracocha, pero había algo innegable: ese hombre podía asesinarlo y cobrar la recompensa; sin embargo, por algún motivo, prefirió mantenerlo con vida. Quizá realmente estuviera allí para ayudarlo.
  —Si no vas a matarme, ¿a qué has venido?
  —A sacarte de aquí. A llevarte a nuestra base.
  —¿Por qué?
  El hombre se estaba empezando a cansar de tantas preguntas.
  —¡Para que no te maten los Aztecas ni los Libres! ¡Deja de preguntar tanto y sígueme en silencio!
  El Maya salió de la habitación y bajó las escaleras. Se asomó a la puerta de la calle para asegurarse de que no hubiera nadie a la vista, e indicó a Arturo que se acercara.
  —Esto es lo que vamos a hacer. Avanzaremos por allá —señaló hacia un lado de la calle—, alejándonos de los Aztecas. Si te mantienes cerca de mí, los hombres con pañuelo amarillo te respetarán. En cambio, si te alejas de mí, no te garantizo nada.
  —¿…Y qué pasa si veo a un hombre con pañuelo negro?
  —Entonces más nos vale correr más deprisa.
  Arturo avanzó por donde aquel hombre le indicaba, mientras procuraba no separarse de él. En mitad de la noche, bajo la luz de la luna, con las farolas todavía apagadas (no debían de encenderlas nunca), la luz roja de las ajorcas destacaba muchísimo.
  Se cruzaron con cuatro personas en su camino hasta el ayuntamiento, quienes se acercaron alertados por la luz de las ajorcas. Tres de ellos tenían pañuelos amarillos, y el restante llevaba uno blanco. Tal y como prometió el hombre de pelo largo rizado, los acompañaron pacíficamente durante el resto del camino. Parecía que Arturo tuviera una escolta personal. Quizá se había equivocado eligiendo a Viracocha y los Incas como aliados; los Mayas parecían más numerosos y mejor organizados.
  Finalmente llegaron a su destino: el ayuntamiento de Mictlan, cuartel general de los Mayas.



4

  Aunque no podía evitar estar nervioso, Arturo ya no temía por su vida. Los Mayas lo habían encontrado, pero no lo habían matado. En vez de eso, lo llevaron hasta su cuartel general sin ponerle un dedo encima.
  El motivo le parecía más que evidente: querían que se uniera a ellos. Y, visto lo visto, lo más inteligente sería aceptar. No tenía nada en contra de Viracocha y los Incas, pero si decía que no, acabaría muerto con toda seguridad.
  Por dentro no parecía un ayuntamiento en absoluto, sino más bien un garaje (sin vehículos). Eso sí: era un “garaje” muy bien cuidado. Incluso tenían televisión; otro motivo para elegir a los Mayas antes que a los Incas.
  El hombre de pelo largo rizado y los tres acompañantes de pañuelos amarillos entraron al ayuntamiento. El otro hombre de pañuelo blanco, con el que se encontraron a mitad de camino, tuvo que quedarse vigilando fuera. Quizá el color indicaba su posición dentro de los Mayas, siendo el amarillo un rango superior al blanco.
  En la entrada sólo había otras dos personas; era de suponer que los demás estaban durmiendo…, o buscando a Arturo casa por casa.
  —Tenemos que atarlo, por seguridad —explicó uno de los hombres de pañuelo amarillo a Arturo—. En estos momentos nuestro jefe se encuentra descansando.
  Arturo quiso responder que no intentaría huir ni atacaría a nadie aprovechando su condición de objetivo, pero sabía que no le creerían. Además, si iba a ser parte de aquella banda, lo mejor era obedecer sin rechistar.
  Lo ataron de pies y manos, pero no lo llevaron a ninguna celda, sino que lo dejaron allí mismo, sentado en una silla, mirando hacia el televisor. Era, desde luego, una situación extraña: allí estaba él, con sus ajorcas luminosas, atado, viendo la televisión junto al hombre de pañuelo blanco que lo acompañó hasta el ayuntamiento, y otros dos Mayas con pañuelos amarillos.
