Guía argumental de Broken Sword II – Parte 1
Guía argumental de Broken Sword II – Parte 1
Fecha de publicación: 27 de junio de 2018
Autor: Chris H.
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Fecha de publicación: 27 de junio de 2018
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George Stobbart regresa a París después de seis meses, durante los que su amiga Nicole Collard ha estado investigando un supuesto caso de tráfico de drogas, que ha terminado siendo más complejo de lo que creía. Ahora ambos vuelven a unir fuerzas, con la novedad de que compartirán protagonismo a nivel jugable, habiendo fases donde manejamos al norteamericano, y otras donde controlamos a la francesa.
Al igual que la primera parte, la historia está contada en primera persona. Los capítulos en los que no se especifique nada, estarán narrados por George. Los de Nico se reconocen fácilmente, porque pone «(Nico)» al final del título.

Una vez aclarado esto, empecemos con la historia de «El espejo humeante» (horriblemente adaptado aquí como «Las fuerzas del mal»).

Capítulo 1 – París: casa del profesor Oubier

  Estuve un tiempo fuera de París, y llevaba seis meses sin ver a Nico. Quería celebrar nuestro encuentro, pero ella tenía otros planes: una cita con un arqueólogo. Algo que ver con una piedra maya que encontró mientras investigaba una historia.
  Nico me invitó a acompañarla hasta la casa del profesor Oubier, que así se llamaba el arqueólogo. Por fuera me pareció muy misteriosa, aunque no podíamos imaginar lo que esperaba dentro…
  El tipo que abrió la puerta no me parecía que tuviera mucha pinta de arqueólogo. Era alto, fuerte, de rasgos centroamericanos. Nos invitó amablemente a pasar, por lo que intuí que se trataba de un empleado doméstico. Grave error. El muy desgraciado me golpeó la cabeza, dejándome aturdido, mientras su compinche, un hombre bajito, se ocupó de dormir a Nicole con un dardo tranquilizante.
  Lo siguiente que recuerdo es estar atado a una silla, dentro de una habitación cerrada, con la puerta en llamas. ¿Algo podía ir peor? Pues sí: habían soltado una enorme araña, que se aproximaba lentamente hacia mí. Sólo había tres cosas que no me gustaban de las arañas: la pinta que tenían, cómo se movían, y el hecho de que vivieran en el mismo planeta que yo. Estaba convencido de que no era nativa de Europa. Y lo peor de todo: cada vez la tenía más cerca.
  Miré la estantería llena de libros que tenía a mi espalda, con la vaga esperanza de encontrar una copia de “Qué hacer con una araña venenosa mientras estás atado a una silla”. No hubo suerte, aunque me di cuenta de que una de las patas de la estantería había sido reemplazada por un bloque de madera suelto. Aprovechando que la silla a la que me habían atado tenía ruedas, me aproximé a la estantería y pateé el bloque de madera, haciendo caer el mueble sobre la araña. A lo mejor había sido un poco bruto, pero era cuestión de supervivencia.
  La estantería había estado sujeta a la pared mediante un soporte de metal que sobresalía, y que pude utilizar para quitarme la cuerda de las muñecas. Ahora sólo me quedaba encontrar la manera de atravesar la puerta en llamas. Los barrotes de las ventanas me impedían escapar, por lo que iba a tener que encontrar una forma de apagar el fuego.
  Lo primero que llamó mi atención fue el dardo que utilizaron para dormir a Nico. Estaba tirado en el suelo. Era muy afilado, con una cola de plumas amarillas y verdes. Me lo guardé con cuidado de no pincharme. A su lado estaba el bolso de Nico, en el que encontré tres objetos: un pintalabios, una nota manuscrita y, lo más sorprendente, unas bragas de nylon con un corazón bordado en la parte delantera. ¡Cómo habían cambiado los gustos de Nico mientras yo había estado fuera!
  Supongo que no era asunto mío leer la nota, pero pensé que a lo mejor me daba una pista sobre el caso en que estaba metida Nico. Era de André Lobineau, el estudiante de historia que Nico había conocido en la facultad. La carta era una sarta de pamplinas sentimentales, y descubría que la “lencería exótica”, como él la llamaba, era un regalo suyo. Lobineau se veía a sí mismo como un rival por el amor de Nico, pero yo no me podía creer que ese desgraciado tuviera ninguna oportunidad. En la carta incluía también su número de teléfono.
  Sobre el escritorio encontré una fotografía de un hombre y una mujer. Supuse que serían Oubier y su esposa. También había una botella de tequila. Por lo general no bebía licores fuertes, pero no estaba siendo para nada un día normal…
  Tan pronto como el líquido entró en mi boca, lo escupí. Quemaba como demonios y estaba asqueroso. Por si fuera poco, estuve a punto de tragarme un gusano que había dentro. Gusano que, por supuesto, me guardé en el bolsillo.
  En un cajón del escritorio encontré una vasija pequeña decorada, que contenía una llave. De poco me iba a servir, estando la puerta en llamas, pero igualmente cogí ambos objetos, para que hicieran compañía al gusano.
  Solamente me faltaba por registrar la cómoda. Fue una alegría descubrir que sobre ella había un sifón… vacío. Las puertas de la cómoda estaban cerradas, y la llave de la vasija no servía, por lo que recurrí a mi ingenio y habilidad, desbloqueando la cerradura con el dardo. Dentro encontré un recambio para el sifón, con el que pude apagar el fuego antes de que se propagara por la habitación.
  Abrí la puerta de una patada, para no quemarme con el pomo, y me dirigí a la salida de la mansión. Antes de abandonar el edificio, me fijé en la mesita que se encontraba a su lado. Allí había un trozo de periódico, doblado por la mitad. Hablaba sobre un eclipse de sol próximo, pero que, desgraciadamente, no sería visible desde Europa. El mejor sitio para contemplarlo era México. Dentro del recorte había envuelto otro trocito de papel, que resultó ser un informe bancario de la cuenta de Oubier. Las últimas extracciones eran por cantidades grandes, y todas ellas se habían hecho en Marsella.
  Encima de la mesita también había un teléfono. Supuse que sería buena idea llamar a Lobineau. Por muy mal que me cayera, podía ser mi única esperanza de encontrar a Nico.
  —Hola, André. Soy George Stobbart, el novio de Nico.
  —Querrás decir “el exnovio de Nico”.
  —Mira, no te he llamado para buscar pelea. Necesito hablar contigo sobre Nico.
  —¿No puedes aceptar que ya no le interesas?
  —André, escucha: tenemos que hablar. La vida de Nico depende de ello.
  —Vale… ¿Te acuerdas de la cafetería de Montfauçon?
  —Claro.
  Lobineau finalizó la llamada sin ni siquiera despedirse. Más le valía a ese desgraciado aparecer…
  Intenté salir de la mansión, pero descubrí que la puerta principal estaba cerrada. Ésta era demasiado pesada como para tirarla abajo a patadas, así que iba a tener que buscar la llave. Por suerte, ya la tenía conmigo. Era la llave que encontré dentro de la vasija. ¡Al fin libre!