  No fue hasta por la mañana cuando finalmente Kukulkán hizo acto de presencia. Supo que era él en el mismo instante en que apareció. Era un hombre de unos cincuenta años, de aspecto elegante, sorprendentemente bien vestido para el lugar en que se encontraban. Pero no era ése el motivo de que lo hubiera reconocido, sino otro más llamativo aún: las ajorcas de sus tobillos emitían la misma luz rojiza. Viracocha había dicho que Kukulkán era “objetivo especial permanente”, y eso lo confirmaba.
  —Buenos días, caballeros. Siento haberlos hecho esperar.
  Sus tres acompañantes se pusieron de pie, así que Arturo hizo lo mismo, procurando no caerse por culpa de las ataduras.
  —He de suponer que fue usted quien lo encontró —miró al hombre de pelo largo y rizado.
  —Sí, señor Kukulkán.
  —Buen trabajo. Asegúrese de bañar su pañuelo en el cubo de tinte amarillo antes de marcharse. Desde hoy es uno de los nuestros.
  —¡Muchas gracias, señor! ¡No le defraudaré!
  —¿Iba armado?
  —Sí. Llevaba este revólver —se lo ofreció con ambas manos extendidas.
  —Quédeselo —Kukulkán lo rechazó de forma cortés—. No necesito armas, teniéndolos a ustedes.
  —Muchas gracias, señor. ¿Y… cuál será mi nombre?
  —Deje que piense… ¿Qué le parece “Balam”? El “jaguar protector”.
  —Será un honor, señor Kukulkán. Estoy muy agradecido.
  Arturo empezaba a cansarse de tantas formalidades, pero procuraba memorizar todo para cuando se viera en su misma situación. Esperaba conseguir su propio pañuelo amarillo cuanto antes.
  —Ustedes dos —Kukulkán miró a los otros Mayas que los acompañaban—, quiten las ataduras a nuestro invitado, y llévenlo al templo dentro de diez minutos.
  Kukulkán se marchó.
  —Enhorabuena por el ascenso —dijo Arturo a Balam—. ¿Puedes darme algún consejo?
  —Lo mejor que puedes hacer es obedecer a Kukulkán sin rechistar.
  Como consejo no era gran cosa, pero tampoco había mucho más que decir. Balam se despidió con una leve inclinación de la cabeza, y se dirigió con orgullo a cambiar de color su pañuelo.
  Los otros dos hombres desataron a Arturo de pies y manos, y lo acompañaron hasta el lugar que Kukulkán había definido como “el templo”. Arturo no tenía ningún problema en rezar, pues era creyente…, pero del Dios cristiano, de la Iglesia convencional; ese “templo” (era una sala no demasiado grande) estaba dedicado a deidades mayas. Es decir, a los auténticos mayas, no a los “Mayas” como banda de la prisión. Todos los muros estaban pintados, había incluso un par de antorchas, y en el centro tenían una mesa para rezar, cubierta por un elegante tapete blanco.
  Kukulkán parecía muy devoto. Por si la sala no fuera lo suficientemente ceremoniosa, él se había vestido a juego con una túnica maya. El láser rojo de las ajorcas de ambos no resultaba tan “tradicional”, pero le daba un aspecto más llamativo aún a la escena.
  —Bienvenido a nuestro templo, señor…
  —Wakon.
  Por precaución, prefirió usar el apodo que le puso Viracocha antes que su nombre real.
  —Wakon… Por el nombre y el pañuelo rojo, intuyo que ya ha conocido a esos desagradables gazmoños sureños.
  —No es que quisiera unirme a ellos —se defendió Arturo—, pero me hablaron muy mal de ustedes, y me vi obligado.
  —No lo culpo, señor Wakon. Usted hizo lo que creía conveniente… Sin embargo, ya ha podido comprobar que no acertó. Mis hombres lo encontraron con tanta facilidad gracias al poco cuidado que tuvieron los Incas. Fue toda una suerte que lo encontráramos antes que esos salvajes Aztecas. Lo habrían matado en ese mismo lugar, ¿sabe?
  —¿Conoce al jefe de los Aztecas?
  Kukulkán pensó la respuesta un par de segundos.
  —Ellos no siguen… patrones de respeto. No tienen un líder como tal. Es decir, sí que tienen un “jefe”, pero no una jerarquía establecida. Se ha fijado en la luz de mis ajorcas, ¿verdad?