Capítulo 2 – París: cafetería de Montfauçon

  Cuando llegué a la cafetería no había señales de Lobineau. Decidí pedir un café y esperar.
  —¡Eh, garçon!
  El camarero me ignoró. Estoy seguro de que lo hizo a propósito. En ese momento me fijé en el hombre que ocupaba la mesa contigua.
  —Perdone —me giré hacia él—, ¿no le conozco?
  —¿Eh?
  Fue entonces cuando me acordé.
  —Usted estaba aquí el día que encontré las catacumbas.
  —¿Yo? Ah, sí, ya me acuerdo de usted.
  —¿Todavía sigue en la policía?
  —No, ya no. Ahora soy un hombre ocioso. ¿Qué le trae de vuelta a París?
  —Mi novia.
  —¡Ah! Quién pudiera ser joven y estar enamorado…
  —¿Por qué dejó la policía?
  —Me obligaron a retirarme. Fui la cabeza de turco para cubrir las ineficacias del departamento.
  No quise ahondar más en el tema. Sospeché que mis aventuras por las alcantarillas y catacumbas pudieran estar directamente relacionadas con su despido…
  —¿Ha oído hablar del profesor Oubier?
  —No, m’sieur. No me suena el nombre.
  —Por lo visto, es un experto en historia maya.
  —Me pilla un poco fuera de mi campo, m’sieur. Si hubiera sido un asesino en serie o un sodomita, a lo mejor hubiera podido ayudar.
  El camarero rellenó la copa de vino del exgendarme, que éste aderezó con su propia petaca. Después de insistir, conseguí que el camarero me hiciera caso y me sirviera una taza de café, momento que aproveché para interrogarlo:
  —¿Conoce a un hombre que se llama André Lobineau?
  —Sí, lo conozco. ¿Qué pasa?
  —He quedado con él aquí. ¿Se ha marchado ya?
  —No. Hoy no lo he visto.
  Iba a tener que seguir esperando.
  —¿Ha oído hablar del profesor Oubier?
  —Sí. Se casó con esa actriz, la “Perrita Salchicha”. Solían venir aquí, el profesor chiflado y la estrella de cine.
  —Si la mujer de Oubier era una estrella, ¿cómo es que nunca he oído hablar de ella?
  —Era famosa en Francia —replicó, algo molesto—. ¡El mundo no termina en Hollywood! Su nombre de artista era Carol Kleimachs. Murió en circunstancias sospechosas.
  —¿Cómo murió?
  —He oído que él le disparó.
  —¿Y se libró?
  —Tenía un buen abogado, y una coartada de hierro.
  —¿Por qué una figura pública eminente como Oubier, arriesgaría todo por un asesinato?
  —Tampoco sería el primero. Además, la gente como él siempre se libra de todo.
  Decidí cambiar de tema.
  —¿Qué es lo que se está echando ese tipo de al lado en su copa de vino?
  —Absenta.
  —Pensaba que era muy peligrosa, y que en Francia era ilegal.
  —Y lo es. A mí no me mire, yo no se la he vendido.
  Como tenía que seguir matando el tiempo, le mostré el dardo que encontré en casa de Oubier.
  —Mire esto. Es un dardo envenenado.
  —Ya, ya, claro —respondió con ironía.
  —¡Es de verdad! ¡Dejó a mi novia inconsciente en segundos!
  —Qué romántico. Parece que tienen una relación muy especial.
  André Lobineau apareció finalmente, por lo que di mi conversación con el camarero por terminada.
  —¡Bueno, bueno! Ésta sí que es una sorpresa, Georgie.
  No me hizo gracia que me llamara así, pero preferí obviarlo.
  —Normalmente no te llamaría, pero Nico tiene un problema muy grave. Tienes que ayudarme a encontrarla.
  —¡¿Qué?! ¿En qué lío la has metido ahora?
  —¡Fuiste tú quien le recomendó al profesor Oubier como experto en arte maya! ¡Y ahora su mayordomo la ha secuestrado!
  —Cada vez que se junta contigo, hay problemas. Irte es lo mejor que hiciste.
  —Mi padre se estaba muriendo. No tuve elección.
  —Pues sí que se recuperó pronto, en cuanto volvisteis a su lado.
  Decidí ignorar sus acusaciones. Lo único que me importaba era rescatar a Nicole.
  —André, tenemos que trabajar juntos. Nico necesitaba hablar con Oubier sobre una piedra…
  —¿Ésta? —me interrumpió, mostrándome una piedra negra rectangular con una cabeza de coyote grabada.
  —¿Así que por eso es todo el problema?
  —Exacto. Nico me pidió que la guardara con mi vida.
  —Seguro que la piedra vale mucho más que eso.
  —Muy gracioso.
  —Lo que es gracioso es que tu vida esté en juego, André.
  —¿De qué estás hablando?
  —La piedra es un artefacto maya, bobo. El tipo que secuestró a Nico era de Centroamérica. ¡Estaban buscando la piedra!
  —¡¿Quieres decir que yo también puedo estar en peligro?!
  —Tranquilízate. ¿Por qué no le llevó Nico la piedra a Oubier?
  —No lo sé. A lo mejor ella sospechaba que pudiera pasar algo como esto.
  —¿Qué crees que significan los grabados de la piedra?
  —Ni idea. No se la he enseñado a nadie.
  —Dámela a mí.
  —No quiero tener tu muerte sobre mi conciencia, Georgie.
  —¿Sabes al menos dónde consiguió Nico la piedra?
  —No estoy seguro de que deba decírtelo… Tenía algo que ver con contrabando.
  —Cuéntame algo sobre tu amigo Oubier.
  —Es más un conocido profesional que un amigo.
  —…Vamos, que no lo conoces de nada.
  —No, la verdad es que no.
  —¿Qué me puedes decir de esta vasija? La encontré en casa de Oubier —“robar” es un verbo muy feo.
  —Hmm… —André la examinó de cerca—. Yo diría que es sud o centroamericana. Tengo un amigo que te podría decir algo más. Es el dueño de la Galería Glease.
  —Iré a preguntar. Hasta luego, André.
  —Adiós, Georgie.
  Lobineau se marchó de la cafetería, y yo me dispuse a hacer lo mismo. Pero antes me dirigí por última vez al gendarme, preocupado por su expresión triste. Quizá no pudiera hacer nada por eliminarle la borrachera, pero sí por evitar que empeorara: le quité la petaca mientras no miraba, y salí rápidamente de allí.

Capítulo 3 – Almacén desconocido (Nico)

  (Los capítulos que tengan «Nico» después del título están narrados por ella, mientras que los demás, en los que no se indique nada, volverán a estar narrados por George.)

  Mis secuestradores me habían llevado lejos de París, después de dormirme con un dardo tranquilizante en la casa del profesor Oubier. Esperaba que George estuviese a salvo, aunque antes tenía algo más urgente de lo que ocuparme: el hombre centroamericano que me secuestró trabajaba para alguien a quien yo conocía bien. Era la misma persona a la que había estado investigando en los últimos meses, y que ahora me tenía atada a una silla mientras me interrogaba: Karzac, un contrabandista.
  —Ya he tenido suficiente con tus juegos, Collard. ¡Dime qué has hecho con mi piedra!
  —Karzac, pensaba que tú sólo te dedicabas al contrabando de cocaína. ¿Por qué estás tan interesado en esa piedra?
  Intenté dar la vuelta al interrogatorio, pero no funcionó.
  —¡O me dices lo que quiero saber, o Pablo te hará hablar por las malas!
  Pablo era el hombre que dejó inconsciente a George y me secuestró. Era mejor no cabrear a ninguno de los dos.
  —Vale, vale. Imaginé que alguien de la universidad me podría ayudar, así que hablé con una de mis amigas, y me contó que su novio era profesor. Mandé la piedra al departamento de etnología, suponiendo que era sudamericana, así que…
  En sus ojos pude ver que no se estaba creyendo ni una palabra. Mi mentira no había dado resultado.
  —¡Ya basta! ¡No tengo tiempo de escuchar tus balbuceos sin sentido —Karzac me tapó la boca con esparadrapo—. Vamos a dejar que te lo pienses. Vendré por la mañana, cuando estés lista para hablar.

Capítulo 4 – París: Galería Glease

  La Galería Glease tenía estilo y clase, pero muy pocos clientes. Además de dos chicas japonesas que no dejaban de cuchichear y reír, había otros dos hombres. Me acerqué al primero, un hombre con forma de pera y papada digna de premio, que bebía de una copa.
  —¿Es usted el señor Glease, el dueño?
  —¡Por Dios, no!
  —Entonces me imagino que Glease debe de ser ése de ahí, ¿no?
  —Tus poderes de razonamiento deductivo me asombran.
  —¿Ha oído hablar del profesor Oubier?
  —Por supuesto.
  —Acabo de venir de su casa.
  —Si vas a presumir de nombres, por lo menos podrías presumir de alguno que mereciera la pena.
  —Creía que Oubier era un hombre respetado.
  Su risa me hizo sospechar que me equivocaba.
  —Su último libro no era más que una perorata pseudointelectual. Las divagaciones dementes del drogadicto que ha sido.
  —¿Qué es lo que está bebiendo?
  —No estoy seguro, pero tengo la sospecha de que puede ser orina. ¡Glease no puede esperar una crítica favorable de su galería cuando sirve esta porquería!
  Ese hombre no dejaba títere con cabeza. Le mostré mi vasija, esperando una crítica experta.
  —¿Puede darme su opinión?
  —Hm… Sí, muy rapouche.
  —¿“Rapouche”? —nunca había oído esa palabra.
  —Espantosa.
  El hombre dejó caer la vasija, que se hizo añicos.
  —¿Qué narices se cree que está haciendo? ¡Me ha roto la vasija!
  —Por supuesto —no parecía arrepentido—. No sólo no tenía valor, sino que era fea y ofensiva. Créeme, te he hecho un favor.
  —¿Cuál es la diferencia entre mi vasija y las demás de la exposición?
  —Que la tuya está rota.
  No quería seguir gastando mi aliento hablando con ese gordo pomposo. Ya pensaría en una forma de vengarme… Mientras tanto, me dirigí al otro hombre, que observaba la escena con indiferencia.