  —Sí —asintió Arturo, cada vez más relajado—. Me han dicho que es usted un “objetivo especial permanente”.
  —Exacto. Puedo ser asesinado en cualquier momento. Sin embargo, aquí sigo. ¿Sabe por qué?
  —Porque lo respetan.
  El líder de los Mayas asintió con la cabeza.
  —Yo cuido de todos mis hombres, les proporciono un hogar, una familia… Y ellos me devuelven ese cariño. Dejaría que cualquiera de ellos me apuntara con una pistola a la cabeza, porque nunca apretaría el gatillo. En cambio, ¿sabe qué ocurriría si fuera el líder de los Aztecas?
  —¿Que lo matarían sin dudarlo?
  —Por supuesto. Porque los Aztecas sólo siguen un patrón: el número de muertes. Sólo aquellos que han asesinado pueden ser parte de su grupo, y es aquél que acumula más muertes quien se considera cabeza de los Aztecas.
  —Entonces… cambiarán mucho de líder, ¿no?
  —En realidad no. Es algo muy poco habitual, porque su líder suele acumular mucho tiempo de inmunidad. Ésa es su protección: la inmunidad. Cuatro semanas por asesinato, ya sabe. Si estás en la élite de los Aztecas es porque has matado mucho. Y si has matado mucho, probablemente tengas inmunidad. En cambio, si a uno de ellos se le acaba la inmunidad y sale elegido como objetivo…, son sus propios compañeros quienes acaban con él sin pestañear.
  —Es… terrorífico.
  —Desde luego que lo es. Son auténticos salvajes. Y ni siquiera la inmunidad les hace dejar de matar, como ya supondrá. El que era su líder hasta hace poco, murió intentando cazar a un objetivo. Éste había tenido la suerte de conseguir una pistola, y… En fin, siento aburrirle con todas estas historias.
  —Al contrario, señor Kukulkán. Le agradezco toda esta información.
  Arturo pensó en preguntarle qué había hecho para convertirse en “objetivo especial permanente”, pero quizá eso sería abusar de confianza. Mejor enfocar la pregunta de otra manera:
  —¿No tiene usted miedo sabiendo que puede ser asesinado en cualquier momento?
  —Cualquier persona del mundo puede ser asesinada en cualquier momento, y no por ello vivimos con miedo.
  —Ya, pero normalmente la ley nos protege, y matar a alguien tiene consecuencias negativas…
  —Nada de eso cambia aquí. La ley son mis hombres. Si alguien se atreviera a hacerme algo, conocería de cerca esas “consecuencias negativas” de las que habla.
  Arturo entendía lo que quería decir, pero seguía sin estar convencido.
  —Fuera de esta prisión no somos “objetivo” de nadie —insistió Arturo—. Aquí no es sólo que podamos morir, sino que muchos estarían encantados de mandarnos al otro barrio…
  —Por favor, no llame “prisión” al Mictlan. Tiene razón en pensar que éste es un lugar peligroso, pero le aseguro que aquí, dentro de nuestra base, estoy mucho más seguro de lo que puede estar casi cualquier persona de todo el continente. Esto no es una casa, sino una fortaleza pequeñita. ¿Acaso no le desapareció a usted el miedo desde el instante en que cruzó las puertas del ayuntamiento?
  —…En parte, supongo.
  —A eso me refería, señor Wakon. Hay dos motivos para no tener miedo. El primero es sentirse completamente seguro. No importa si de verdad lo estamos o no; basta con sentirnos así para que desaparezca nuestro miedo.
  —Pero me es muy difícil sentirme a salvo, con todo esto…
  —Lo entiendo, lo entiendo —respondió Kukulkán—. Para casos como el suyo, debemos fijarnos en el segundo motivo para no sentir miedo: saber que nada de lo que hagamos puede salvarnos.
  —¿…Qué?
  —La muerte es algo seguro para todos, y, sin embargo, todos vivimos sin darle más importancia. ¿Lo entiende? A todos nos llega la hora; y cuando eso ocurra, ¿de qué sirve preocuparse? ¿De qué sirve tener miedo? Sólo debemos cerrar los ojos y dormir.