  —Me gustaría hacerle unas preguntas, si no es molestia.
  —Por supuesto, señor. Con mucho gusto.
  —¿Es inglés? —parecía evidente, por su acento.
  —Hoy en día, uno prefiere considerarse europeo.
  —Claro, lo que usted diga…
  —¿Qué puedo hacer por usted?
  —¿Ha oído hablar del profesor Oubier?
  —Claro. Su nombre es sinónimo de arte maya. Varios de estos objetos los ha proporcionado Oubier mismo.
  —¿Usted cree la historia de que Oubier mató a su mujer?
  —Si fuera verdad, ¿quién le puede culpar? Era una vagabunda oportunista. Bueno, eso es lo que he oído.
  —¿Ha visto alguna de sus películas?
  —Sólo una. Salí horrorizado, escandalizado y asqueado.
  —Bueno, entonces mereció la pena pagar la entrada. La última vez que fui al cine, no sentí absolutamente nada —tocaba cambiar de tema—. ¿Vienen muchos indios centroamericanos por aquí?
  —No, señor, esto es París. América Central queda a unos cuantos miles de kilómetros al sudoeste de aquí. Derecho hasta cruzar el Océano Atlántico y luego gire a la izquierda. No tiene pérdida.
  —…Lo que realmente le quería preguntar era sobre una piedra negra. Un artefacto maya, más o menos del tamaño de mi mano.
  —Uno no tiene mucha demanda de “piedras negras”… Si lo que le interesan son artefactos mayas, tengo unas vasijas exquisitas.
  —Yo también tenía una, hasta que ese patán me la rompió. Supongo que tendrá licencia de importación para estas antigüedades, ¿no?
  —Por supuesto, aunque yo no me ocupo de eso. El profesor se encarga de todo el transporte por mar. Nosotros solamente recogemos la mercancía de los muelles.
  Ahí tenía una pista importante. Quizá encontrando los muelles que utilizaba Oubier podría encontrar a Nico. Eso, claro, suponiendo que los secuestradores trabajaran para el profesor.
  —¿Me podría decir qué muelles utiliza Oubier para importar los artefactos?
  —No me es posible revelar mis secretos comerciales.
  Si Glease no me iba a ayudar, tendría que conseguir la información sobre los muelles yo solo. Pero ¿cómo? El dueño de la galería no me quitaba la vista de encima…
  Fue entonces cuando se me ocurrió una idea. Regresé con el hombre con forma de pera y le mostré la petaca de absenta.
  —¿Me permite que le invite a un trago?
  Vertí un poco de líquido en la copa
  —Sin duda mejora el vino de Glease.
  Volví a llenarle la copa, aunque esta vez con una dosis más grande y pura, sin mezclarla con el vino. Le subió tan rápidamente a la cabeza que se tambaleó y cayó sobre una de las vitrinas, llenando el suelo de cristales rotos y vasijas destrozadas. Glease acudió en su ayuda (de la vitrina, no del desmayado), momento que aproveché para colarme en la parte trasera de la galería. Allí pude ver una etiqueta, pegada al lateral de una caja de embalaje, que pertenecía a la empresa Kondor Trans Global. La etiqueta estaba cortada, pero se podía leer “Destino: Pari” y “De: Mars”.
  No necesitaba ver el resto de la etiqueta para saber lo que quería decir. “Pari” era “París”, indudablemente, mientras que “Mars” debía de ser “Marsella”. El extracto bancario de Oubier indicaba que había realizado grandes transacciones de dinero desde Marsella. Todo encajaba. Seguramente, Kondor Trans Global era la empresa utilizada por Oubier para sus negocios.
  Cogí el primer tren con destino a Marsella.

Capítulo 5 – Marsella: muelles

  Si las pistas sobre Oubier no eran falsas, podía conseguir información sobre sus negocios en el almacén de Kondor Trans Global, en los muelles de Marsella. Acceder no iba a ser fácil, ya que una valla bloqueaba el paso. No era demasiado alta, pero, cuando intenté saltarla, un perro se acercó corriendo desde el otro lado, ladrando como si quisiera matarme. Eso alertó al vigilante, que estaba dentro del cobertizo situado a un lado de la valla.
  —¿Qué está pasando? —me preguntó.
  —No lo sé. El perro se ha puesto como loco sin ninguna razón aparente.
  —Está entrenado para eso. La idea es disuadir a cualquier intruso.
  —Ah, vale, lo siento.
  —No pasa nada. Pero no olvides que es un perro de ataque entrenado. Un asesino.
  Si quería meterme miedo, lo había conseguido. El vigilante regresó al interior del cobertizo, mientras yo pensaba en algún plan alternativo para colarme en los muelles. No se me ocurrió nada, así que llamé a la ventana del cobertizo para seguir hablando con aquel hombre.
  —Hola de nuevo —saludé.
  —¿Sabes qué hora es?
  —No, no llevo reloj. Como solía decir mi padre: “no me interesa el tiempo”.
  —Pues son más de las cuatro.
  —¿Y a qué hora abres las verjas?
  —A las siete.
  —¿Te importa si me quedo por aquí hasta que abras?
  —Haz lo que quieras, pero vas a tener que esperar bastante. Es domingo, y mañana empiezan las vacaciones nacionales. Todo está cerrado durante un mes.
  Vaya casualidad…
  —¿Ese perro es tuyo?
  —No, qué va. Viene con el trabajo. Yo sólo lo alimento de vez en cuando.
  —Muy de vez en cuando, diría yo. ¿Cómo se llama?
  —Veinte.
  —…Un poco raro para un perro.
  —Es su número de registro: “perro de seguridad número veinte”.
  —¿Tiene Veinte la rabia?
  —No, sólo tiene mala leche. Como ya te he dicho, es un perro de ataque entrenado. Lo cogieron cuando era un cachorro y le hicieron cosas en la cabeza hasta que lo convirtieron en lo que es ahora.
  Preferí no seguir hablando del perro. Tenía cosas más importantes que preguntarle:
  —¿Has oído hablar de Kondor Trans Global?
  —Claro. Tienen un almacén aquí.
  —¿Puedo echar un vistazo?
  —No hasta después de las vacaciones. Vuelve en un mes.
  —Tengo que hacer una entrega.
  —¿Dónde está la mercancía?
  —En mi camión, más o menos a un kilómetro por carretera —fue lo primero que se me ocurrió.
  —¿Y has andado hasta aquí? ¿Estás loco o qué?
  —No es tan difícil. Solamente hay que poner un pie delante de otro. ¿Me vas a dejar que haga mi entrega?
  —No sin antes hacer el papeleo.
  Era evidente que no iba a ninguna parte con esa mentira. Tenía que pensar otra cosa. Observé el interior del cobertizo, en busca de ideas. Había unas galletas para perro; quizá pudiera sacarles utilidad, pero no alcanzaba desde la ventana, y el vigilante me vería. Aparte de eso, lo único que llamó mi atención fue una estufa encendida, con un cazo encima.
  —¿Qué estás cocinando?
  —Judías. ¿Sabes? Un hombre puede vivir comiendo nada más que judías.
  —No éste que ves aquí. ¿No te cansas nunca de comer judías?
  —Pues claro que sí. También como guisantes, pero no puedo comerlos muy a menudo. Me sientan fatal al estómago.
  —¿Has considerado alguna vez cambiar la dieta?
  —¿Qué hay de malo en judías y cerveza?
  —¿…Necesitas que yo te lo diga? Estás expulsando metano suficiente como para llenar un dirigible.
  Al hombre no parecía importarle mucho…, y a mí menos. Ya me había cansado de hablar con él.
  Descubrí que había unos escalones que descendían hasta el nivel del agua, pasando por debajo del cobertizo. Desde allí pude observar dos cosas. Primero: una trampilla situada en el suelo del cobertizo, que debía de hacer las funciones de salida de emergencia. Segundo: una plataforma de madera situada junto al perro, que me miraba con cara de hambre. La plataforma estaba demasiado lejos como para llegar de un salto, y, de todas maneras, sería mala idea intentarlo con el perro ahí…
  La trampilla inferior del cobertizo estaba abierta, pero no podía entrar con el vigilante dentro. Tenía que encontrar la manera de hacerle salir. Busqué entre la basura del agua (que no era poca…), y encontré dos cosas que podían serme útiles: un gancho para barcas y un botellín medio lleno.
  Subí nuevamente a la zona superior y examiné la parte delantera del cobertizo. Había una pequeña chimenea, que no dejaba de echar humo. Quité el cono superior que protegía del agua de la lluvia, y vertí el contenido del botellín por la tubería. En apenas unos segundos, el cobertizo se llenó de humo. Tan pronto como escuché la puerta abrirse, bajé a la zona inferior y accedí al cobertizo usando la trampilla. El humo era cada vez más denso, así que me apresuré a coger la caja de galletas de perro, y, de paso, un trozo de carbón. Alguien me dijo una vez que daba suerte… ¿Quién era yo para discutir supersticiones irracionales?
  Tan pronto como bajé por la trampilla, el vigilante regresó al interior del cobertizo. El perro seguía mirándome desde lo alto, junto a la plataforma de madera. Si pudiera conseguir que subiera a ella… De hecho, claro que podía: lancé una galleta a la plataforma, y el perro se abalanzó sobre ella, calmándose por un par de segundos. Tan pronto como la devoró volvió a mirarme; para él debía de ser una galleta gigante. Pero yo ya lo tenía donde quería. Usé el gancho de barcas para bajar la plataforma de madera, haciendo que Veinte cayera al agua. Sentí una punzada de remordimiento, pero se me pasó rápido.
  Con el vigilante concentrado en sus judías, y Veinte chapoteando en el agua, pude saltar la valla y dirigirme al interior de los muelles.