  —Ya lo sé, pero no es eso a lo que tengo miedo, sino a todo el tiempo que viviré entre medias. A que me pase algo hasta entonces.
  —Pero, mi estimado Wakon, eso ya no tiene sentido. El momento de su muerte ha llegado.
  —¿Qué está…?
  Kukulkán miró a los dos hombres que los acompañaban.
  —Por favor, colóquenlo en el cadalso.
  Los hombres agarraron a Arturo mientras Kukulkán retiraba el tapete de la mesa. Debajo escondía cuatro grilletes; dos en cada extremo. Su utilidad parecía evidente.
  Arturo intentó soltarse, pero entre los tres consiguieron tumbarlo bocarriba sobre la mesa con facilidad. A continuación cerraron los cuatro grilletes sobre sus muñecas y tobillos, dejándolo casi inmovilizado.
  —¡¿Qué estáis haciendo?! —gritó mientras intentaba soltarse.
  —Tranquilícese, señor Wakon —contestó el líder de los Mayas—. ¿Acaso no entendió nada de lo que le dije?
  —¿Qué vas a hacer? —preguntó sin estar muy seguro de si quería conocer la respuesta.
  —¿Es usted creyente?
  —…Sí.
  —¿En qué cree?
  Arturo no estaba seguro de si era una pregunta trampa.
  —En Dios.
  —En el Dios de los españoles, supongo.
  —Dios no es de nadie —replicó Arturo—. Es universal.
  —Eso es lo que los españoles nos hicieron creer. Nosotros ya teníamos nuestros propios dioses antes de su llegada. Y también nuestras propias tradiciones. Casi todo ello se ha perdido con el tiempo. Sin embargo, depende de nosotros conseguir que estas tradiciones se mantengan. ¿Me sigue?
  —¿…Qué tradiciones?
  —Los ritos mayas… Nuestros dioses… Las ofrendas…
  Arturo conocía perfectamente esas “ofrendas”, y, desde luego, no quería ser parte de una.
  —Señor Kukulkán, yo puedo ayudarlos. Déjeme unirme a ustedes.
  El líder de los Mayas negó con la cabeza.
  —Pero por supuesto que va a ayudarnos, señor Wakon. No uniéndose a nosotros, sino trayéndonos los favores de quienes nos vigilan desde arriba.
  —¿Los dioses?
  Kukulkán rió.
  —No, no. No los dioses. Los que nos vigilan por las ajorcas.
  —¡Pero usted no puede tener inmunidad! —insistió Arturo, desesperado—. ¡Es un “objetivo especial permanente”!
  —No necesito inmunidad, ya se lo dije antes. Confío en mis hombres tanto como ellos confían en mí.
  —Entonces suélteme, por favor. Les puedo servir de ayuda.
  —Nos servirá de ayuda, estese tranquilo. ¿No sabe que, además de la inmunidad, conseguimos dinero por devolver las ajorcas? ¿Cómo cree si no que podría permitirme todo lo que tengo aquí?
  —¡Pero el hombre que me trajo aquí…! Ese… Balam… ¡A él le permitió unirse a ustedes!
  —¿Y qué quiere decir con eso? Él ahora es uno de los nuestros, y tiene mi protección. Nada que ver con usted.
  —¿Por qué no se quedaron con sus ajorcas en vez de con las mías?
  Kukulkán suspiró, como si le estuvieran preguntando cosas demasiado obvias.
  —Porque no vale cualquier ajorca, querido Wakon. Sólo pagan por las que estén encendidas. Y ahora, si me disculpa, pongamos fin a esto; el desayuno debe de estar a punto de llegar.
  —¡Pero…!
  —Por favor —dijo a sus hombres—, traigan la cesta.
  Arturo intentó soltarse desesperadamente. Los grilletes no cedían ni lo más mínimo. Uno de los Mayas se acercó sosteniendo una pequeña cesta vacía. Al otro lado de la mesa estaba Kukulkán, desenfundando un cuchillo. Fue entonces cuando Arturo entendió el propósito de la cesta. Y fue entonces cuando, ignorando el dolor punzante de muñecas y tobillos, se sacudió con todas sus fuerzas para intentar escapar.


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