Capítulo 6 – Marsella: almacenes

  No tardé en encontrar el logo de Kondor Trans Global en la pared de uno de los almacenes. Llamé a la puerta, pero nadie respondió. Y, obviamente, estaba cerrada.
  A un lado de la puerta había una escalera de mano que llevaba a un segundo nivel. Una vez arriba pude descubrir que la ventana del almacén sí estaba abierta, y lo que vi en su interior me indicó que iba por el buen camino. Sentado en una silla, leyendo unos papeles sobre un escritorio, se encontraba el hombre que me dejó inconsciente en la casa del profesor Oubier. Cerca de él, junto a unas cajas apiladas, estaba el pequeño que lanzó el dardo a Nico.
  El ventilador de pared, que estaba al lado de la ventana, hacía muchísimo ruido. Por eso no oyeron cuando llamé a la puerta. Metí el gancho de barca entre las hélices del ventilador, deteniendo su movimiento. El matón se giró hacia su compañero, creyendo que el ruido lo había hecho él.
  —Oye, tú, si vuelves a molestar te parto los brazos. Karzac ya está enfadado porque no conseguimos la piedra. Si me das algún problema más, le diré que fue culpa tuya.
  No sabía quién era Karzac; supuse que su jefe. Ya habría tiempo para eso. Antes tenía que deshacerme del grandullón. Observé que al lado de la ventana, en el exterior, había una abrazadera de metal, que transportaba barriles de vino hasta el barco amarrado frente a esos almacenes. Se me ocurrió cómo podía sacarle provecho…
  Regresé a la puerta de entrada del almacén y la golpeé con mis nudillos, esperando que, sin el ruido del ventilador, pudieran oírme.
  —¿Quién es? —era la voz de aquel hombre.
  —¿Esto es Kondor Trans Global?
  —Aquí no se te ha perdido nada. Largo.
  —Te doy cinco segundos para que me dejes entrar o tiro la puerta abajo.
  —Vale, espera.
  Al escuchar cómo la cerradura empezaba a abrirse, supe que ese tipo me mataría tan pronto como pusiera un pie fuera, tanto si me reconocía como si no. Me apresuré a subir nuevamente las escaleras y esperé arriba, donde no podía verme. El hombre miró a ambos lados, buscándome, momento que aproveché para utilizar la abrazadera de metal y arrojar un barril al barco. Al escuchar el ruido, él se asomó al barco, creyendo que yo estaba allí. ¿Y qué hice entonces? Arrojé un segundo barril de vino, que le dio de lleno, haciéndole caer a la cubierta del barco, inconsciente.
  Con el camino despejado, entré al almacén. No había rastro de su compañero, por lo que pude investigar libremente. En uno de los cajones del escritorio encontré una pequeña llave de latón, y en el tablón de anuncios vi una nota de entrega de Kondor Trans Global, cuya dirección indicaba “Quaramonte City”.
  Al otro lado del almacén había un ascensor. Mientras me dirigía hacia él, el hombrecillo surgió de entre las cajas, pillándome por sorpresa. Se mantenía alejado de mí, apuntándome con una cerbatana. Posiblemente tuviera otro de esos dardos envenenados.
  —¡Eh, no dispares!
  —¡Uh!
  —¿Qué?
  —¡Uh, uh!
  Parecía desesperado, como si quisiera algo de mí.
  —Hola, me llamo George, no voy a hacerte daño…
  —¡Quaramonte!
  —¿Eres de allí? ¿De Quaramonte City?
  —¡Uh, uh! ¡Quaramonte, Quaramonte!
  —Vale… ¿Puedes señalarme qué abre esta llave?
  Le mostré la pequeña llave de latón que había encontrado en el escritorio, y el hombrecillo se señaló las piernas. Fue entonces cuando vi que estaba esposado por los tobillos. Tan pronto como le quité las esposas, salió corriendo hacia las cajas apiladas, ocultándose tras ellas. Estaba asustado y no parecía dispuesto a ayudarme.
  Subí al segundo piso en ascensor.

Capítulo 7 – Marsella: almacén, segundo piso

  Una vez arriba, bloqueé el haz de luz del ascensor con una caja, para impedir que se cerraran las puertas. Eso evitaría que los dos indios lo utilizaran.
  El piso superior del almacén estaba prácticamente vacío, con la única excepción de un par de cajas y una estatua de aproximadamente un metro de alto. Había una puerta de madera que comunicaba con el exterior, pero estaba firmemente cerrada. Fue entonces cuando reparé en unas marcas de arañazo, en el suelo, junto a una de las paredes. Pasé mi mano por el muro y noté unas muescas. ¡Era una puerta secreta! Y al otro lado…
  —¡Nico!
  Estaba atada a una silla, aunque al menos no parecía herida. Lo primero que hice fue quitarle el esparadrapo de la boca.
  —Gracias, George. ¿Cómo me has encontrado?
  —Ya te lo explicaré más tarde. Tenemos que salir de aquí.
  —¿Dónde está Pablo, el tipo grande que me vigilaba?
  —Digamos que… perdió el conocimiento por culpa del vino. ¿Estás bien?
  —¡Pues claro que no estoy bien! ¡Desátame!
  Rompí la cuerda que rodeaba las muñecas de Nico.
  —Ya está.
  —Gracias. Pero ¿cómo sabías que estaba aquí?
  —Seguí una pista de los negocios de Oubier. ¿Qué te parece si me cuentas exactamente qué es lo que está pasando, empezando por esa piedra maya?
  —Se la quité a uno de los hombres de Karzac, en París. Estaba esperando un alijo de narcóticos.
  —¿Drogas?
  —Sí. Era la prueba que necesitaba para desenmascarar la operación de contrabando de Karzac. Me hice pasar por su mensajera, y esperaba conseguir pruebas para entregárselas al inspector Moue. ¡Pero en vez de hachís, la bolsa que me llevé contenía esta piedra! Para averiguar más sobre ella, llamé al profesor Oubier, que me invitó a su mansión. O, bueno, pensé que era Oubier.
  —No lo entiendo. Si el negocio de Karzac son las drogas, ¿por qué está tan desesperado por echar el guante a esa piedra?
  —A lo mejor tiene algún significado para la gente de Centroamérica. Podría ser el medio de Karzac para conseguir que trabajen para él. De todas maneras, ahora deberíamos pensar en cómo salir de aquí.
  Antes de abandonar la habitación secreta, recogí una estatua pequeña y grotesca, con un escudo y una lanza. ¿La habían dejado al lado de Nico por algún motivo?
  —No podemos usar el ascensor —advertí a Nico—. Si ese Pablo se ha recuperado, nos va a estar esperando abajo.
  —Tenemos que hacer algo. ¿Adónde lleva esa puerta?
  —No estoy seguro. Oye, mientras pensamos algo, ¿puedes decirme todo lo que sepas sobre Kondor?
  —Kondor Trans Global exporta antigüedades mayas y aztecas desde Centroamérica a Europa. Pero eso es sólo la tapadera del negocio de verdad: tráfico de drogas.
  —¿Tienes pruebas?
  —Aún no.
  —¿Sabes desde dónde operan?
  —Desde Centroamérica, como ya te dije. En un lugar llamado Quaramonte.
  —Vi ese nombre en una lista abajo… —lo leí en un papel sobre el escritorio, y después se lo escuché decir al hombrecillo—. Cuéntame algo de ese Karzac.
  —Sólo lo he visto unos minutos, pero te aseguro que da miedo. Tengo la impresión de que Pablo también estaba muy nervioso cuando Karzac estaba por aquí. Tiene ojos de animal salvaje, como de tigre. Parecía impredecible y peligroso.
  —¿Te ha maltratado ese indio?
  —Si no tienes en cuenta el secuestro, las amenazas verbales y que estuviera atada, no.
  —¿Y el bajito?
  —No creo que sepa dónde está ni qué está haciendo aquí. Pablo trajo a Titipoco de la jungla.
  —¿Titiqué?
  —Titipoco. Así llamaba Pablo al enano.
  Se me ocurrió que podíamos utilizar la estatua del segundo piso del almacén para derribar la puerta que daba al exterior. Era muy pesada para mí solo, pero con ayuda de Nico logramos impulsarla, elevándola sobre un palé, para hacer un agujero en la puerta. Una vez fuera, pudimos descolgarnos por una cuerda que nos llevó directamente al agua, desde donde pudimos nadar hasta la plataforma bajo el cobertizo sin que Pablo o el vigilante nos descubrieran. Y de paso pude despedirme de Veinte, que seguía dando vueltas por el agua, ahora mucho más calmado.

Capítulo 8 – París: Galería Glease, 2ª parte

  Nico y yo regresamos a la capital, esperando poder reunirnos con Lobineau. En ese momento se encontraba en la Galería Glease, por lo que nos dirigimos rápidamente hacia allí. El dueño era amigo de André, así que esperábamos que fuese fiable.
  —¿Tienes la piedra maya? —pregunté a André.
  —Es posible…
  —André, no discutas —dijo Nico—. Dale la piedra a George, por favor.
  —De acuerdo. Si tú me lo pides, Nico…
  Vaya un baboso.
  —Gracias, André —recogí la piedra.
  —¡Querida! —él me ignoró—. ¡Georgie me contó que te habían secuestrado! Me alegro de que se equivocara.
  —¡Pero era verdad! —respondió ella—. Si no hubiera sido por George, ahora no estaría aquí.
  —Todavía no se ha acabado —añadí—. Los matones de Karzac van a volver a por esa piedra, te apuesto lo que quieras. La mejor pista que tenemos es Quaramonte City.
  —Está en Centroamérica —me explicó Glease—. De ahí es de donde saca Oubier sus artefactos.
  —Eso es todo lo que necesitábamos saber —contestó Nico—. ¡Vamos, George!
  Por delante teníamos un viaje en barco de varios días. Esperaba que mereciera la pena…

Enlaces:

Parte 1: capítulos 1-8 cursor
Parte 2: capítulos 9-21
Parte 3: capítulos 22-39

Saga completa:
Broken Sword: La sombra de los templarios
– Broken Sword II: El espejo humeante cursor

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